EL TIEMPO DE LAS NARANJAS

Escoja entre el verbo o la geografía. Se mondan con facilidad, pero realmente su nombre es mandarinas, dicen. Y todavía no nos habían llegado los rollitos primavera, el arroz tres delicias o el cerdo agridulce. Lo de las tres delicias debe ser algo parecido a lo de la Santísima Trinidad, porque sigo sin poder entenderlo. ¿Tres delicias, cuáles? Las mandarinas son como ese acuse de Correos que el cartero nos deja en el buzón: el anticipo de una evidencia. La verdad es que ahora tenemos naranjas, tomates o calabacines todo el año y no cuando tocan y esa magia, en parte, la hemos desvanecido. Misterios de la ciencia o de cómo se quiera llamar eso. Pero en realidad, más allá de la ciencia, que tal vez sea la propia naturaleza lo que hay más allá, cada cosa tiene su tiempo. Como las espinillas, como la selectividad o como el primer amor, y hacerlo a destiempo, cuando ya Peter Pan es un señor con hipoteca, se convierte en una anomalía. Lo queramos o no, nos gustara o no, de izquierdas o de derechas, o de ese centro que ya no existe, el que Franco siguiera estando en un edificio público, junto a muchos de los que fueron sus víctimas, era una gran anomalía. Sí, lo era, y considero que es un asunto que no admite discusión –aunque todo se puede discutir, claro-. Todas las democracias consolidadas del mundo lo son, en parte, porque han sabido enterrar a sus fantasmas, a lo peor de su pasado. Y en ese pasado podemos encontrar al poder de las religiones y también a los dictadores. España mantenía esa herida abierta, esa anomalía que nos diferenciaba y que esta semana, con muchísimo retraso, ha quedado resuelta. Y tal vez nos quedemos cortos. Ojalá desenterrar a Franco suponga, también, desenterrar al franquismo, que es la gran asignatura que nos queda como país, como sociedad y como conciencia colectiva, si pretendemos cerrar la puerta de ese pasado que fue tan ingrato y tan atroz para tantos millones de españoles. No es un asunto ideológico, es convivencia, respeto, memoria, nada más.

En este tiempo de las naranjas, que es tiempo de las pocas certezas con las que contamos, todavía hay quien se sorprende por las declaraciones de la escritora Cristina Morales, tras serle concedido el Premio Nacional de Narrativa, por su novela Lectura fácil. Menudo lío, menudo follón, le han pedido que devuelva el premio, que se vaya de España, que ojalá arda el dinero ganado y no sé cuántas condenas más. Sin coincidir con la escritora en sus planteamientos, no tratemos de amansar a los creadores, no los queramos convertir en lo que nosotros deseamos. Porque, con frecuencia, parece que solo los queremos para que nos hagan pasar un rato, leyéndolos o viéndolos interpretar, pero que luego sean mesurados, moderados y que piensen como nosotros. Los creadores, los intelectuales de todos los tiempos y épocas se han caracterizado por ir a la contra, por enfrentarse contra lo establecido, por ser azote, incluso desde la ilógica, desde la sinrazón, pero es que tal vez ese sea su papel: ser diferentes. Estar a disgusto, mirar con otros ojos, no caer en la rutina, espada y trueno, vozarrón en el silencio, la estopa de los moderados, el grano en el culo. No es Cristina Morales una excepción, y pidamos que ella misma y otros más, no caigan en el conformismo, porque siempre necesitaremos otros puntos de vista y otras ideas, aunque no las compartamos y no nos gusten.

En este tiempo, tiempo de las naranjas, vuelvo a leer el poemario de Juan Ramón Campos, amigo y poeta, que es compatible. Y no madurará en la rama sino en la mesa, cuando busco las raíces entre vosotros, por eso celebramos su cogida, porque la luz pudrirá el fruto. Pertenece a su libro titulado El secreto de sus naranjas, no es un libro de temporada, puede leerlo en cualquier época del año, y hasta cualquier año. Poemas para pensar y repensar en tiempos pasados y presentes, en lo que se fue y vuelve de otro modo, o tal vez no vuelve. Aunque la ciencia lo intente, y nos engañe, las naranjas volverán otro otoño, recreando esas banderas anaranjadas que no ondean en los mástiles de las ramas. Esas banderas que son los colores de una patria sin fronteras y sin rencores.

