SOLEDAD

Soledad

Cada cierto tiempo, tal y como nos contaba esa divertida película alemana, Good bye Lenin!, leemos en algún periódico que alguien regresa a la vida tras haber estado mucho años en coma. Recuerdo el caso de aquel gallego que, tras abandonar el hospital, y tras pisar de nuevo las calles, creía que estábamos locos, ya que todo el mundo iba hablando solo y en voz alta. El profundo sueño del coma lo reclutó antes de que los teléfonos móviles fueran esta cotidianidad que nos abruma y que, supuestamente, nos interconecta. Según contó él mismo, le costó adaptarse a este nuevo mundo de velocidad, conversaciones solitarias y euros en la billetera.

Como en el caso de este gallego cuyo nombre no recuerdo, o en el de la anciana de la película, nos quedamos con la anécdota, con ese giro casi humorístico que acarrea a sus protagonistas el encontrarse, de repente, con un tiempo desconocido, y nos emocionamos. Una emoción corporativa, tal vez, ya que se tratan de casos que entendemos como el hilo de la esperanza, esas excepciones que escapan de la imperativa y enlutada regla. Excepciones que también deseamos protagonizar, en el caso de que la mala fortuna se cebe con nosotros.

Soledad nunca despertó. Y hasta cinco años después de morir nadie reparó en su ausencia. La encontraron muerta en su propia cama, en su casa. Una casa en un edificio en pleno centro de la ciudad, en un lugar inmejorable, frente a la Catedral, muy cerca de la Judería. Tan inmejorable que no tardaron los vecinos en ir aceptando, en un lento pero constante efecto dominó, las jugosas ofertas para vender sus viviendas y convertirlas en alojamientos turísticos. 

-No me interesa -se limitó a responder Soledad al agente inmobiliario. Fue la única y última conversación que mantuvieron.

Lo intentaron en seis ocasiones más, ya siendo Soledad la última vecina permanente del edificio, y nunca obtuvieron respuesta. No abrió la puerta, lo descolgó el teléfono, no respondió a ninguna carta.

Descubrieron el cuerpo de Soledad unos operarios que rehabilitaban una fachada cercana. En un principio, les llamó la atención la ventana abierta, el balanceo de unas cortinas raídas y, por último, la colonia de pájaros que convivían junto a los restos de Soledad. Los trabajadores no podían creer lo que contemplaban: yacía boca arriba, cubierta con un camisón de raso que debió ser blanco en algún tiempo pasado, el pelo y las uñas le habían seguido creciendo una vez fallecida, procurándole un aspecto entre fantasmagórico y gótico: parecía la protagonista de una película de Tim Burton.

Cuando las fuerzas de seguridad del Estado accedieron a la vivienda de Soledad, encontraron junto a la puerta decenas de notificaciones, la mayoría de ellas avisos por impagos, publicidad de pizzas y de inmobiliarias, y un manto de pelusas y plumas. En la mesita de noche, seguían apilados diez o quince libros, cubiertos por una gruesa y casi porcelánica capa de polvo. Una agente, movida por la curiosidad, leyó los títulos tras limpiar los lomos: Cumbres borrascosas, Quién teme a Virginia Wolf y Madame Bovary, junto a varias guías de viajes: Roma, Londres, Nueva York o Lisboa. 

Los agentes pudieron constatar que un año después de su supuesta muerte, le cortaron los suministros de electricidad y agua. En realidad, dejó de necesitarlos. También supieron su nombre completo, Soledad Hueso García, y que durante doce años trabajó como enfermera en un hospital cercano. Sus compañeros, al referirse a Soledad, la retrataron como una persona distante, fría, alicaída, parecía que estaba siempre deprimida, comentó una anestesista. De hecho, cuando Soledad dejó de acudir al trabajo se encontraba de baja médica.

Curiosamente, nadie denunció ante la policía, ni ante ningún otro organismo, la desaparición de Soledad. Cinco años, cinco largos años. Nadie. Ni un familiar, ni una amiga o amigo, ni un compañero de trabajo ni el tendero de la tienda más próxima, ni el dueño de ese bar que hay en cada esquina, nadie tuvo el más mínimo interés en saber qué había sido de Soledad. Solo los pájaros, el polvo y los libros permanecieron al lado de Soledad durante esos cinco años.

Nada más terminar de leer la triste historia de Soledad, comencé a formularme multitud de preguntas. ¿Me echaría alguien en falta en el caso de desaparecer repentinamente? ¿Alguien me buscaría? ¿Cómo es una persona a la que nadie, absolutamente nadie, echa de menos? Años después, no deja de pulular en mi cabeza la historia de Soledad, una triste historia de soledad y muerte que se ha instalado con galones en mi particular desván de los horrores.

Hasta tal punto que he desarrollado una especie de fobia a los pájaros, ornitofobia, he leído que se llama, al igual que ha motivado que nunca duerma con la ventana abierta, aunque deba de utilizar el aire acondicionando con mayor frecuencia, y que ya no deje libros sobre la mesita de noche. No he vuelto a leer una guía de viajes.

VIERNES. ATRACO PERFECTO.

Como todos los viernes, pasada la medianoche, tras comprobar que sus hijos ya duermen, Juan y Lucía salen a la calle y se dirigen hasta la que fue su casa, al final de la avenida, en dirección al centro de la ciudad.

-Siguen sin abrir nada donde estuvo la librería –piensa Juan, mirando el cartel de la inmobiliaria. Es un pensamiento que se repite en los últimos viernes.

-Seguro que a la vuelta me dice otra vez lo de la librería –piensa Lucía, cuando pasan por el citado establecimiento.

