SEPTIEMBRE

En las costuras de los asientos de nuestros automóviles, en las esquinas de as maletas, en los bolsillos de los pantalones, en esa cartera que sólo utilizamos una vez al año, permanecen esos polizones disfrazados de recuerdos que certifican lo que ha dado de sí ese maldito y bendito mes de agosto que termina mucho antes de lo que desearíamos y que tarda en llegar mucho más de lo que quisiéramos. Arena de la playa, una traviesa ramita, un billete de Metro, un posavasos de colores llamativos, el plano de un museo, cientos de fotografías que nunca trasladaremos al papel, una película de videocámara. El regreso es más ingrato, no cuenta con los alicientes y expectativas de la ida, no esconde ninguna sorpresa: sabemos lo que nos aguarda. El agua que dejamos en el salón y en el dormitorio se ha evaporado, fabricando una neblina amarillenta en ese bol que empleamos para las ensaladas. Una planta no ha resistido los rigores del verano, ¿no me dijiste que le habías dejado un plato lleno? Sobresaltamos a la lavadora con trabajo extra tras un mes en el limbo, y en las primeras vueltas bosteza el despertar de su gran sueño. Facturas y folletos publicitarios que se agolpan en el buzón. Septiembre suena a canción, en diferentes idiomas y estilos; bonito título para una película, hagamos memoria y acertemos, que la hay; en la portada de una novela tampoco quedaría nada mal: sugerente y concreto –me temo que alguien se nos adelantó-. Comienza la Liga, con sus estrellas y estrellados, con sus promesas de emoción y gloria y los colegios empiezan a desempolvar sus pupitres vacíos y sus pasillos enmudecidos. Cartillas y libros inmaculados aguardan a sus próximos e inquietos propietarios. La imaginación de los diseñadores de coleccionables aún no ha alcanzado su techo: cuberterías para niños, barcos de guerra con un pasado legendario, vehículos teledirigidos, la filmografía esencial de ese actor/director esencial. Nos juzgamos ante el espejo o sobre la báscula y nos proponemos erradicar de nuestras vidas y cuerpos todos esos hábitos que entendemos nocivos, inútiles o superfluos. Mañana una pescadita a la plancha y el tabaco no lo vuelvo a probar en mi vida. Septiembre y su realidad, que no deja de ser la rutina de cada día, nos aguarda con los brazos abiertos y mirada ojeriza, como esa madre que espera a su hijo de madrugada. Los informativos volverán a repetir ese reportaje del trauma postvacacional, y yo siempre me preguntaré cómo será el trauma de aquellos que no hayan disfrutado de unas vacaciones o, peor aún, de aquellos que no tengan trabajo. Ha llegado, sí, septiembre, el odiado, el mes más ingrato; ha llegado, sí, septiembre, repitámoslo con todas sus letras -10 si no me equivoco-, y crucemos los dedos –los de las manos y los de los pies si contamos con la contorsionista habilidad-, para que lo que volvamos a maldecir, una vez más, el año que viene por estas fechas.