MUERTOS

Muertos

Lo que habría dado por ver la cara –el gesto, la expresión, el suspiro- de ese gerente de afamado centro comercial –de apellido británico- tras escuchar la petición que le formuló doña A. Imagino a doña A vestida de domingo, maquillada suavemente, empapada en perfume caducado, esencia de canela tal vez, sentada frente al gerente de la gran superficie, en su despacho de la última planta –céntricas vistas al otro lado de la cristalera. Doña A le pidió permiso al gerente para esparcir las cenizas de su difunta amiga doña B, en la cuarta planta del centro comercial, en la esquina de Moda de Señora que hay junto a la cafetería. Pero, ¿eso cómo va a ser?, apenas pudo decir el gerente –un intenso e inesperado calor, como si alguien hubiera puesto en funcionamiento una calefacción interna, le fabricó un bigote de sudor sobre el labio superior. Es que aquí hemos sido muy felices, se limitó a responder doña A con gesto compungido, agarrada a su pequeño bolso de charol negro, dispuesta a todo con tal de convencer al gerente. Supongo que no accedería a la petición, aunque la imaginación me regala una estampa surrealista, digna de los Cohen, donde unas alas de ceniza desfilan entre las maniquís y los electrodomésticos, entre las tablas de surf y las bicicletas elípticas antes de perderse en ningún lugar. Esta historia, que podría entenderse como una broma algo macabra, tipo cámara oculta, no deja de ser una historia real, y temo que no se trate de una excepción. De hecho, eso que llamamos sociedad del bienestar –y que disfrutamos unos pocos-, y que ya ha inventado una serie de extrañas enfermedades y malestares, también ha perfeccionado los que podríamos definir como nuestros rituales funerarios, y que vienen a ser muy semejantes a los que descubrimos en las cavernas de nuestros milenarios antepasados, pero en versión sofisticada. Rituales que, como nos sucede en vida, también se rigen por las denominadas clases sociales, porque hasta el descanso de los muertos se paga: un panteón para los pudientes, una simple placa para los menos agraciados, pino y caoba, etc.

Durante esta semana se ha hablado, y mucho, de muertos, entierros, cifras y caprichos –que por fecha toca- en los diferentes canales de televisión, radios y periódicos –y lo de doña A sólo es un ejemplo. Un empresario inventó eso de crear un diamante a partir de las cenizas de tu ser querido, o lo que podríamos entender como la versión más refinada –y negra- del reciclaje. La incineración ha cobrado fuerza, pero aún se sigue optando por el método tradicional, pero con variaciones al gusto del consumidor. Por ejemplo, recuerde al ser querido el uno de noviembre –o cualquier día que le convenga- con una corona donde se reproduce el escudo del equipo de sus amores, o con una losa donde se puede ver su rostro –como un tatuaje en la piedra-, o un horno de leña si era panadero o cuatro rosas si era florista o le gustaba la bebida, que todo puede ser. Precios que se elevan más de un doscientos por cien, colas en los cementerios, cal y barniz, escaleras plegables y misas abarrotadas: imágenes más que frecuentes, que componen ese guión que cada año repetimos, mientras don Juan se declara –o le tira los tejos- a la cándida Inés. Frente a la gran eclosión casi rococó tan típica del uno de noviembre, como contraste, podemos encontrar todos esos nichos olvidados, sucios de abandono, siempre huérfanos de flores, con inquilinos que el polvo y el descuido condenan al más absoluto de los anonimatos. Como siempre suele suceder, entre los dos puntos, entre la exageración y la ignorancia, tal vez encontremos la tendencia/lugar más apropiado. En cualquier caso, la inversión en el ritual funerario es la que menos se disfruta, los que aquí nos quedamos cargamos con la pena y con la factura de rigor, mal negocio. Además, hay algo de excéntrico –y de irónico- en todas esas peticiones que solicitamos para cuando ya no podamos comprobar si se han llevado a cabo según nuestro antojo. Tal vez todos, de una u otra manera, busquemos un hueco en eso que llaman eternidad.

MUDANZA

Siempre me ha provocado una profunda desolación ese entrenador de fútbol que despiden a mitad de temporada. Y es que imagino estampas muy similares a esas que nos ofrecen las películas realistas alemanas de los sesenta y setenta. Películas de directores con apellidos impronunciables. Todo muy frío y áspero, el escenario perfecto para que la soledad represente su gran actuación. Amplios salones vacíos, cajas de cartón esparcidas por el suelo, dormitorios sin fotografías en las mesitas de noche, despertadores sin hora establecida, frigoríficos huérfanos, apenas un par de latas de cervezas y un paquete de salchichas caducadas. Paredes en las que podemos descubrir los cuadros que ya no están. Las marcas de la puerta, representando las medidas de Ana o Jaime con dos, tres y cuatro años. Una gota que cae lastimosa y repetidamente del grifo del lavabo. Al fondo del pasillo, el teléfono suena, sugerentes ofertas aguardan, pero nadie responde. Puede que por estas imágenes comprenda a los entrenadores que deciden alojarse en un hotel, que viajan solos en cada nueva aventura, sin la compañía de los suyos, de la familia, del hogar. Cuesta muchos años y esfuerzo construir tu propio hogar. Que las habitaciones desprendan un olor que no nos sorprenda, que las estanterías se amolden a nuestro desorden, que la luz sea amable, que los pomos de las puertas respeten nuestros movimientos, que los suelos dejen de gemir. Cuesta mucho convertir un espacio neutro en un espacio propio, íntimo. Tu espacio. Puede que por eso muchos entrenadores sean proclives a establecer su hogar en un punto concreto, al que siempre tienen la oportunidad de regresar, cuando el delantero de turno le amarga la existencia por ineficacia propia o eficacia rival. Abandonar una habitación, aunque haya sido tu habitación durante varios meses, no es lo mismo que abandonar tu hogar y empezar de nuevo.