Como todos los viernes, durante el trayecto, no más de que quince minutos a paso ligero, no hablan: solo miran a los que se agolpan en los veladores de los bares, a los que fuman y charlotean amistosamente a la salida de los restaurantes, a los que simplemente pasean, a los negocios cerrados que afean la avenida. La librería, siempre le dedican una mirada a la librería. Miran a la librería y a todo lo demás con cierta melancolía, cuesta adjudicarle un sentimiento concreto, unitario, a esas miradas, que en cualquier caso transmiten tristeza. Como todos los viernes, desde hace tres años, tres años ya han pasado, tan lentos y tan rápidos al mismo tiempo, Juan y Lucía se detienen en la entrada de un edificio espigado y moderno, acolchado en cristal y metal, el número 2 de la avenida, que alberga 54 viviendas, distribuidas en seis plantas. Como todos los viernes, antes de encajar la llave en la cerradura de la puerta de entrada, como soldados en la misión más peligrosa, Juan y Lucía se percatan de que no haya nadie cerca, en las inmediaciones, y que el portal permanezca a oscuras, tal y como sucede en este preciso momento. Entonces, si se sienten a salvo, solos, y siguiendo el ritual de todos los viernes por la noche, Juan y Lucía se plantan de dos saltos en el ascensor y cuentan los segundos, con algo de angustia, de inquietud, hasta que la puerta se abre ante ellos y, a continuación, llegan hasta la cuarta planta. No ser descubiertos por los que fueron sus vecinos, ese es el reto. Y como todos los viernes, abren muy lentamente la puerta del ascensor, se cercioran de que el pasillo se encuentre a oscuras y vacío, siguen siendo esos temerosos soldados en la misión más peligrosa, y a toda prisa se dirigen a la izquierda, a la puerta que está rotulada con la letra D. Lucía extrae de su bolso el manojo de llaves, las aprisiona con fuerza para que no suenen, busca la plana, la de multitud de orificios, la de seguridad, tan diferente a la actual, escueta, y la introduce en la cerradura. Como todos los viernes, nada más acceder al interior de la que fue su casa hasta hace tres años, Juan y Lucía se abrazan en silencio, durante un par de minutos. Es un abrazo triste y lastimero, doloroso y dolorido, compartido.

Lucía pone en funcionamiento una linterna con la que recorre, junto a Juan, su marido, el que fue su hogar. Aunque todos los viernes trata de evitarlo, Lucía alumbra la puerta del dormitorio que durante varios años compartieron sus hijos. Elena, Jorge, dos, tres, cuatro años, 84, 96, 107 centímetros, tatuado mediante arañazos en la madera del marco. Y buscan en las paredes, en las esquinas, en las puertas, esos recuerdos de sus vidas en esta casa vacía que huele a silencio y a soledad. Y, como todos los viernes, concluyen su nocturna y fugitiva visita en la terraza. Esa terraza en la que fueron tan felices, tantos y tantos viernes tan diferentes al actual. Pedro, el vecino del edificio de enfrente que nunca conocieron personalmente, pero al que Lucía y Juan le imaginaron docenas de empleos y aficiones como si se tratara de un juego, un viernes más vuelve a contemplar entre las penumbras la visita de los que fueron sus vecinos. Seguía Pedro con atención el devenir diario de la familia. Aún si hijos, los recuerda Pedro cenando en primavera, en la terraza, charlando amistosamente con otras parejas, felices. En el silencio de la noche, pudo escuchar con claridad sus conversaciones, y en más de una ocasión estuvo tentado de tomar parte, pero nunca lo hizo. Y tiene la sensación de que hubiera sido bienvenido.

Claro que sí.

Desde su terraza, mucho más pequeña, vio Pedro como los hijos fueron llegando y fueron creciendo, como cambiaron el cierre y los estores, como instalaron unos botelleros de acero en la pared, como durante todo el mes de agosto desaparecían. Para regresar morenos y felices. Y también empezó Pedro a ver, solo unos pocos años después, como Juan pasaba las mañanas en casa, fumando y fumando en la terraza, como Lucía dejó de ir al gimnasio, como la chica de la limpieza ya no iba todos los martes y jueves, como las botellas dejaron de apilarse en el botellero, como las cenas de los viernes no volvieron a tener lugar.

Contempló Pedro como la terraza que tantos buenos ratos le había procurado, esa terraza que envidiaba, se había convertido en una muy parecida a la suya, y que el contemplarla le reportaba una sensación similar a la de situarse frente a un espejo. Aun así, cada viernes espera que la linterna se abra paso en la oscuridad de la noche.

UN HOMBRE BAJO EL AGUA, DE JUAN MANUEL GIL

En Un hombre bajo el agua, el escritor almeriense Juan Manuel Gil recrea desde el presente la reconstrucción de un pasado fragmentado que permanece escondido en el interior de una balsa agrícola de riego.

Juan Manuel Gil, con su primer libro, Guía inútil de un naufragio, ganó el Premio Andalucía Joven de Poesía en el año 2003. En el arranque del poema que abre esa obra, titulado Día primero, se puede leer: Imaginemos que esto es realidad, / que cada palabra que aquí escribo / alinea cuerpos, sábanas y agua / -sin incurrir en falsas esperanza-. Dieciséis años después, varios los libros publicados, de muy diferentes estilos y géneros, esos versos pueden entenderse como premonitorios a la hora de diseccionar el nuevo título de Juan Manuel Gil, Un hombre bajo el agua, publicada por la editorial Expediciones Polares.

Si la obra de este autor se caracteriza por algún elemento que pudiéramos entender como común, sería el de la búsqueda constante. Una búsqueda en aras de la evolución, innovación, narrativa; una búsqueda de nuevas herramientas, no necesariamente literarias, así como de diferentes modos y tiempos de contar una historia.

Buscó la geografía como un elemento de ubicación, pero también de permanente movimiento, en la citada Guía inútil de un naufragio; buscó atajos y pasadizos entre los géneros en la híbrida Inopia; buscó el encuentro de los tiempos y de las voces en la deliciosa Mi padre y yo, un western y buscó un nuevo espacio narrativo en la turbadora Las islas vertebradas, que puede considerarse, hasta el momento, como la obra de Gil que se rige por los patrones más tradicionales, de la novela en este caso. Y esa búsqueda, por encontrar y encontrarse, por recorrer nuevos territorios, sigue estando muy presente en Un hombre bajo el agua.

En esta última novela, Juan Manuel Gil busca descubrir en la memoria prestada de los otros la recuperación de la memoria real, de lo que verdaderamente sucedió durante su adolescencia. El protagonista, de nombre Juan Manuel, encuentra en una balsa de riego agrícola el cadáver de Eduardo, un hecho que se convierte en muy relevante de su vida. De hecho, puede entenderse como una puerta que se abre hacia el mañana, dejando atrás definitivamente la infancia. La balsa, como tal, también cuenta con un fuerte componente simbólico. A diferencia de lo que sucedía en Las islas vertebradas, donde el agua representaba el infinito, la búsqueda, en esta nueva novela es un elemento hostil, turbio, turbador, que amplifica la sensación de desasosiego, irrealidad y oscuridad que transmite la historia.

En Un hombre bajo el agua nada es verdad, nada es mentira y todo pudo haber pasado, o esa es la sensación que nos transmite la reconstrucción de un complicado puzle, compuesto por miles de piezas con la forma y el peso de los recuerdos. En este sentido, la memoria, tanto la propia como la de los demás, es material de reciclaje al que acude el escritor para hilvanar el pespunte de un relato marcado por la incertidumbre, el desarraigo y las dobles y triples miradas, lecturas e interpretaciones.

Es muy interesante el permanente diálogo al que somete la infancia con la edad adulta. Vierte Juan Manuel Gil a lo largo de todo el texto una mirada, incluso una revisión o examen de la infancia, desde la perspectiva de la vida adulta, nada complaciente, nada estándar, muy lejos de esas interpretaciones tan manidas y prototípicas en las que nos muestran infancias felicísimas, universos de alegría y amor que ya no volveremos a disfrutar a lo largo de nuestras vidas.

En la descripción del paisaje social y geográfico de la adolescencia del protagonista podemos encontrar las cenizas o los rescoldos de esa España de no hace tanto y que tan bien retrató Juan Goytisolo en la mítica Campos de Níjar, geográficamente tan cercana a Un hombre bajo el agua. Esa sociedad callejera, humilde y festiva, de niños que juegan en las calles, mujeres que toman el fresco en las puertas de sus casas y vecindarios que son como colmenas humanas, repletas de inclasificables relaciones, más intensas e íntimas que las familiares en muchos casos. Sin una premeditación ostentosa, sin el pretexto del adorno, Juan Manuel Gil rescata esa sociedad de su infancia a través de la mirada vertida por todos aquellos que le ayudan a trazar la línea argumental de sus recuerdos.

Demuestra este escritor almeriense que la denominada autoficción, género en auge si contemplamos los recientes éxitos de Ordesa, de Manuel Vilas o de El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández, se sustenta en la memoria y en los recuerdos, a pesar de que en demasiadas ocasiones no coinciden con lo realmente vivido/sucedido. De hecho, Gil se plantea si no hacemos otra cosa, a lo largo de nuestras vidas, que ensamblar una memoria con la que sentirnos relativamente cómodos, a salvo, o al menos no maltratados.

Si acudimos nuevamente a la pasada producción literaria de Gil, en uno de los textos que componen Hipstamatic 100, una compilación de textos breves, la mayoría de ellos aparecidos en prensa, podemos leer: creo que la curiosidad nunca comparte cama con el óxido, la rutina, el reuma, el conformismo o el cliché. No son de la misma especie. Se repelen. Quizá ni siquiera se conozcan entre ellos. La curiosidad es hospitalaria y, a la vez, nos hace nómadas, inquietos. Esta reflexión se mantiene muy viva, plena de actividad y vigencia, en Un hombre bajo el agua. Una nueva marca, profunda y visible, en el personal y ambicioso atlas literario que está trazando este autor almeriense a lo largo de los años y de las obras publicadas. Buen viaje.

LA NOVIA

La novia

Estrena barra de labios, de una tonalidad que cuesta concretar. Tiene algo de rojo, sí, pero también de esos melocotones maduros del verano. No hablamos de naranja, en cualquier caso. Le perfila los labios con esmero y se separa unos centímetros para comprobar que maquillaje, colorete y rímel cumplan con su cometido. Un momentito, dice mientras se muerde el labio inferior. Toma la brocha y extiende una ligerísima capa de colorete. Ahora sí. Espera, que te termino de peinar y ya estamos. Ven conmigo.

Carmen toma de la mano a la Luisa y la conduce hasta el espejo que hay en el dormitorio, junto a la ventana. Luisa no puede, tampoco quiere, disimular la sonrisa de satisfacción que le decora la cara cuando se descubre, en el espejo. Carmen comparte, del mismo modo, con semejante intensidad, este momento, tal vez fugaz, de dicha, empleemos la palabra felicidad, incluso, con lo que nos cuesta utilizar la palabra. Sí, la felicidad que dura un segundo también cuenta. Y ahora viene lo mejor, dice Carmen, y con mucho cuidado, como si se tratara de un cristal muy frágil, coloca sobre la cabeza de Luisa el velo de un vestido de novia.

Mírate ahora, de pies a cabeza, qué me dices, que ni has cambiado de talla, puñetera. Invadida por una intensa emoción, Luisa no puede impedir que sus ojos se llenen de lágrimas, que escapen de ellos, que recorran sus mejillas, en dirección a la barbilla.

Con lo que me ha llevado maquillarte, ¿me vas a hacer esto? Le reprocha Carmen entre sonrisas, contagiada por su emoción.

