Soledad
Cada cierto tiempo, tal y como nos contaba esa divertida película alemana, Good bye Lenin!, leemos en algún periódico que alguien regresa a la vida tras haber estado mucho años en coma. Recuerdo el caso de aquel gallego que, tras abandonar el hospital, y tras pisar de nuevo las calles, creía que estábamos locos, ya que todo el mundo iba hablando solo y en voz alta. El profundo sueño del coma lo reclutó antes de que los teléfonos móviles fueran esta cotidianidad que nos abruma y que, supuestamente, nos interconecta. Según contó él mismo, le costó adaptarse a este nuevo mundo de velocidad, conversaciones solitarias y euros en la billetera.
Como en el caso de este gallego cuyo nombre no recuerdo, o en el de la anciana de la película, nos quedamos con la anécdota, con ese giro casi humorístico que acarrea a sus protagonistas el encontrarse, de repente, con un tiempo desconocido, y nos emocionamos. Una emoción corporativa, tal vez, ya que se tratan de casos que entendemos como el hilo de la esperanza, esas excepciones que escapan de la imperativa y enlutada regla. Excepciones que también deseamos protagonizar, en el caso de que la mala fortuna se cebe con nosotros.
Soledad nunca despertó. Y hasta cinco años después de morir nadie reparó en su ausencia. La encontraron muerta en su propia cama, en su casa. Una casa en un edificio en pleno centro de la ciudad, en un lugar inmejorable, frente a la Catedral, muy cerca de la Judería. Tan inmejorable que no tardaron los vecinos en ir aceptando, en un lento pero constante efecto dominó, las jugosas ofertas para vender sus viviendas y convertirlas en alojamientos turísticos.
-No me interesa -se limitó a responder Soledad al agente inmobiliario. Fue la única y última conversación que mantuvieron.
Lo intentaron en seis ocasiones más, ya siendo Soledad la última vecina permanente del edificio, y nunca obtuvieron respuesta. No abrió la puerta, lo descolgó el teléfono, no respondió a ninguna carta.
Descubrieron el cuerpo de Soledad unos operarios que rehabilitaban una fachada cercana. En un principio, les llamó la atención la ventana abierta, el balanceo de unas cortinas raídas y, por último, la colonia de pájaros que convivían junto a los restos de Soledad. Los trabajadores no podían creer lo que contemplaban: yacía boca arriba, cubierta con un camisón de raso que debió ser blanco en algún tiempo pasado, el pelo y las uñas le habían seguido creciendo una vez fallecida, procurándole un aspecto entre fantasmagórico y gótico: parecía la protagonista de una película de Tim Burton.
Cuando las fuerzas de seguridad del Estado accedieron a la vivienda de Soledad, encontraron junto a la puerta decenas de notificaciones, la mayoría de ellas avisos por impagos, publicidad de pizzas y de inmobiliarias, y un manto de pelusas y plumas. En la mesita de noche, seguían apilados diez o quince libros, cubiertos por una gruesa y casi porcelánica capa de polvo. Una agente, movida por la curiosidad, leyó los títulos tras limpiar los lomos: Cumbres borrascosas, Quién teme a Virginia Wolf y Madame Bovary, junto a varias guías de viajes: Roma, Londres, Nueva York o Lisboa.
Los agentes pudieron constatar que un año después de su supuesta muerte, le cortaron los suministros de electricidad y agua. En realidad, dejó de necesitarlos. También supieron su nombre completo, Soledad Hueso García, y que durante doce años trabajó como enfermera en un hospital cercano. Sus compañeros, al referirse a Soledad, la retrataron como una persona distante, fría, alicaída, parecía que estaba siempre deprimida, comentó una anestesista. De hecho, cuando Soledad dejó de acudir al trabajo se encontraba de baja médica.
Curiosamente, nadie denunció ante la policía, ni ante ningún otro organismo, la desaparición de Soledad. Cinco años, cinco largos años. Nadie. Ni un familiar, ni una amiga o amigo, ni un compañero de trabajo ni el tendero de la tienda más próxima, ni el dueño de ese bar que hay en cada esquina, nadie tuvo el más mínimo interés en saber qué había sido de Soledad. Solo los pájaros, el polvo y los libros permanecieron al lado de Soledad durante esos cinco años.
Nada más terminar de leer la triste historia de Soledad, comencé a formularme multitud de preguntas. ¿Me echaría alguien en falta en el caso de desaparecer repentinamente? ¿Alguien me buscaría? ¿Cómo es una persona a la que nadie, absolutamente nadie, echa de menos? Años después, no deja de pulular en mi cabeza la historia de Soledad, una triste historia de soledad y muerte que se ha instalado con galones en mi particular desván de los horrores.
Hasta tal punto que he desarrollado una especie de fobia a los pájaros, ornitofobia, he leído que se llama, al igual que ha motivado que nunca duerma con la ventana abierta, aunque deba de utilizar el aire acondicionando con mayor frecuencia, y que ya no deje libros sobre la mesita de noche. No he vuelto a leer una guía de viajes.