Podemos buscarle los beneficios y virtudes a la mudanza, que las tiene, sí, las tiene, pero la amargura que nos regala las supera muy ampliamente. No conozco a nadie que le gusten las mudanzas, del mismo modo que no conozco a nadie que le guste despedirse de su familia, de sus amigos, de los seres queridos. La emoción de lo desconocido, de lo que vendrá, que puede que sea mejor, nadie lo duda, no es la tirita capaz de cerrar la herida. Porque la mudanza tiene mucho de herida, sí, de perdida, de tiempo y recuerdos que se van. No es bueno vivir de recuerdos, nos cuentan, y repetimos en voz alta, disciplinados, pero muchos de ellos nos gustarían que siguieran formando parte del presente. Y aunque los recuerdos forman parte del mundo de lo abstracto, nosotros los asociamos a espacios tangibles, concretos. Ese cajón en el que guardamos nuestras primeras gafas, el cuarto de baño donde despertaron las hormonas, el balcón al que me asomaba cada mañana, el sillón en el que tomaba asiento mi madre, un frasco de colonia de papá. Te dices y te repites que los recuerdos son inmateriales, que ya están dentro de tu memoria, argumentos reales, sí, pero a ti te gustaría seguir conviviendo con el objeto, con lo concreto. En cierto modo, te gustaría seguir estando o disfrutando de ese ayer.

Quién no ha perdido algo en una mudanza, lo que sea. Libros, los grandes castigados. En realidad, no se pierden tantas cosas en las mudanzas: se incorporan a un nuevo orden que nada tiene que ver con tu propio orden. Y es que el desorden no existe, cada cual cuenta con su propia definición. La mudanza, el despedirte del pasado, o de la representación concreta del pasado, la cuenta perfectamente Pablo García Casado en su poema Ajuar: Vendió su casa para pagar las deudas, sólo se quedó lo necesario. Estamos bien, dice, un piso más pequeño, más fácil para limpiar. El resto está en una nave que tiene su hermano en el polígono. Vitrina Luis XV, cómoda de caoba, vajilla, protegidas del frío y la humedad por un plástico transparente. Todos los domingos, muy temprano, toma el autobús hasta el polígono con una bolsa de trapos y productos de limpieza. Con frecuencia, esa nave del cuñado es un espacio indefinido de tu memoria y el autobús se toma cada mañana, nada más despertar, mientras esperas que el olor deje de sorprenderte y las baldas de la librería comiencen a curvarse. También puedes abandonar la habitación del hotel, pagar lo debido, y regresar al hogar.

LA NOVIA

La novia

Estrena barra de labios, de una tonalidad que cuesta concretar. Tiene algo de rojo, sí, pero también de esos melocotones maduros del verano. No hablamos de naranja, en cualquier caso. Le perfila los labios con esmero y se separa unos centímetros para comprobar que maquillaje, colorete y rímel cumplan con su cometido. Un momentito, dice mientras se muerde el labio inferior. Toma la brocha y extiende una ligerísima capa de colorete. Ahora sí. Espera, que te termino de peinar y ya estamos. Ven conmigo.

Carmen toma de la mano a la Luisa y la conduce hasta el espejo que hay en el dormitorio, junto a la ventana. Luisa no puede, tampoco quiere, disimular la sonrisa de satisfacción que le decora la cara cuando se descubre, en el espejo. Carmen comparte, del mismo modo, con semejante intensidad, este momento, tal vez fugaz, de dicha, empleemos la palabra felicidad, incluso, con lo que nos cuesta utilizar la palabra. Sí, la felicidad que dura un segundo también cuenta. Y ahora viene lo mejor, dice Carmen, y con mucho cuidado, como si se tratara de un cristal muy frágil, coloca sobre la cabeza de Luisa el velo de un vestido de novia.

Mírate ahora, de pies a cabeza, qué me dices, que ni has cambiado de talla, puñetera. Invadida por una intensa emoción, Luisa no puede impedir que sus ojos se llenen de lágrimas, que escapen de ellos, que recorran sus mejillas, en dirección a la barbilla.

Con lo que me ha llevado maquillarte, ¿me vas a hacer esto? Le reprocha Carmen entre sonrisas, contagiada por su emoción.

Con un pañuelo de papel seca sus ojos y retoca sus mejillas con la brocha impregnada de colorete. Lo guapas que iban tus sobrinas llevando los anillos y las arras, una cosa, y vaya cómo entraste tú, que ni en las películas, no se ha visto una cosa igual en tu pueblo, que me lo han contado tus vecinas. Porque todavía hay gente que se acuerda de tu boda, de lo bien que se lo pasó, que hay quien dice que no ha probado un jamón tan bueno en su vida, lo que yo te diga, que eso me lo ha contado más de uno y más de dos, que bien sabes que no me estoy inventando nada. Y Luisa asiente, complacida, orgullosa, feliz. Sí, hay recuerdos que te procuran un instante de felicidad. Pasasteis la noche de bodas en el Meliá, en la última planta, que tenía unas vistas de escándalo y a primera hora, nada más despertaros, no más de las ocho, que tu Manolo era así de inquieto, el puñetero, que no paraba ni un momento, hicisteis la maleta, os montasteis en la Vespa y caminito de Madrid.

