CARACOLES

Pues ya están aquí, como un primer anuncio de esta primavera anticipada, como primicia gastronómica que no entiende de esperas, como adelanto de lo que vendrá, con sus cuernecitos y sus conchas, con sus casitas –sin hipoteca- a cuestas, con sus babas arrebatadas, afortunadamente, con su pique y sus botellines helados, con sus mondadientes y su pan, con su salsa o su caldo, chicos y cabrillas, ya están aquí, ya llegaron, los caracoles. Bienvenidos sean, claro que sí. Afine el oído: aparta el codo, hazme un huequito, no me quites las servilletas, que de manchas vamos bien servidos, dame tres dedos de caldo, por favor, una tarrina de las grandes para llevar, como los de X no hay ningunos, lo que yo te diga, aunque los de X tampoco están malos, eso sí, de baratos nada, cuánto le sacan a un kilo, pues a mí me gustan para merendar, todavía no están gordos del todo, los de mayo son los mejores, como los de mi madre no hay ningunos, en muchos sitios se pasan con el tomate en la salsa, y no son con salsa de tomate. Ningún barrio de Córdoba o de Sevilla escapa de la invasión que estos lentos pero deliciosos moluscos llevan a cabo.

Sí, ya están aquí, un año más, que todo llega, como la declaración de la renta, como la fiesta de la primavera, como la FeriaY a diferencia de otras costumbres o fiestas, que incorporamos a nuestras vidas a la velocidad de la luz, la de los caracoles viene de lejos, que me pierdo en la memoria de los tiempos y me contemplo aspirando y sorbiendo, manejando los palillos con esmero desde que tengo uso de razón, si es que tengo tal uso. Recuerdo las ollas que hacía mi madre, majestuosas, oceánicas, bulliciosas. Los chicos los tomábamos de postre, o como merienda, como aperitivo de la cena. Y los gordos, que cada vez son más difíciles de encontrar, los comíamos como plato único, rodeados de kilos y kilos de patatas fritas. Y mucho pan, claro, que la salsa era la gran enemiga de las peores siestas imaginables. A pesar de la mano de mi madre, nunca he sido uno de esos caracoleros excluyentes que se niegan a probar otras modalidades y recetas. Hay que probarlo todo, dicen, pero olvídese de la lejía y el amoniaco, claro. Por eso me costaría establecer un ranking. Me sería más fácil hacerlo de lugares, por los recuerdos que conservo, que por sabores: es muy difícil que reniegue de unos caracoles.

Hay quien puntúa a los caracoles por su limpieza, otros por su sabor y otros por su precio. Yo, sin embargo, por lo que han significado en mi vida. Y es que los caracoles no solo me procuran el placer de su consumo, también son el atajo más directo a un sinfín de recuerdos y emociones. Las primeras salidas, los domingos en familia, las rutas programadas, el despertar de tanto. Como también son expresión de una forma de entender la ciudad, de vivirla, de disfrutarla, de compartirla. No necesitamos de mucho para estar bien, a gusto: un botellín muy frío y un vasito de caracoles. Hay, por tanto, muchos motivos para disfrutar los caracoles, y todos ellos me abren puertas que me encanta traspasar. Puertas que me conducen a lugares cálidos, familiares, auténticos y, por ello, reales. A esos lugares a los que nunca podemos renunciar y siempre debemos volver, a veces sin necesidad de levantar los pies del suelo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *