PENÉLOPE CRUZ

Penélope Cruz

La vemos desfilando por la alfombra roja, en las presentaciones y fiestas más elegantes, exhibiendo con coquetería unas pestañas falsas, diseñadora de moda o reclamo de una causa justa y solidaria, y seguimos viendo a la Penélope que devoraba un bocadillo de salchichón en la escalinata del instituto. La chica de barrio, la chica del cinturón rojo de Madrid, la chica que se descoyuntaba en La quinta marcha, la chica que sedujo a Nacho Cano en un videoclip febril, la chica con los pechos con sabor a ajo, no es que se nos haya hecho mayor, porque Penélope siempre desprenderá un halo juvenil, pero sí que ya es una mujer, mujer mujer, en toda regla,. Y el Festival de San Sebastián ha querido, con acierto, reconocer su amplia y exitosa trayectoria.

No es Penélope una actriz de academia y técnica, de disciplina y artificio, no, se le nota a la legua, pero es que eso forma parte de su grandeza. Si se hubiera dedicado al fútbol, Pe hubiera sido nuestra Raúl femenina, la estrella lista, cuca, con la picardía del recreo, con la intuición a flor de piel y la ambición como bandera. Ese delantero que sólo cuenta con los cinco minutos que el entrenador le regala y que sabe aprovechar. Penélope ha aprovechado todas y cada una de las oportunidades que le ha ofrecido la vida, no ha pasado nunca de puntillas ante ningún reto, se ha atrevido con lo que no le creíamos posible y ya lleva un tiempo recogiendo los frutos de la siembra. Cuando le conceden la ocasión, Pe siempre marca el penalti. Para Bigas Luna fue la chorbita que se desea más por exageración que por mesura en Jamón, Jamón, para Fernández Armero fue esa amiga alocada y guay que a todos nos gustaría tener en nuestro primer piso compartido de juventud en Todo es mentira. Para Almodóvar ha sido todo lo que le ha pedido. El grito en un autobús, un torrente de lágrimas, una Silvana Mangano arrojada y de barrio, de chato de vino y pisto, de rabillo y copla, y hasta su propia madre en Dolor y gloria. Woody Allen quiso que fuera, en su película, la pasión desenfrenada, el amor imposible e irremediable, la tragedia de los celos, y Penélope se lo dio, con unas gotas de ese españolismo de portal y de charleta en la espera de la peluquería que ella tan bien maneja.

A Pe la contemplamos desde la familiaridad porque la hemos visto crecer, y, con frecuencia, no caemos en la cuenta de que ella y su pareja, el oscarizado Javier Bardem, tal vez sean las estrellas europeas más rutilantes de la cinematografía actual. Es Penélope Cruz una actriz en constante crecimiento, un torrente que canaliza su propia naturaleza cuando la ocasión así lo requiere, una sonrisa franca, la picardía frente a la cámara, la seducción a flor de piel. En los últimos años, con la excepción de la película de Manolete, me temo, hay que reconocerle que ha sabido escoger con acierto sus papeles, que ha seleccionado y que sólo ha aceptado trabajos que le han ayudado a cimentar su carrera. Una de las grandes habilidades de Penélope ha residido en la instrumentalización de su físico, que bien podría haber empleado para ser una nena mona, a secas, una chica más de calendario, y que ella ha transformado en una latinidad efervescente, en una pirueta repleta de pellizco y gracia.

ÉRASE UNA VEZ TARANTINO

Quentin Tarantino

Mi primera vez con Tarantino, Reservoir dogs obviamente, fue en un cine de verano. Fui el último de mis amigos en verla, y como a ese hereje que es necesario convertir a la mayor brevedad, así me conducían, incrédulos de que aún no hubiese visto la nueva gran maravilla del cine mundial. Suele suceder, cuando se pasan un tiempo dándote la tabarra con las bondades de algo, cuando llega el momento vas con el colmillo retorcido y la mirada afilada, buscando más el error que la virtud. Somos así, no lo podemos remediar. No fue, precisamente, un amor a primera vista lo mío con Tarantino, Reservoir Dogs me pareció mucho menos que la fama que la precedía, soporífera en determinados diálogos, y de sonrisa, como mucho, en algunos momentos, mientras que mis amigos tildaban aquellas ocurrencias, tipo a la de Madonna, como auténticas genialidades. Me entretuvo y poco más, seguía prefiriendo al auténtico, a Peckimpack, tan presente en toda la película. Y llegó Pulp Fiction y me tapé la boca. Indiscutible, incuestionable. Me entusiasmó de principio a fin, excitante, apasionante, un torbellino de ideas, diálogos y planos memorables, uno de los despliegues más arrebatadores que he contemplado en una pantalla de cine. En estado de gracia, Tarantino durante un tiempo fue un cineasta que no dudaba en proclamar sus referencias, en acudir a materiales más allá de los estrictamente cinematográficos, y que a la vez tenía el tiempo y talento suficientes para participar en otros proyectos, de un modo u otro, como Amor a quemarropa, Asesinos natos o Abierto hasta el amanecer, junto a su amigo Robert Rodríguez.  Un ciclón creativo.