LA VIDA EXTRA DE CARMEN PUERTO

Ha llegado estos días a las librerías, así como a las diferentes plataformas de venta digital, Los amantes anónimos, la primera entrega o historia protagonizada por la inspectora Carmen Puerto. No exagero si afirmo que es la publicación que me ha hecho más feliz. Feliz y curado, reparado, eso de la espinita clavada. Y es que esta novela estaba condenada al silencio, a formar parte del oscuro, tenebroso e interminable vagón de los libros perdidos, ya que en su día ni tuvo la oportunidad de iniciar su camino. Un accidente del pasado que prefiero olvidar, ya que propició que pasara tres años sin escribir absolutamente nada, ni una línea, salvo estos artículos semanales en este periódico. Pero un día, tal vez impresionado por las noticias e informaciones que contemplaba y leía, los casos de Diana Quer, Laura Luelmo y Asunta Basterra me sobrecogieron sobremanera, Carmen Puerto, esa policía furibunda, inteligente y sombría, regresó a mi vida. Yo sabía que lo haría, nunca permití que hiciera la maleta, como tampoco me despedí de ella, conscientemente. De esa confluencia de circunstancias surgió El lenguaje de las mareas, en la que narraba la desaparición y búsqueda de dos adolescentes en Punta del Moral, Ayamonte, muy cerca de Portugal. Una novela que sigue sumando lectores, día tras día, que ya cuenta con varias ediciones en varios soportes, y que ha posibilitado, tal y como se tratara de un salvador flotador, que Los amantes anónimos, y por tanto Carmen Puerto, cuente con esta vida extra, o vida nueva, que todavía divago cuál de las dos expresiones debo emplear. En este cúmulo de circunstancias, no me puedo olvidar de la editorial Almuzara, de Manuel Pimentel y Javier Ortega, muy especialmente, que apostaron desde el inicio por El lenguaje de las mareas, convencidos del potencial de su protagonista.

A veces creo que no tenemos en cuenta, sobre todo a quienes la contemplamos desde la cercanía, la importancia de Almuzara. Una editorial que, desde el Sur, reivindicando el Sur en muchos sentidos, se ha convertido, gracias a su buen hacer y perseverancia, en una referencia ineludible en el mercado editorial español y latinoamericano. Y, sobre todo, se ha convertido en un espacio acogedor, cálido, para los autores, que sienten la cercanía, más allá de la tabla de Excel. Regresa Carmen Puerto a su primer caso con energías renovadas, y lo hace con más fuerza, intuición y mal humor que en El lenguaje de las mareas, que se encontraba tocada, débil tras una mala época. En Los amantes anónimos, por decirlo de algún modo, Carmen Puerto es muy Carmen Puerto, en todos los sentidos y en todas sus peculiaridades, que son muchas y muy diversas. Se enfrenta con decisión a un caso en el que se mezclan los asesinos en serie, la corrupción política a la más alta escala, el mundo de la televisión y el de las finanzas o la sociedad de la información. Pero también es Los amantes anónimos una novela sobre el sexo, sobre cómo influye en nuestras vidas y todo lo que somos capaces de hacer por satisfacer nuestros deseos y fantasías, así como también es una historia sobre la soledad. Esa soledad en este mundo tan hiperconectado, paradoja de este tiempo, que cada día es más habitual en nuestra sociedad.

Soy de los que piensan que cuando te ofrecen o conceden una oportunidad hay que dejarse la piel para aprovecharla. Y si te encuentras con una vida extra, tal y como le ha pasado a la Carmen Puerto de Los amantes anónimos, hay que entregarse a fondo y ofrecer lo mejor que tienes. Abrazarse a lo fácil siempre es la peor decisión que podemos tomar. Y aquí lo fácil hubiera sido publicar lo que se publicó. Y NO es lo que hemos hecho. Aunque respeta buena parte de la trama, es otra novela, con un final más atractivo. Una historia mejor estructurada, que conecta con El lenguaje de las mareas y con la que habrá de ser la tercera entrega, y que me encuentro en proceso de redacción. Cuando finalicé la tarea, como no podía ser de otro modo, lo primero que hice fue “enviársela” a Carmen Puerto, para que fuera ella quien diera su veredicto. Nervioso esperé su respuesta, que llegó unas horas después. Sólo dos palabras: ahora sí.