Con un pañuelo de papel seca sus ojos y retoca sus mejillas con la brocha impregnada de colorete. Lo guapas que iban tus sobrinas llevando los anillos y las arras, una cosa, y vaya cómo entraste tú, que ni en las películas, no se ha visto una cosa igual en tu pueblo, que me lo han contado tus vecinas. Porque todavía hay gente que se acuerda de tu boda, de lo bien que se lo pasó, que hay quien dice que no ha probado un jamón tan bueno en su vida, lo que yo te diga, que eso me lo ha contado más de uno y más de dos, que bien sabes que no me estoy inventando nada. Y Luisa asiente, complacida, orgullosa, feliz. Sí, hay recuerdos que te procuran un instante de felicidad. Pasasteis la noche de bodas en el Meliá, en la última planta, que tenía unas vistas de escándalo y a primera hora, nada más despertaros, no más de las ocho, que tu Manolo era así de inquieto, el puñetero, que no paraba ni un momento, hicisteis la maleta, os montasteis en la Vespa y caminito de Madrid.

Puede sentir Luisa el rugido y el temblor de la motocicleta, los baches y las curvas, el viento en la cara. Un brillo diferente, como si un rayo de sol se hubiera colado repentinamente a través de la ventana, aparece en los ojos de Luisa, que puede ver como en el espejo su piel rejuvenece, volviendo a ser la mujer joven que un día fue. Dos días en casa de tu cuñado, que tenía un piso estupendo por el Palacio Real, antes de coger el avión para ir a Mallorca. Luisa puede escuchar de nuevo el zumbido de los motores en el que fue su primer –y único- viaje en avión. La sensación del despegue. Ver el mar a través de la ventanilla, un universo azul allí abajo, tan bello como amenazante. Casi siente el salitre en sus manos. Los aplausos al comandante cuando el avión tomó tierra. Qué susto, Manolo.

Anda que no lo tuvisteis claro, que no esperasteis ni un día, que nueve meses después ya estaba Juanito aquí, que eso se llama tener puntería. Luisa se acaricia el vientre, muy despacio, ahora es plano y durante varios meses fue curvo y duro, y le gustaba acariciarlo como está haciendo ahora, muy despacio, centímetro a centímetro. A través de la piel, intuía sus manos, sus piernas, su cabeza, e imaginaba cuál sería su sexo, el color de sus ojos o el tamaño de su nariz. Y cree recordar que acertó.

-¿Juanito, por quién?

-Por mi padre.

-¿No se llamaba Pedro tu padre?

-No, Juan.

Luisa, ya me tengo que ir, dice Carmen, al tiempo que retira la gasa de la cabeza de Luisa. ¿Quieres que te limpie con una toallita?, le pregunta Carmen y Luisa responde negando con la cabeza. Como todos los martes y los jueves, Carmen la acompaña hasta el salón, a través del largo pasillo, agarrada a su brazo derecho. Luisa imagina que camina entre las bancadas que la contemplan con emoción, vestida de novia, de un blanco muy diferente al de este camisón de algodón que ahora la cubre. Carmen le dedica tres segundos a una fotografía, sobre la cómoda del salón, en la que puede verse a Luisa disfrazada de Blancanieves, acompañada de sus nietos. Finalmente, Luisa toma asiento frente a una televisión permanentemente en funcionamiento, y que solo está desconectada cuando Carmen se encuentra en casa. La semana que viene vamos a montar una fiesta de Carnaval, le dice Carmen en la despedida y Luisa sonríe.

LA PAYASA

La payasa, un relato de Salvador Gutiérrez Solís

La payasa

Buscó en la parte inferior del armario una caja de cartón, rectangular y grande. La agarró con las dos manos, se la aplastó contra el pecho y la dejó caer en la cama, con suavidad. Al abrirla, el dormitorio se inundó del olor encerrado: lavanda. Extendió sobre el edredón las diferentes piezas, que volvió a planchar con la mano muy delicadamente. Fue más una caricia. Tras ponerse la redonda nariz roja de plástico se miró en el espejo: peluca color zanahoria, rotundos coloretes, cejas pintadas de negro, exageradas pestañas. Se repasó el uniforme: amplio pantalón negro, sujetado con dos tirantes, también negros, zapatos de charol como barcas en los pies, una camisa de rombos blancos, verdes y rojos. Para finalizar, los últimos accesorios, un bastón blanco y negro y un bombín, que nunca llega a estar sobre su cabeza. Conforme con lo que ve, Marta se dirige a la cocina y abre el frigorífico, de donde extrae una enorme tarta de chocolate, galleta y natillas. Con cuidado, la coloca en una caja blanca de cartón y se dirige al garaje comunitario: plaza 102, Toyota Corolla 6402BPY. Ocupado el maletero por un amplificador, varias telas y una pequeña escalera plegable, deposita la caja con la tarta en el suelo del asiento del acompañante. Nada más salir a la calle, al final de la rampa, tiene que frenar para dejar paso a una mujer que camina acompañada de sus dos hijas. La menor descubre a Marta, al volante, al otro lado del cristal, y la expresión de su cara cambia en un instante: es miedo, pánico incluso. Vaya tela la peliculita, voy a tener que cambiar de disfraz a este paso, se lamenta Marta, que conecta la radio. Suena una canción de los Smiths que consigue trasladarla a otro tiempo, años atrás. Era joven y le gustaba bailar los viernes por la noche, hasta el amanecer.

Diez minutos de trayecto, hasta llegar a una urbanización ubicada hasta lo que no hace tanto eran las afueras de la ciudad. Ya no, de la mañana a la noche pasó a ser una zona cara, con centros comerciales y pistas de paddle. Una zona de expansión, la califican. Tras descender de su automóvil, se dirige al edificio 5 y pulsa el piso 2ªD. Soy la payasa, vengo al cumpleaños de Nacho, responde Marta. ¿Payasa? Pregunta una dubitativa voz de hombre, a través del telefonillo. ¡Sorpresa!, grita Marta eufórica, y la cancela se abre. En el portal se cruza con un hombre y una mujer que la observan desconcertados, pero Marta ya está acostumbrada a esas miradas. Se sabe a salvo bajo el disfraz.