En Jackie Brown, que sigue siendo una de mis preferidas, encontré a un Tarantino más sosegado, más comedido, pero mejor narrador, ofreciendo diferentes puntos de vista. Y prosiguieron las excesivas, delirantes y maravillosas Kill Bill, I y II, y Malditos Bastardos, irregular acercamiento al cine bélico. De sus dos incursiones expresas en el western clásico, en todo su cine siempre hay referencias, solo me interesó, y no excesivamente, Django desencadenado; Los odiosos ocho me parece su película más fallida hasta el momento. Ha regresado Tarantino a las pantallas con Érase una vez Hollywood, que bien podría considerarse como la película menos suya, si revisamos su obra pasada, la más convencional desde un punto de vista narrativo, pero no por ello deja de ser memorable, hasta el punto de situarla, sin dudar, en la cúspide de su carrera. Es una historia contada con nervio, con soltura, sin esos diálogos suyos, tan característicos por otra parte, pero que en más de una ocasión me han conseguido desesperar. Acaba ya, he tenido ganas de gritar en más de una ocasión. Tanto Brad Pitt como Di Caprio realizan unas fantásticas interpretaciones, no se hacen sombra, no se estorban, se complementan perfectamente. Y lo mismo sucede con Margot Robbie, tan monumental como breve en su recreación de Sharon Tate. Citándola, es inevitable mencionar a Charles Manson, tan presente durante todo el metraje, desde una perspectiva que recuerda mucho a la narrada por Emma Cline, en su espléndida novela, Las chicas.

Érase una vez Hollywood es la declaración filmada de amor que Tarantino le dedica al cine, a los géneros que le han acompañado a lo largo de su vida, a sus claras e inevitables referencias, del cine negro, a la comedia, pasando por el Spaghetti Western, capital en esta película. No termino de comprender las devastadoras críticas que este film ha recibido por parte de determinados críticos, parapetándose tras extensísimos textos, en algunas ocasiones, como si necesitaran muchas palabras y argumentos para explicar su rechazo. Cuenta con todos los ingredientes que le debemos exigir a una obra de estas características, además de desprender una pasión, un continuo homenaje, al cine y sus principales protagonistas. Después de ver Érase una vez Hollywood, espero que Tarantino no cumpla con su promesa, de retirarse tras dirigir la décima película –le quedaría solo una-. A este nivel, que nunca separe la claqueta de su mano.

Maradona, la película, de Asif Kapadia

Maradona de Asif Kapadia

Maradona ha sido la inspiración, el tema y la trama de multitud de músicos, Charly García, Calamaro o Manu Chao, así como de diferentes cineastas, como el citado Sorrentino, Kusturica o, el más reciente, Asif Kapadia, que en estos días llega a las pantallas con la película documental Diego Maradona. Este guionista y director británico de origen indio, a pesar de su juventud ya cuenta con una extensa y avalada trayectoria, en la que destacan otros dos excelentes documentales, Senna y Amy, así como su participación en la serie de televisión Mindhunter, proyecto original del siempre inquietante y deslumbrante David Fincher.

Paolo Sorrentino, el director italiano al que la inmensa mayoría conocimos por su deslumbrante, felliniania y deliciosa La gran belleza, contaba con cierta frecuencia durante la promoción de su siguiente película, Juventud, que la idea de la misma surgió a partir de la conocida estancia de Diego Armando Maradona en un hotel, rehabilitándose de su adicción a la cocaína, durante sus últimos meses en el Nápoles. De hecho, un falso Maradona, muy bien caracterizado, por cierto, aparece en la cinta, compartiendo baño con Michael Caine y Harvey Keitel.

Diego Maradona arranca con una especie de persecución automovilística, al más puro estilo el Torete, adalid del cine quinqui patrio, que concluye en un estadio, el de San Paolo, abarrotado por 85.000 enfebrecidas personas que esperan la llegada de Maradona, el día de su presentación ante su nuevo público. Diego, el chaval del arrabal, que emocionado les puede ofrecer un “departamento” a sus padres, con apenas quince años, tras firmar su primer contrato con Argentinos Junior; Diego, el emergente jugador que apenas cuajó en España, en las filas del Barcelona, permanece dentro del vehículo y es Maradona el que desciende y se entrega a los aficionados.

Esta bipolaridad o latente esquizofrenia está muy presente en la película de Kapadia. Y así, desde el principio, Diego y Maradona son conceptos muy distintos, incluso contrarios, pero que definen al mismo sujeto.

La cinta de Kapadia deja claro que Maradona nunca ha dejado de ser el chaval que jugaba en el barro en Villa Fiorito, ese espacio desolador, de herrumbre y pobreza cronificada, del que procedía. En gran medida, y de un modo u otro, nunca dejó de estar en Villa Fiorito, a pesar de que su gran sueño, desde su niñez, no fue otro que el de huir lo más lejos posible de sus orígenes. Y eso lo consiguió, tal y como se puede escuchar en el documental, gracias a Maradona, el futbolista mesiánico, el Dios con botas de tacos, el autor de los goles imposibles, el fulgor del arrabal.

Crítica de la película Maradona de Asif Kapadia

Para los amantes del fútbol, revive Kapadia momentos cumbres de la trayectoria deportiva del Pelusa Maradona. Ese gol imposible a la Juve, la física no contempla que el balón pueda subir y bajar de esa manera, tras esquivar la barrera. Mil remates trazando nuevos ángulos. Geniales pases no antes imaginados. Y su gran obra maestra, claro, su gol a Inglaterra en el Mundial de México en 1986. Recupera el director británico la jugada completa con la narración original de la televisión argentina y es inevitable sentir un escalofrío de emoción, de admiración, al contemplarlo de nuevo. Un gol que es la gran comparación y la definición del gol total, todavía hoy, casi 35 años después. Tengamos en cuenta que buena parte de la gloria que acumuló Maradona fue como consecuencia de la emoción, tan simple como real, que conseguía transmitir.

Pura emoción, en las jugadas, pero también en las celebraciones.Marca el Mundial de México, tal y como destaca la película de Kapadia, un antes y después en la trayectoria de Maradona. Ya no es solo el futbolista más grande del mundo, tal vez el mejor de la Historia, es algo más, como ya había comenzado a ser en Italia. Equivocado o irreverente, calculador o inconsciente, inocente y peligroso, al mismo tiempo, Maradona articuló en sus años de esplendor un discurso que le hizo contar con una personalidad propia, diferente, única, más allá del campo.

En plena contienda de Las Malvinas, Maradona es el titán que doblega a Inglaterra. Tal y como había hecho en Nápoles, donde pasó a convertirse en el arcángel del Sur, el elegido para derrotar al todopoderoso Norte. Maradona llega en 1984 a un equipo a punto de descender, que es recibido en muchos estadios con cánticos racistas y vejatorios que hoy serían motivo de gruesas sanciones deportivas. Los apestados, los que no se lavan, los piojosos del Sur, les gritan desde las gradas de los equipos rivales. Solo tres temporadas después, Maradona lo convierte en campeón del Scudetto, provocando el éxtasis colectivo de una sociedad marcada por la tiranía de la camorra, la pobreza y la exclusión social.

La extrañeza, la fascinación y, sobre todo, la incomprensión, rodean al Maradona que nos muestra Kapadia. El comienzo de su ocaso, implicado en casos de posesión de drogas y prostitución, sus delatores ojos cromados, su amistad con los nombres más significativos de la camorra, forman parte de un equilibrio imposible que mantiene con su propia leyenda y con su otro yo, Diego. A pesar de su físico, propenso a acumular kilos y bajito, a pesar de las violentas tarascadas que recibe, a Maradona le golpearon, y muy fuerte, los defensas rivales, algo inconcebible que pudiera sucederle a cualquier estrella del momento, a pesar de su vida extradeportiva, donde la cocaína es su mate y los asados forman parte habitual de su dieta, es un futbolista que marca una época en el terreno de juego. Genial, determinante y eléctrico.

Curiosamente, Diego Maradona aborda temas que ya había tratado Kapadia en sus anteriores obras. En Senna, tal y como sucede en esta película, también retrata con precisión al ascenso de alguien que ha nacido en la miseria, que parte de la nada y en el deporte encuentra la puerta de entrada a sus sueños; y como en Amy, el excelente documental, con el que ganó el Oscar en su categoría, nos muestra el ocaso del ídolo, incapaz de escapar de su adicción, superado por su propia gloria. Diego Maradona es una nítida y luminosa narración del auge y caída del ídolo, la destrucción del hombre y la confirmación de la leyenda. Barro y oro, fulgor y ocaso, de ese chaval bajito y regordete de Villa Fiorito.

El final del verano

Final del verano y comienzo del curso

Suena a imagen de Verano azul congelada en el tiempo, la lluvia torrencial cayendo sobre el paseo marítimo, la terrible despedida de los amantes juveniles, los amigos, las excursiones en bici –BH-, los juegos en la arena, los revolcones de las olas, el olor de las sardinas a la brasa. También suena a canción triste y amarga, cuatro acordes y un estribillo facilón, que no requiere de muchas palabras. Y yo también le encuentro aroma de película sesentera protagonizada por Natalie Wood, radiantemente joven, espléndida, entre los brazos de un Redford sin arrugas, rubio como la cerveza.

La poética de rima libre de nuestras pequeñas tragedias, la imposición de la rutina, el canto mudo del regreso indeseado y esperado al mismo tiempo, la soledad del viajero que no llega a ninguna parte. Siete kilos de metáforas o de lo que usted quiera, pero las toallas de la playa ya están en el tendedero y las costuras de las maletas comienzan a restablecer su tensión habitual. Liposuccionadas hasta dentro de unos meses. Con o sin vacaciones, hayamos viajado o no, el final del verano tiene un componente tristón, de fiesta que se acaba, de resaca sin Aspirina, de beso que se fue demasiado rápido, apenas sentimos su roce. Porque septiembre, el final del verano o de las vacaciones, que con frecuencia lo concentramos en la misma cosa, ha conseguido algo que el calendario lleva intentando 2019 años: la sensación de que un tiempo se acaba y comienza uno nuevo. Porque no es diciembre, no, con sus uvas y sus campanadas, y con el hortera no vestido de la Pedroche, ni con sus rebajas posteriores y sus propósitos y enmiendas. No tiene enero, tampoco, ese poder, por mucho que el calendario se empeñe, año tras año. Piense en todo lo que comienza en cada septiembre, repase mentalmente o haga una lista.

Final del verano

En septiembre abren, de nuevo, las puertas de los colegios, en todos los ciclos formativos, que siempre consideraré como una inmensa y feliz noticia, por todo lo que supone: rectas autopistas hacia el futuro. Comienzan todas las ligas deportivas imaginables, sobre todo la de fútbol –en Primera División-, claro, que es la reina madre de todas las ligas, lo queramos o no. Ya hemos tenido nuestros momentos de gloria y de sofoco, y nuestros piques tabernarios, y que no falten. En septiembre, además, si todo esto no fuera ya lo suficientemente importante, ponen a la venta todos los coleccionables imaginados –que no imaginarios-. En el imaginario, ahora así, en este septiembre de coleccionables podríamos encontrar El avión de Sánchez, las dos primeras piezas al precio de una, El puzle de Casado, 3.678 entregas –con suerte lo acaba en 2346-, El mapa de Rivera, con un archipiélago llamado Arrimadas, El chalé de Iglesias, con piscina y jacuzzi, o La colección de armas de Abascal, de un revólver a un tanque. Pero sigo, en septiembre, lo primero que te encuentras en el buzón es la publicidad de un gimnasio, muy baratito, y muy cerca de tu casa, ya no hay excusa. Y cuando regresas al trabajo, también en septiembre, algunos de tus compañeros mastican con nervio y desesperación un chicle de nicotina, dispuestos a dejar para siempre el tabaco.

Septiembre, como sus coleccionables, o como la Liga, tiene mucho de comienzo, de arranque, de tiempo nuevo, de aventura, en cierto modo, o tal vez nos inventemos todo esto para sobrellevar mejor eso que definimos como volver a la rutina.

Y eso que la rutina, o lo cotidiano, tiene su parte positiva, es esa pomada que no podemos dejar de untarnos si queremos que la frente no se nos llene de granos. La repudiamos y la necesitamos con la misma intensidad. El final del verano, por tanto, puede ser una canción lacrimógena, una copla malhumorada, un rock voltaico o una balada sin estribillo definido, a expensas de lo que acontezca. La cuestión fundamental, lo realmente importante, es seguir cantando, con mayor o menor virtuosismo, aunque no nos sepamos la letra y el de la guitarra se vaya por los Cerros de Úbeda. Cantar, sí, hasta que llegue un nuevo verano, que también vendrá con su correspondiente final. Como todos.