VERANO

Llega el momento de recoger lo sembrado, de evaluar lo estudiado, o no. Los chavales reciben sus notas de junio, las notas finales, las notas entre todas las notas, con expresión variopinta. Las ruedas de las mochilas reciben su merecido descanso, después de meses de charcos, hojas secas, chicles y empujones. Las avenidas despiden a esos autobuses jaleosos de asientos maltratados, de cánticos que escapan por las ventanillas. La rutina escolar dice adiós hasta septiembre. Septiembre que es el verdadero mes iniciático, el mes uno, el mes que marca el nuevo año, la nueva Liga, el nuevo curso, la nueva colección –dos por el precio de uno, todos los madelmanes-, con el permiso de enero, que seguirá engañándose en su falsa gloria, en su liderazgo del calendario, en su resaca de turrones y cavas nunca saboreados. Y justo cuando acaba el curso, la noche de San Juan, el fuego que celebra la llegada del verano, aunque el verano del termómetro ya llevemos unas semanas padeciéndolo, y cada año olvidemos la temperatura del pasado y nos centremos en el nuevo calor del presente, que siempre es más calor. El invierno refresca, afortunadamente, nuestra memoria.

Contemplando la salida del colegio de unos chavales me fue imposible no retroceder en el tiempo y regresar a los veranos del chaval que fui durante años, y que intento, por todos los medios, que siga estando vivo, o al menos dormido, en mi interior. Recuerdo que lo primero que hacía nada más comenzar el verano era agarrar un calendario y contar los días libres que iba a tener. Pero los días libres reales, los fines de semana y los festivos no los contaba, necesitaba saber cuántos días de verdad, de verdad de la buena, iba a estar sin ir al colegio. Y no lo hacía por programación o anticipación, lo hacía por puro placer, por disfrutar de un sentimiento que aún hoy me es imposible clasificar. Largos veranos en una Córdoba más árida, más callada, más lenta, una Córdoba sin Festival de la Guitarra, sin Eutopía, sin Noche Blanca del Flamenco; una Córdoba pelada y mondada. Mis veranos se centraban, casi exclusivamente, entre mis visitas a la Biblioteca, algún que otro y esporádico chapuzón en la piscina de la calle Zarco y las noches en los cines de verano, especialmente el Olimpia, que era, supuestamente, el cine de mi barrio. Curiosamente, los que vivíamos en la calle Buen Suceso y alrededores éramos, por calificarlo de algún modo, “chicos sin barrio”. En la frontera entre San Agustín, San Lorenzo y el Realejo, demasiado cerca y demasiado lejos, al mismo tiempo, de todos ellos. Caprichos del callejero.

Con toda probabilidad, aquellos veranos silenciosos y calurosos de mi infancia en aquella Córdoba inmovilista han influido decisivamente en la construcción de la persona que soy hoy, y muy especialmente en mi faceta como narrador. Me fascinaba entrar en la biblioteca, buscar un nuevo título de Tintín, El Príncipe Valiente o Astérix, que devoraba en esas largas siestas de ventilador y canciones dedicadas, a Pedrito por su cumpleaños, de Radio Córdoba. Jamás incumplí el plazo de entrega, ya que a la mañana siguiente, puntual a mi cita, renovaba el libro. Y si primero fueron los tebeos, más tarde llegaron Salgari, Hammet y Kafka. Y por la noche me aguardaba el cine de verano, en donde vi cien veces todas las películas del legendario Bruce Lee, y demás imitadores, así como las del picarón Álvaro Vitali o Esteso/Pajares, sí, pero también Ben HurLo que el viento se llevó o Psicosis. Y luego en mi casa, rodeado de hermanos que hablaban de cosas que a mí se me escapaban, mientras comía altramuces o pipas frente al ventilador, pensaba en los días que aún le quedaban a ese verano, que yo nunca sentí como árido, caluroso o silencioso