Tres segundos después de pulsar el timbre, un hombre de unos 35 años, moreno, se llama Eduardo, abre la puerta.

¡Ya está aquí Loquita, la payasa!, se presenta Marta, ofreciendo la caja de cartón que contiene la tarta de galletas, chocolate y natillas. Perdón, pero es que no hemos contratado ninguna payasa, le informa Eduardo, con cierto pudor. ¡Sorpresa!, exclama Marta, y se cuela en el interior de la vivienda. Eduardo sonríe con extrañeza y conduce a Marta hasta el salón, donde 7 niños rodean una mesa repleta de bocadillos de chocolate, de chorizo con margarina y batidos de vainilla y fresa. Gloria, la pareja de Eduardo, le exige una explicación a éste con la mirada, a lo que responde encogiendo los hombros. Seguro que es obra de su hermano, para así justificar que nunca viene a ver su sobrino, y eso que es el padrino, se cree que con dinero todo se paga, piensa y no dice Eduardo, al mismo tiempo que Gloria supone que Eduardo está pensando justamente eso mismo, que le ha repetido mil veces. Munición de mil discusiones.

¿Dónde está Nacho?, pregunta una desaforada Marta, con los brazos abiertos, y un niño de pelo negro responde temeroso, levantando la mano.

Lo de Stephen King no tiene nombre, resopla Marta interiormente.

Durante más de una hora Marta repite su repertorio de canciones, bailes y juegos habituales, consiguiendo desde el primer instante la complicidad de todos los niños. A su lado, son felices, y ella también parece serlo. Se muestra especialmente cariñosa con Nacho, el “cumpleañero”, al que concede todo el protagonismo. Se esmera Marta, como si se tratara de un ritual sagrado, a la hora de interpretar la escenografía de apagar las 8 velas, música y luces se incorporan a la función. Cumple con el guión.

Le encanta a Marta cuando en la despedida los niños le ruegan que no se vaya, que se quede unos minutos más, pero por propia experiencia sabe que es el momento de marcharse. Ese momento justo, que aún te echan de menos, que no hayas empezado a aburrir.

Por curiosidad, ¿quién te ha enviado?, no puede evitar preguntarle Gloria en la despedida, junto a la puerta.

¡Sorpresa!, repite Marta la respuesta de otras ocasiones.

De regreso a casa, tras despojarse de la peluca, maquillaje, pestañas y nariz roja de plástico, Marta se tumba en la cama y toma la fotografía que hay sobre la mesita de noche. En ella aparece un niño moreno, de cara redondeada, en el preciso momento de soplar una vela con la forma del número 8, en el centro de una tarta de galletas, chocolate y natillas. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, comienza a tararear.

LA CÁMARA TE QUIERE

Poetas que nos visitaron, que compartieron sus poemas, que es lo mismo que compartir las entrañas. Acabó una nueva edición de Cosmopoética, God Save The Poetry, repitamos una y mil veces, que es el reinado más justo y hermoso de cuantos podamos encontrar, vivir y, sobre todo, leer, como una forma de sentir. Una edición con sonido british, punkarra en su concepción, y que, como viene siendo habitual, ha contado con algunos de los nombres más representativos y prestigiosos del panorama poético nacional e internacional. Poética viajera, de Chernóbil a Venecia, de Manchester a Valencia, por las callejuelas de Córdoba, el hombre del paraguas sigue sin protegernos de los poemas, y que no lo haga nunca, que esa lluvia siempre se agradece, que nos moje y cale hasta lo más adentro. Tiempo de lecturas, diálogos y presentaciones. La recién clausurada edición de Cosmopoética ha servido de rampa de lanzamiento de la última criatura literaria de Pablo García Casado: La cámara te quiere. Los lectores de Pablo padecemos durante años su ausencia, no se prodiga tanto como nos gustaría, pero siempre vemos compensada la espera cuando leemos sus nuevos libros. En cada uno de ellos, desde Las afueras a La cámara te quiere, García Casado ha sido capaz de reinventarse y de, sobre todo, adentrarse en espacios que no han sido habituales de la poesía. Una demostración constante de que no hay ámbitos estrictamente poéticos, que las fronteras están abiertas y que todo y todos podemos caber en un poema. El atlas sigue sin coordenadas estables, en permanente construcción. Superado con creces el espacio de lo cotidiano, de lo real, Pablo nos ha llevado por las alcantarillas más insanas del dinero, por la inquietud del padre ante la vulneración de los derechos sociales y ahora nos sumerge en el mundo de la pornografía, desde muy diferentes puntos de vistas.

La cámara te quiere es un libro sobrio, sin concesiones, sin una lírica de auxilio o de victimismo, tampoco de justificación, sobre un mundo que nos es más familiar de lo que realmente solemos confesar, al menos públicamente. Las cifras de consumo, producción y distribución son las que son, y no están soportadas sobre un público fantasma: somos nosotros. La pornografía, tal y como aparece en este poemario, puede ser el escenario ideal para lo sórdido, lo repulsivo, o lo esclavista, incluso, pero también puede representarse bajo la rutina de un oficinista que exhibe su cuerpo y su sexo, con un horario establecido, la nómina por tu tiempo y renuncias, como cualquier otro ámbito o sector profesional. Y también muestra, claro, a todos nosotros, a todas nosotras, al vecino que baja la basura, a los dueños del mando distancia o del ratón, al otro lado de la pantalla, deseosos que la cámara quiera más y más a los cuerpos que nos muestra. Un mundo que puede ser un juego, una provocación, una mera diversión, una fantasía o el sentido de una vida, de muchas vidas, desde el deseo, el trabajo o la obsesión. Por un precio, por un sueño, por esa pasión que no nos atrevemos a confesar. Y que tal vez sea una pasión común, cuando la pornografía no se sitúa tras la frontera de la marginalidad. Intento imaginar su día a día. A dónde va cuando se apagan los focos.