Puede sentir Luisa el rugido y el temblor de la motocicleta, los baches y las curvas, el viento en la cara. Un brillo diferente, como si un rayo de sol se hubiera colado repentinamente a través de la ventana, aparece en los ojos de Luisa, que puede ver como en el espejo su piel rejuvenece, volviendo a ser la mujer joven que un día fue. Dos días en casa de tu cuñado, que tenía un piso estupendo por el Palacio Real, antes de coger el avión para ir a Mallorca. Luisa puede escuchar de nuevo el zumbido de los motores en el que fue su primer –y único- viaje en avión. La sensación del despegue. Ver el mar a través de la ventanilla, un universo azul allí abajo, tan bello como amenazante. Casi siente el salitre en sus manos. Los aplausos al comandante cuando el avión tomó tierra. Qué susto, Manolo.

Anda que no lo tuvisteis claro, que no esperasteis ni un día, que nueve meses después ya estaba Juanito aquí, que eso se llama tener puntería. Luisa se acaricia el vientre, muy despacio, ahora es plano y durante varios meses fue curvo y duro, y le gustaba acariciarlo como está haciendo ahora, muy despacio, centímetro a centímetro. A través de la piel, intuía sus manos, sus piernas, su cabeza, e imaginaba cuál sería su sexo, el color de sus ojos o el tamaño de su nariz. Y cree recordar que acertó.

-¿Juanito, por quién?

-Por mi padre.

-¿No se llamaba Pedro tu padre?

-No, Juan.

Luisa, ya me tengo que ir, dice Carmen, al tiempo que retira la gasa de la cabeza de Luisa. ¿Quieres que te limpie con una toallita?, le pregunta Carmen y Luisa responde negando con la cabeza. Como todos los martes y los jueves, Carmen la acompaña hasta el salón, a través del largo pasillo, agarrada a su brazo derecho. Luisa imagina que camina entre las bancadas que la contemplan con emoción, vestida de novia, de un blanco muy diferente al de este camisón de algodón que ahora la cubre. Carmen le dedica tres segundos a una fotografía, sobre la cómoda del salón, en la que puede verse a Luisa disfrazada de Blancanieves, acompañada de sus nietos. Finalmente, Luisa toma asiento frente a una televisión permanentemente en funcionamiento, y que solo está desconectada cuando Carmen se encuentra en casa. La semana que viene vamos a montar una fiesta de Carnaval, le dice Carmen en la despedida y Luisa sonríe.

LA PAYASA

La payasa, un relato de Salvador Gutiérrez Solís

La payasa

Buscó en la parte inferior del armario una caja de cartón, rectangular y grande. La agarró con las dos manos, se la aplastó contra el pecho y la dejó caer en la cama, con suavidad. Al abrirla, el dormitorio se inundó del olor encerrado: lavanda. Extendió sobre el edredón las diferentes piezas, que volvió a planchar con la mano muy delicadamente. Fue más una caricia. Tras ponerse la redonda nariz roja de plástico se miró en el espejo: peluca color zanahoria, rotundos coloretes, cejas pintadas de negro, exageradas pestañas. Se repasó el uniforme: amplio pantalón negro, sujetado con dos tirantes, también negros, zapatos de charol como barcas en los pies, una camisa de rombos blancos, verdes y rojos. Para finalizar, los últimos accesorios, un bastón blanco y negro y un bombín, que nunca llega a estar sobre su cabeza. Conforme con lo que ve, Marta se dirige a la cocina y abre el frigorífico, de donde extrae una enorme tarta de chocolate, galleta y natillas. Con cuidado, la coloca en una caja blanca de cartón y se dirige al garaje comunitario: plaza 102, Toyota Corolla 6402BPY. Ocupado el maletero por un amplificador, varias telas y una pequeña escalera plegable, deposita la caja con la tarta en el suelo del asiento del acompañante. Nada más salir a la calle, al final de la rampa, tiene que frenar para dejar paso a una mujer que camina acompañada de sus dos hijas. La menor descubre a Marta, al volante, al otro lado del cristal, y la expresión de su cara cambia en un instante: es miedo, pánico incluso. Vaya tela la peliculita, voy a tener que cambiar de disfraz a este paso, se lamenta Marta, que conecta la radio. Suena una canción de los Smiths que consigue trasladarla a otro tiempo, años atrás. Era joven y le gustaba bailar los viernes por la noche, hasta el amanecer.

Diez minutos de trayecto, hasta llegar a una urbanización ubicada hasta lo que no hace tanto eran las afueras de la ciudad. Ya no, de la mañana a la noche pasó a ser una zona cara, con centros comerciales y pistas de paddle. Una zona de expansión, la califican. Tras descender de su automóvil, se dirige al edificio 5 y pulsa el piso 2ªD. Soy la payasa, vengo al cumpleaños de Nacho, responde Marta. ¿Payasa? Pregunta una dubitativa voz de hombre, a través del telefonillo. ¡Sorpresa!, grita Marta eufórica, y la cancela se abre. En el portal se cruza con un hombre y una mujer que la observan desconcertados, pero Marta ya está acostumbrada a esas miradas. Se sabe a salvo bajo el disfraz.

Tres segundos después de pulsar el timbre, un hombre de unos 35 años, moreno, se llama Eduardo, abre la puerta.

¡Ya está aquí Loquita, la payasa!, se presenta Marta, ofreciendo la caja de cartón que contiene la tarta de galletas, chocolate y natillas. Perdón, pero es que no hemos contratado ninguna payasa, le informa Eduardo, con cierto pudor. ¡Sorpresa!, exclama Marta, y se cuela en el interior de la vivienda. Eduardo sonríe con extrañeza y conduce a Marta hasta el salón, donde 7 niños rodean una mesa repleta de bocadillos de chocolate, de chorizo con margarina y batidos de vainilla y fresa. Gloria, la pareja de Eduardo, le exige una explicación a éste con la mirada, a lo que responde encogiendo los hombros. Seguro que es obra de su hermano, para así justificar que nunca viene a ver su sobrino, y eso que es el padrino, se cree que con dinero todo se paga, piensa y no dice Eduardo, al mismo tiempo que Gloria supone que Eduardo está pensando justamente eso mismo, que le ha repetido mil veces. Munición de mil discusiones.

¿Dónde está Nacho?, pregunta una desaforada Marta, con los brazos abiertos, y un niño de pelo negro responde temeroso, levantando la mano.

Lo de Stephen King no tiene nombre, resopla Marta interiormente.

Durante más de una hora Marta repite su repertorio de canciones, bailes y juegos habituales, consiguiendo desde el primer instante la complicidad de todos los niños. A su lado, son felices, y ella también parece serlo. Se muestra especialmente cariñosa con Nacho, el “cumpleañero”, al que concede todo el protagonismo. Se esmera Marta, como si se tratara de un ritual sagrado, a la hora de interpretar la escenografía de apagar las 8 velas, música y luces se incorporan a la función. Cumple con el guión.

Le encanta a Marta cuando en la despedida los niños le ruegan que no se vaya, que se quede unos minutos más, pero por propia experiencia sabe que es el momento de marcharse. Ese momento justo, que aún te echan de menos, que no hayas empezado a aburrir.

Por curiosidad, ¿quién te ha enviado?, no puede evitar preguntarle Gloria en la despedida, junto a la puerta.

¡Sorpresa!, repite Marta la respuesta de otras ocasiones.

De regreso a casa, tras despojarse de la peluca, maquillaje, pestañas y nariz roja de plástico, Marta se tumba en la cama y toma la fotografía que hay sobre la mesita de noche. En ella aparece un niño moreno, de cara redondeada, en el preciso momento de soplar una vela con la forma del número 8, en el centro de una tarta de galletas, chocolate y natillas. Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, comienza a tararear.

UTOYA

Llovía a mares el día que nació B. Bien es cierto que la lluvia no es una noticia en la ciudad de B, es lo habitual. Primer hijo, sus padres celebraron su llegada con gran alegría. Si mira a la pantalla de la derecha, puede ver a B en su cuna, duerme feliz; los primeros pasos, a continuación, se apoya en una mesa de cristal para no perder el equilibrio; sopla las velas de su tercer cumpleaños, ahora.

Si le apetece, si sigue mirando la pantalla, también puede ver a B con su primera espada, de plástico, con el mango marrón. Le encantaba a B esa espada, jugaba durante horas con ella, bien agarrada a su pequeña mano.

Tal vez fue a la salida del colegio cuando B escuchó la palabra «moro» por primera vez. Un adulto casi la gritó, con ese desprecio, con ese asco, que podía contemplar en los labios de su padre cuando descubría «caca» en su pañal. Años después, «moro» dejó de ser una palabra chirriante para B. Más, junto a algunos de sus amigos, B amplió el número de palabras con esa musiquilla deleznable: judío, negro, sudaca, maricón, bollera.

El día que sus padres le regalaron su primera videoconsola, la Play 1, descubrieron a B hipnotizado, con una sonrisilla de satisfacción decorando sus labios, mientras contemplaba la fanática y excitada oratoria de un telepredicador en un black trinitron que estaba de oferta, en el pasillo de al ladoAcercaos, tengo algo importante que contaros, repetía incesantemente el telepredicador a sus feligreses.

B cambió sus habituales espadas por el mando a distancia de la consola. Junto a su gran amigo, A, encerrado en su habitación -con las paredes cubiertas con fotografías de Mussolini, Franco o Pinochet-, sin prestarle atención al reloj, B pasaba las horas arrebatándole a los musulmanes ciudades y países. Soñaban ser valientes caballeros templarios. Entre partida y partida, A y B comenzaron a hablar de política, y muy pronto dedujeron que los males de este mundo estaban provocados por los «moros», por los «negros», por los comunistas, por los marxistas, por los socialdemócratas, por la izquierda. La izquierda, como concepto, desbancó al Islam en el podio de odio establecido por B. Después de cientos de horas de charlas y discusiones, una mañana, muy temprano, A y B se afiliaron a la sección juvenil de un partido político ultraconservador. En la primera charla, les explicaron que todo lo que es diferente es peligroso. También emplearon las palabras dañino, tóxico y malo. Malo.

Momentos duros: sus padres se divorciaron y la relación con los compañeros de partido no era la que habría previsto. B daba por sentado que el resto de chicos pensarían como él o como A, y cuando descubrió las primeras miradas de horror o de desprecio cuando intervenía decidió solicitar la baja voluntaria.

B compró una pistola, ligera, negra, semiautomática. Hoy mataremos a Zapatero y a su socio Bin Laden, gritaron los amigos antes de vaciar los cargadores en las afueras de la ciudad. B descubrió que aquello, disparar de verdad un arma, el tacto del dedo en el gatillo, era mucho más divertido y emocionante que cualquier videojuego, incluso que esos videojuegos ilegales que coleccionaban.

Por las noches, B comenzó a escribir en los foros de los periódicos, en su versión digital, con sobrenombres que recopilaba de la Biblia. Aunque no guardara relación alguna con el tema, B siempre reivindicaba una Europa «blanca» y conservadora, que mantiene con firmeza sus fronteras impidiendo la llegada de inmigrantes y que se aferra a sus valores más tradicionales. 

Tenemos la sagrada misión de limpiar nuestra tierra antes de que el mal siga extendiéndose, escribió una madrugada.

Creó B perfiles falsos de Facebook Twitter y empezó a amenazar a políticos de izquierdas, inundando la Red de todo tipo de calumnias que inventaba, impulsado por el odio que crecía en su interior. Hasta A, durante un tiempo, lo esquivó. Había dejado de ser divertido estar junto a su amigo, constantemente excitado y malhumorado.

En la televisión pasaban el festival de Eurovisión, B empezó a escribir en una libreta el guión de la historia que soñaba representar. Instalado, durante semanas, en una solitaria granja donde prepara los explosivos, entiende que ha llegado el momento, que tiene que dar un paso adelante para cumplir con la gran misión que le han encomendado.

Descubre horrorizado que su objetivo, los jóvenes socialdemócratas que se reúnen en una pequeña isla, tiene el atrevimiento de rendir un homenaje a los republicanos españoles que lucharon contra el fascismo. Ya no hay marcha atrás. Descuelga del armario el uniforme de policía, comprueba que los cargadores de todas las armas que ha comprado cuenten con la munición suficiente, llena el depósito de la lancha.

La explosión en el centro de la ciudad se produce a la hora y en el lugar indicados, el caos se ajusta al plan establecido. A pesar de todo, el agua está en calma. Una vez en la isla, cobijado bajo la apariencia de un eficiente policía, no tarda en convencer a algunos de los organizadores del encuentro socialdemócrata de la necesidad de reunir a los jóvenes asistentes para explicarles lo sucedido en la ciudad. 

Acercaos, tengo algo importante que contaros, les dice.

MAESTROS

El maestro es el gran artesano al que entregamos lo mejor y más importante que tenemos: nuestro futuro.

Nueva clase, nuevos compañeros, nuevos maestros. Precisamente de los maestros, de su figura, de lo que representan y constituyen, se ha hablado mucho durante los últimos días. Mis maestros, mis profesores, forman parte esencial de mis recuerdos, y no porque los recuerde con cariño, que es así, o por determinadas anécdotas o pasajes, que también. Los recuerdo porque les debo mucho, porque sin ellos no sería la persona que hoy soy; los recuerdo porque fueron fundamentales a la hora de trazar mi trayectoria vital, porque me guiaron, porque me ilustraron, porque me enseñaron, pero también me educaron, completando perfectamente la tarea de mis padres y hermanos. No conservo una imagen negativa de mis maestros, todo lo contrario, porque hasta con los que menos relación mantuve, porque eso que llamamos “química” no funcionó, siempre me aportaron algo positivo, porque lo poco que sé me lo aportaron ellos. Al cabo de los años, puede que las canas ayuden en estas reflexiones, he comprendido que hay determinadas facetas de mi personalidad y de mis inquietudes que comenzaron a construirse a partir del contacto y del aprendizaje con algunos de mis maestros.

Los sistemas educativos siempre estarán en cuestión, siempre, y yo elogio ese inconformismo permanente. La educación es el valor más sagrado y fundamental que debe mimar y primar una sociedad por encima de todo y todos, y nunca debe ser complaciente con ella. Tenemos que cobijarnos bajo la piel de un fiscal, y padres, profesionales, organizaciones políticas y ciudadanas, todos, debemos controlar y analizar nuestro sistema educativo, cada día. Porque la educación y, por tanto, esos chavales que hoy llegan con legañas a las aulas, son la única garantía real de futuro y progreso. Si queremos ser mejores, en todos los sentidos, no poder escatimar ni un solo recurso en la educación. Es más, tenemos que crecer, cada día apostar más y más por la educación.

Más allá de las cuestiones ideológicas o programáticas, y hasta electoralistas, creo que harían bien todos los partidos políticos en sacar de la escena, en dejar de poner en cuestión, determinados logros que tanto nos han costado alcanzar, como son la sanidad, las políticas sociales y, sobre todo, la educación. Durante décadas, los maestros ejercieron su profesión gracias a un más que manifiesto compromiso con la sociedad, como un hermoso ejemplo de lo que es la vocación, ya que social y laboralmente no estaban reconocidos. Las célebres y extintas “casas de los maestros” existían por una simple cuestión de caridad: sus sueldos no les permitían desarrollar una vida autónoma. La Democracia prestigió al maestro, en todos los sentidos, y tiene que seguir haciéndolo, porque todos ellos constituyen la gran locomotora que posibilita que el trayecto de la educación no se detenga, a pesar de los baches que nos podamos encontrar en el camino. El maestro, que es una palabra bellísima por todas sus connotaciones, es el gran artesano al que entregamos lo mejor y más importante que tenemos: nuestro futuro.

AUTÓNOMOS

La mayoría de los autónomos trabajan más de cinco días a la semana.

Meses atrás, la Confederación de Empresarios de Andalucía ha presentado un estudio sobre los trabajadores por cuenta propia en el que se confirman buena parte de esos tópicos y coletillas acuñadas a lo largo de los años. Repasemos algunos de ellas: no hay peor jefe que uno mismo; los autónomos no tienen horario ni festivos ni vacaciones; o, el más terrible, los autónomos nunca enfermamos. Todos esos tópicos, pero con datos, se vuelven a concretar en el referido estudio. Veamos: el 90% de los encuestados afirman haber trabajado estando enfermos, cifra que llega al 95% en el caso de las mujeres. Solo un 3% han dejado de trabajar durante más de 15 días por enfermedad. Es decir, le somos muy rentables al sistema sanitario, pero se trata de una rentabilidad sin retorno. El 50% trabajamos más de 5 días a la semana (lo normal es hacerlo los 7), y los datos de las horas es como para echarse a temblar: ya que por sectores se llegan a alcanzar las 65 ó 60 horas semanales, ahí es nada. Los autónomos “picamos” cuando nos damos de alta en la Seguridad Social, y la campanilla de “salida” ya no la volvemos a escuchar. Con estas cifras y realidades es normal que más de la mitad de los estudiados, un 53% en concreto, admita que es imposible conciliar la vida familiar y profesional. En cuanto a la conciliación, me horrorizan y espantan esas imágenes que contemplamos con frecuencia en las que nos muestran a mujeres que atienden llamadas o escriben en el ordenador al mismo tiempo que dan un biberón o preparan el almuerzo. Eso no es conciliar, precisamente.

Y si a todo esto le añadimos, y que nadie me tilde de materialista, que no sabes cuánto vas a cobrar, y con frecuencia tampoco cuándo ni cómo, el retrato o relato del decorado que rodea al autónomo no resultado muy acogedor, siendo muy suave y comedido en la elección del adjetivo. Por todo lo anteriormente expuesto, y mucho más que me dejo en el saco de las lamentaciones, es fácil de entender que en los últimos años se repita la preferencia de los jóvenes por opositar para acceder a una plaza en cualquiera de las administraciones públicas. Ponga una nómina en su vida, con sus pagas extras, y sus productividades, todos los meses, llueva o truene. El paraíso de la tranquilidad. El estudio presentado por la CEA debería haber incluido parámetros, cómo decirlo, psicológicos o emocionales de los encuestados. Niveles de incertidumbre, rachas de ansiedad, consumo de tila, melatonina y Orfidal, kilos de uñas roídas, acumulación de latidos extra y demás variables tan frecuentes en la vida del autónomo. Porque es duro serlo, arrancar especialmente, introducirte en la nebulosa de cada mes, con sus hipotecas, deudas, cotizaciones y demás miembros de ese ejército teñido con el rojo “cargo” sin saber que nos aguarda, si habrá un poco de luz al final del camino, si es que hay camino. Es duro ser autónomo, insisto, y mucho más en España, sobre todo si uno analiza las diferencias de trato en buena parte de los países europeos.