La cámara te quiere, de Pablo García Casado, también es una descarnada, profunda y lúcida reflexión sobre el éxito de la exhibición desmedida, esa orgía transparente en la que muchos han convertido sus vidas, que no dudan en mostrarse, más allá de la desnudez física, con tal de alcanzar los minutos de esa gloria que guarda tanto parecido con el infierno. Un poemario con el que García Casado vuelve a estirar el mapa de la poesía escrita en español, una vez más. Con sus poemas ilumina rincones que tradicionalmente han permanecido a oscuras, como si no formaran parte de nuestras vidas, cuando en realidad están muy presentes. También tú, a cualquier hora, pero mejor de madrugada.

PEQUEÑO, 20 AÑOS DE VIAJE

Sin Pequeño, la trayectoria musical de Enrique Bunbury sería completamente diferente a la que conocemos. Es más, puede que no hubiera seguido siendo una trayectoria en solitario y hasta puede que no estuviéramos hablando de trayectoria, a secas. Pequeño, que ahora cumple los 20 años desde su edición, supuso la confirmación, podemos hablar incluso de bautismo, del nuevo Bunbury, del nuevo artista que quería ser, fuera de los legendarios Héroes del Silencio. No era una tarea fácil, ciertamente, ya que fueron la banda española con mayor éxito y reconocimiento, tanto nacional como internacional, de las últimas décadas. Entre el final de los Héroes y Pequeño, Bunbury se la jugó con Radical Sonora, que no dejaba de ser la propuesta y la promesa del zaragozano por escapar de lo que había sido su carrera musical hasta ese preciso momento. Un disco de texturas, de búsqueda, que no dejó indiferente a nadie. La reacción de muchos seguidores no fue precisamente comprensiva o elogiosa, acostumbrados a un sonido muy definido. En este sentido, el éxito multitudinario de Héroes del Silencio no fue, ni mucho menos, un trampolín, o un fácil atajo, para el éxito posterior de Enrique Bunbury. Atrapado entre las exigencias de la gloria del pasado y la consolidación de su nueva propuesta, Bunbury se lo apostó todo a una carta y publicó Pequeño, en 1999. Una obra que es una mezcolanza de estilos y esencias, de formatos, así como una confluencia de influencias, homenajes, sonidos y procedencias. En Pequeño, Bunbury nos señala que no hay fronteras, que no hay límites, que está dispuesto a todo, a dejarse la garganta en un tango desgarrado, o a ofrecer una ranchera distorsionada o a aliñar una copla con una tarantela. De ese trabajo quedan temas esenciales del cancionero de Bunbury, como son El extranjero, De mayor o El viento a favor. Y queda, sobre todo, el kilómetro cero de una trayectoria tan fértil como camaleónica.

Esta progresión, lo que podríamos definir como constante búsqueda, ha sido una característica que impregna toda la producción de Bunbury, tanto pasada como presente. Y basta con hacer un somero repaso de su trayectoria discográfica. Flamingos es un monumento al eclecticismo, una apuesta por la innovación y por el riesgo, y un canto hacia lo diferente, que siempre es posible. El viaje a ninguna parte, como su propio nombre indica, es un viaje, un recorrido por las músicas que podemos encontrar en aquellos países con los que compartimos idioma. Emplearía la palabra homenaje para resumir Helville de Luxe, a ese rock americano, de Ruta 66, moteles y chupas de cuero, que soporta inmutable el paso de los años. Las consecuencias tal vez sea la mayor y mejor exposición vocal que ha realizado a lo largo de su carrera, una obra de profundas emociones y contrastes. Y, con seguridad, Licenciado Cantinas sea el disco más “distinto” de Bunbury, por arriesgado, por curioso e inquieto, por la colección de canciones que interpreta, homenaje a la América que tanto le ha dado. Tanto Palo Santo como Expectativas, su último trabajo con nuevas canciones, son la más evidente demostración de que Enrique Bunbury es un creador en activo, no se acoge ni se acomoda a su extenso repertorio, sino que lo va aumentando conforme pasan los años, y ahí están Parecemos tontos, Despierta o la Actitud correcta, solo por citar algunos ejemplos.

Sin miedo al vacío, sin paracaídas, a pleno pulmón, canción tras canción, Enrique Bunbury ha buscado una nueva versión de él mismo sin caer en el absurdo, en lo patético o en la repetición. Explorador de sonidos, trotamundos de los bulevares olvidados, Bunbury sigue recorriendo su particular camino, que tal vez tuvo su punto de partida enPequeño, el disco en el quecomenzó a expresarse libremente más allá de la acentuada etiqueta de los Héroes. Un disco salvador, en gran medida, o iniciático, de reconstrucción, en todo caso, del que muchos consideramos el rockstar más importante de lamúsica española, si nos atenemos a su producción, grado de conocimiento y repercusión internacional. He vuelto a escuchar Pequeño, en realidad nunca he dejado de hacerlo, y mantiene intacta esa frescura y ese torbellino de ideas e influencias que tanto me asombraron hace veinte años. Grande en melodías, no se ha hecho mayor, tal y como se podía escuchar en su propia canción, Pequeño forma parte de la historia musical del rock en español. Atemporal colección de canciones que definen a la perfección la personalidad de su autor, Enrique Bunbury, consciente de que un momento se va y no vuelve a pasar.

UTOYA

Llovía a mares el día que nació B. Bien es cierto que la lluvia no es una noticia en la ciudad de B, es lo habitual. Primer hijo, sus padres celebraron su llegada con gran alegría. Si mira a la pantalla de la derecha, puede ver a B en su cuna, duerme feliz; los primeros pasos, a continuación, se apoya en una mesa de cristal para no perder el equilibrio; sopla las velas de su tercer cumpleaños, ahora.

Si le apetece, si sigue mirando la pantalla, también puede ver a B con su primera espada, de plástico, con el mango marrón. Le encantaba a B esa espada, jugaba durante horas con ella, bien agarrada a su pequeña mano.