Aquí la célebre tarifa plana de 60 euros (no son 50), que solo dura un año, se vende como un éxito incomparable, mientras que en países como Alemania, Francia o Portugal es 0 euros en los primeros años. Por cierto, aprovecho para recordarle al nuevo Gobierno de la Junta de Andalucía que pongan en marcha ya esa tan cacareada y vendida medida de ampliar la tarifa plana a dos años, porque siguen sin hacerlo, aunque digan que sí lo han hecho. Y, lo más importante, en buena parte de los países europeos, se paga en función a lo que se factura, ¿a qué es lógico? ¿A qué es muy fácil de entender? Pues no, aquí se paga sí o sí, se facture o no, y hay muchos meses, muchos, en los que no se factura nada. A ningún autónomo le importaría pagar, de ese modo, muchísimo en impuestos, porque supondría que has facturado también muchísimo. Con esa medida, tan simple como incontestable, la mayoría de los autónomos podríamos respirar tranquilos, aunque las ventas de tila, melatonina y Orfidal desciendan. Hablamos de proporcionalidad, que en este caso en sinónimo de justicia.

El final del verano

Final del verano y comienzo del curso

Suena a imagen de Verano azul congelada en el tiempo, la lluvia torrencial cayendo sobre el paseo marítimo, la terrible despedida de los amantes juveniles, los amigos, las excursiones en bici –BH-, los juegos en la arena, los revolcones de las olas, el olor de las sardinas a la brasa. También suena a canción triste y amarga, cuatro acordes y un estribillo facilón, que no requiere de muchas palabras. Y yo también le encuentro aroma de película sesentera protagonizada por Natalie Wood, radiantemente joven, espléndida, entre los brazos de un Redford sin arrugas, rubio como la cerveza.

La poética de rima libre de nuestras pequeñas tragedias, la imposición de la rutina, el canto mudo del regreso indeseado y esperado al mismo tiempo, la soledad del viajero que no llega a ninguna parte. Siete kilos de metáforas o de lo que usted quiera, pero las toallas de la playa ya están en el tendedero y las costuras de las maletas comienzan a restablecer su tensión habitual. Liposuccionadas hasta dentro de unos meses. Con o sin vacaciones, hayamos viajado o no, el final del verano tiene un componente tristón, de fiesta que se acaba, de resaca sin Aspirina, de beso que se fue demasiado rápido, apenas sentimos su roce. Porque septiembre, el final del verano o de las vacaciones, que con frecuencia lo concentramos en la misma cosa, ha conseguido algo que el calendario lleva intentando 2019 años: la sensación de que un tiempo se acaba y comienza uno nuevo. Porque no es diciembre, no, con sus uvas y sus campanadas, y con el hortera no vestido de la Pedroche, ni con sus rebajas posteriores y sus propósitos y enmiendas. No tiene enero, tampoco, ese poder, por mucho que el calendario se empeñe, año tras año. Piense en todo lo que comienza en cada septiembre, repase mentalmente o haga una lista.

Final del verano

En septiembre abren, de nuevo, las puertas de los colegios, en todos los ciclos formativos, que siempre consideraré como una inmensa y feliz noticia, por todo lo que supone: rectas autopistas hacia el futuro. Comienzan todas las ligas deportivas imaginables, sobre todo la de fútbol –en Primera División-, claro, que es la reina madre de todas las ligas, lo queramos o no. Ya hemos tenido nuestros momentos de gloria y de sofoco, y nuestros piques tabernarios, y que no falten. En septiembre, además, si todo esto no fuera ya lo suficientemente importante, ponen a la venta todos los coleccionables imaginados –que no imaginarios-. En el imaginario, ahora así, en este septiembre de coleccionables podríamos encontrar El avión de Sánchez, las dos primeras piezas al precio de una, El puzle de Casado, 3.678 entregas –con suerte lo acaba en 2346-, El mapa de Rivera, con un archipiélago llamado Arrimadas, El chalé de Iglesias, con piscina y jacuzzi, o La colección de armas de Abascal, de un revólver a un tanque. Pero sigo, en septiembre, lo primero que te encuentras en el buzón es la publicidad de un gimnasio, muy baratito, y muy cerca de tu casa, ya no hay excusa. Y cuando regresas al trabajo, también en septiembre, algunos de tus compañeros mastican con nervio y desesperación un chicle de nicotina, dispuestos a dejar para siempre el tabaco.

Septiembre, como sus coleccionables, o como la Liga, tiene mucho de comienzo, de arranque, de tiempo nuevo, de aventura, en cierto modo, o tal vez nos inventemos todo esto para sobrellevar mejor eso que definimos como volver a la rutina.

Y eso que la rutina, o lo cotidiano, tiene su parte positiva, es esa pomada que no podemos dejar de untarnos si queremos que la frente no se nos llene de granos. La repudiamos y la necesitamos con la misma intensidad. El final del verano, por tanto, puede ser una canción lacrimógena, una copla malhumorada, un rock voltaico o una balada sin estribillo definido, a expensas de lo que acontezca. La cuestión fundamental, lo realmente importante, es seguir cantando, con mayor o menor virtuosismo, aunque no nos sepamos la letra y el de la guitarra se vaya por los Cerros de Úbeda. Cantar, sí, hasta que llegue un nuevo verano, que también vendrá con su correspondiente final. Como todos.