Tal vez fue a la salida del colegio cuando B escuchó la palabra «moro» por primera vez. Un adulto casi la gritó, con ese desprecio, con ese asco, que podía contemplar en los labios de su padre cuando descubría «caca» en su pañal. Años después, «moro» dejó de ser una palabra chirriante para B. Más, junto a algunos de sus amigos, B amplió el número de palabras con esa musiquilla deleznable: judío, negro, sudaca, maricón, bollera.

El día que sus padres le regalaron su primera videoconsola, la Play 1, descubrieron a B hipnotizado, con una sonrisilla de satisfacción decorando sus labios, mientras contemplaba la fanática y excitada oratoria de un telepredicador en un black trinitron que estaba de oferta, en el pasillo de al ladoAcercaos, tengo algo importante que contaros, repetía incesantemente el telepredicador a sus feligreses.

B cambió sus habituales espadas por el mando a distancia de la consola. Junto a su gran amigo, A, encerrado en su habitación -con las paredes cubiertas con fotografías de Mussolini, Franco o Pinochet-, sin prestarle atención al reloj, B pasaba las horas arrebatándole a los musulmanes ciudades y países. Soñaban ser valientes caballeros templarios. Entre partida y partida, A y B comenzaron a hablar de política, y muy pronto dedujeron que los males de este mundo estaban provocados por los «moros», por los «negros», por los comunistas, por los marxistas, por los socialdemócratas, por la izquierda. La izquierda, como concepto, desbancó al Islam en el podio de odio establecido por B. Después de cientos de horas de charlas y discusiones, una mañana, muy temprano, A y B se afiliaron a la sección juvenil de un partido político ultraconservador. En la primera charla, les explicaron que todo lo que es diferente es peligroso. También emplearon las palabras dañino, tóxico y malo. Malo.

Momentos duros: sus padres se divorciaron y la relación con los compañeros de partido no era la que habría previsto. B daba por sentado que el resto de chicos pensarían como él o como A, y cuando descubrió las primeras miradas de horror o de desprecio cuando intervenía decidió solicitar la baja voluntaria.

B compró una pistola, ligera, negra, semiautomática. Hoy mataremos a Zapatero y a su socio Bin Laden, gritaron los amigos antes de vaciar los cargadores en las afueras de la ciudad. B descubrió que aquello, disparar de verdad un arma, el tacto del dedo en el gatillo, era mucho más divertido y emocionante que cualquier videojuego, incluso que esos videojuegos ilegales que coleccionaban.

Por las noches, B comenzó a escribir en los foros de los periódicos, en su versión digital, con sobrenombres que recopilaba de la Biblia. Aunque no guardara relación alguna con el tema, B siempre reivindicaba una Europa «blanca» y conservadora, que mantiene con firmeza sus fronteras impidiendo la llegada de inmigrantes y que se aferra a sus valores más tradicionales. 

Tenemos la sagrada misión de limpiar nuestra tierra antes de que el mal siga extendiéndose, escribió una madrugada.

Creó B perfiles falsos de Facebook Twitter y empezó a amenazar a políticos de izquierdas, inundando la Red de todo tipo de calumnias que inventaba, impulsado por el odio que crecía en su interior. Hasta A, durante un tiempo, lo esquivó. Había dejado de ser divertido estar junto a su amigo, constantemente excitado y malhumorado.

En la televisión pasaban el festival de Eurovisión, B empezó a escribir en una libreta el guión de la historia que soñaba representar. Instalado, durante semanas, en una solitaria granja donde prepara los explosivos, entiende que ha llegado el momento, que tiene que dar un paso adelante para cumplir con la gran misión que le han encomendado.

Descubre horrorizado que su objetivo, los jóvenes socialdemócratas que se reúnen en una pequeña isla, tiene el atrevimiento de rendir un homenaje a los republicanos españoles que lucharon contra el fascismo. Ya no hay marcha atrás. Descuelga del armario el uniforme de policía, comprueba que los cargadores de todas las armas que ha comprado cuenten con la munición suficiente, llena el depósito de la lancha.

La explosión en el centro de la ciudad se produce a la hora y en el lugar indicados, el caos se ajusta al plan establecido. A pesar de todo, el agua está en calma. Una vez en la isla, cobijado bajo la apariencia de un eficiente policía, no tarda en convencer a algunos de los organizadores del encuentro socialdemócrata de la necesidad de reunir a los jóvenes asistentes para explicarles lo sucedido en la ciudad. 

Acercaos, tengo algo importante que contaros, les dice.

MAESTROS

El maestro es el gran artesano al que entregamos lo mejor y más importante que tenemos: nuestro futuro.

Nueva clase, nuevos compañeros, nuevos maestros. Precisamente de los maestros, de su figura, de lo que representan y constituyen, se ha hablado mucho durante los últimos días. Mis maestros, mis profesores, forman parte esencial de mis recuerdos, y no porque los recuerde con cariño, que es así, o por determinadas anécdotas o pasajes, que también. Los recuerdo porque les debo mucho, porque sin ellos no sería la persona que hoy soy; los recuerdo porque fueron fundamentales a la hora de trazar mi trayectoria vital, porque me guiaron, porque me ilustraron, porque me enseñaron, pero también me educaron, completando perfectamente la tarea de mis padres y hermanos. No conservo una imagen negativa de mis maestros, todo lo contrario, porque hasta con los que menos relación mantuve, porque eso que llamamos “química” no funcionó, siempre me aportaron algo positivo, porque lo poco que sé me lo aportaron ellos. Al cabo de los años, puede que las canas ayuden en estas reflexiones, he comprendido que hay determinadas facetas de mi personalidad y de mis inquietudes que comenzaron a construirse a partir del contacto y del aprendizaje con algunos de mis maestros.

Los sistemas educativos siempre estarán en cuestión, siempre, y yo elogio ese inconformismo permanente. La educación es el valor más sagrado y fundamental que debe mimar y primar una sociedad por encima de todo y todos, y nunca debe ser complaciente con ella. Tenemos que cobijarnos bajo la piel de un fiscal, y padres, profesionales, organizaciones políticas y ciudadanas, todos, debemos controlar y analizar nuestro sistema educativo, cada día. Porque la educación y, por tanto, esos chavales que hoy llegan con legañas a las aulas, son la única garantía real de futuro y progreso. Si queremos ser mejores, en todos los sentidos, no poder escatimar ni un solo recurso en la educación. Es más, tenemos que crecer, cada día apostar más y más por la educación.

Más allá de las cuestiones ideológicas o programáticas, y hasta electoralistas, creo que harían bien todos los partidos políticos en sacar de la escena, en dejar de poner en cuestión, determinados logros que tanto nos han costado alcanzar, como son la sanidad, las políticas sociales y, sobre todo, la educación. Durante décadas, los maestros ejercieron su profesión gracias a un más que manifiesto compromiso con la sociedad, como un hermoso ejemplo de lo que es la vocación, ya que social y laboralmente no estaban reconocidos. Las célebres y extintas “casas de los maestros” existían por una simple cuestión de caridad: sus sueldos no les permitían desarrollar una vida autónoma. La Democracia prestigió al maestro, en todos los sentidos, y tiene que seguir haciéndolo, porque todos ellos constituyen la gran locomotora que posibilita que el trayecto de la educación no se detenga, a pesar de los baches que nos podamos encontrar en el camino. El maestro, que es una palabra bellísima por todas sus connotaciones, es el gran artesano al que entregamos lo mejor y más importante que tenemos: nuestro futuro.

AUTÓNOMOS

La mayoría de los autónomos trabajan más de cinco días a la semana.

Meses atrás, la Confederación de Empresarios de Andalucía ha presentado un estudio sobre los trabajadores por cuenta propia en el que se confirman buena parte de esos tópicos y coletillas acuñadas a lo largo de los años. Repasemos algunos de ellas: no hay peor jefe que uno mismo; los autónomos no tienen horario ni festivos ni vacaciones; o, el más terrible, los autónomos nunca enfermamos. Todos esos tópicos, pero con datos, se vuelven a concretar en el referido estudio. Veamos: el 90% de los encuestados afirman haber trabajado estando enfermos, cifra que llega al 95% en el caso de las mujeres. Solo un 3% han dejado de trabajar durante más de 15 días por enfermedad. Es decir, le somos muy rentables al sistema sanitario, pero se trata de una rentabilidad sin retorno. El 50% trabajamos más de 5 días a la semana (lo normal es hacerlo los 7), y los datos de las horas es como para echarse a temblar: ya que por sectores se llegan a alcanzar las 65 ó 60 horas semanales, ahí es nada. Los autónomos “picamos” cuando nos damos de alta en la Seguridad Social, y la campanilla de “salida” ya no la volvemos a escuchar. Con estas cifras y realidades es normal que más de la mitad de los estudiados, un 53% en concreto, admita que es imposible conciliar la vida familiar y profesional. En cuanto a la conciliación, me horrorizan y espantan esas imágenes que contemplamos con frecuencia en las que nos muestran a mujeres que atienden llamadas o escriben en el ordenador al mismo tiempo que dan un biberón o preparan el almuerzo. Eso no es conciliar, precisamente.

Y si a todo esto le añadimos, y que nadie me tilde de materialista, que no sabes cuánto vas a cobrar, y con frecuencia tampoco cuándo ni cómo, el retrato o relato del decorado que rodea al autónomo no resultado muy acogedor, siendo muy suave y comedido en la elección del adjetivo. Por todo lo anteriormente expuesto, y mucho más que me dejo en el saco de las lamentaciones, es fácil de entender que en los últimos años se repita la preferencia de los jóvenes por opositar para acceder a una plaza en cualquiera de las administraciones públicas. Ponga una nómina en su vida, con sus pagas extras, y sus productividades, todos los meses, llueva o truene. El paraíso de la tranquilidad. El estudio presentado por la CEA debería haber incluido parámetros, cómo decirlo, psicológicos o emocionales de los encuestados. Niveles de incertidumbre, rachas de ansiedad, consumo de tila, melatonina y Orfidal, kilos de uñas roídas, acumulación de latidos extra y demás variables tan frecuentes en la vida del autónomo. Porque es duro serlo, arrancar especialmente, introducirte en la nebulosa de cada mes, con sus hipotecas, deudas, cotizaciones y demás miembros de ese ejército teñido con el rojo “cargo” sin saber que nos aguarda, si habrá un poco de luz al final del camino, si es que hay camino. Es duro ser autónomo, insisto, y mucho más en España, sobre todo si uno analiza las diferencias de trato en buena parte de los países europeos.

Aquí la célebre tarifa plana de 60 euros (no son 50), que solo dura un año, se vende como un éxito incomparable, mientras que en países como Alemania, Francia o Portugal es 0 euros en los primeros años. Por cierto, aprovecho para recordarle al nuevo Gobierno de la Junta de Andalucía que pongan en marcha ya esa tan cacareada y vendida medida de ampliar la tarifa plana a dos años, porque siguen sin hacerlo, aunque digan que sí lo han hecho. Y, lo más importante, en buena parte de los países europeos, se paga en función a lo que se factura, ¿a qué es lógico? ¿A qué es muy fácil de entender? Pues no, aquí se paga sí o sí, se facture o no, y hay muchos meses, muchos, en los que no se factura nada. A ningún autónomo le importaría pagar, de ese modo, muchísimo en impuestos, porque supondría que has facturado también muchísimo. Con esa medida, tan simple como incontestable, la mayoría de los autónomos podríamos respirar tranquilos, aunque las ventas de tila, melatonina y Orfidal desciendan. Hablamos de proporcionalidad, que en este caso en sinónimo de justicia.