ÉRASE UNA VEZ MAYO

¿Nos da algo para la Cruz de Mayo?, le preguntábamos al nuevo posible benefactor con el que nos encontrábamos, como si la Cruz tuviera necesidades alimenticias o de cualquier otro tipo. Comenzamos con cajas de cartón, las vacías de las botellas de leche Colecor eran las más preciadas. Recias, robustas, crujientes, y muy resistentes. Eran unas botellas de litro y medio de un plástico semitransparente que luego también tenían su utilidad. Bien recortado el cuello de la botella, con su correspondiente globo, era un tirador fabuloso. Eso sí, lo que se dice apuntar, era más que complicado apuntar. Recuerdo tardes de verano desayunando una botella de Colecor, muy fría, junto a un plato de rosquillas. En ese tiempo en el que la lactosa era una ciencia ficción y la leche se consideraba como el gran alimento. Mientras más, mejor. Las Cruces de Mayo con las cajas de cartón, y decoradas con gitanillas y geranios de las macetas de mi madre. La de sofocones que le di, todo el año cuidando sus flores para que yo se las guillotinase en un plis. Y pasamos a la Cruz minipaso, en aquellos años en los que los costaleros conformaban una especie de mitología, y hasta íbamos a verlos a ensayar, como si se trataran de guerreros legendarios que practicaban con sus espadas. En la Cruz minipaso había que dividir las ganancias, ya que como poco éramos dos los que la “cargábamos”, pero también es verdad que las ganancias eran mayores, especialmente al principio. Cosas de la novedad. En muy poco tiempo, tan poco y tan rápido que me es imposible precisar, comencé a disfrutar las Cruces de Mayo desde otra perspectiva: con los codos apoyados en las barras de aluminio. Pimientos fritos, flamenquines y un poquito de salmorejo, que no falte. Durante 3 décadas viví entre San Agustín, San Lorenzo y el Realejo, en la calle Buen Suceso, imposible que las Cruces no formaran parte de mi calendario, en cualquiera de sus modalidades y situaciones.

Y lo mismo me sucede con los Patios, que siempre he considerado como la expresión más auténtica y genuina de cuantas tenemos en Córdoba. Si algo nos define y diferencia son los Patios, no me cabe duda. Porque ferias, hay muchas, al igual que catas, y las Cruces también se pueden disfrutar en otros lugares, como en Granada, por ejemplo. Pero para ver y conocer los Patios hay que venir a Córdoba. Si rebusco en la memoria del niño que fui puedo recordar los Patios antes de que tuvieran colas, horarios y aplicaciones, cuando eran microcosmos que conformaban la Córdoba más esencial. Recuerdo ir a casas de amigos donde los vecinos esperaban en el patio su turno para ir al servicio compartido. Recuerdo patios por los que atrechábamos para ir de una calle a otra. Recuerdo patios en los que se comían caracoles a media tarde, entre jazmines y buganvillas. Recuerdo patios con perros somnolientos y canarios de colores cantando en sus jaulas. Recuerdo patios en los que el concepto de familia era muy diverso, porque además de la propia tenías la que formabas con tus vecinos. Los Patios, en Córdoba, suponen lo que fuimos y que, en gran medida, seguimos siendo. Y por eso es de agradecer el esfuerzo que realiza todos los años este periódico, para que su ya célebre Guía de Los Patios siga siendo una realidad que todos podemos disfrutar.

Se me acaba el espacio y todavía me queda mucho mayo que recordar. El de la Cata, por ejemplo, o el de las ferias, porque en mi infancia y juventud yo disfruté dos por igual, la de la Salud y la del colegio, en los Salesianos. Aquellas casas del terror construidas con pupitres, que son casi los antecedentes de los escape room actuales, o la tómbola en el pórtico, o las primera fiestas y ese momento en el que sonaba Spandau Ballet y soñabas con que la chica que te gustaba dijera sí cuando la invitabas a bailar. Aunque incómoda, la Feria en Los Patos tenía su encanto, y sus peligros. En El Arenal nos adaptamos al más de lo mismo, con todas sus comodidades y demás ventajas, pero yo nunca la disfruté tanto como la anterior. Porque mayo, nuestro mayo, tiene mucho de adaptaciones y de peligros, y también de recuerdos, que ojalá pronto escapen de la memoria para volver a ser una realidad.

LEER, VIVIR, AMAR #DíaDelLibro

Me ha llevado un tiempo escoger el orden en el que aparecen las tres palabras del título, porque todas las variaciones me gustaban, todas tenían su justificación y todas me representaban. No creo que haya acertado con el título escogido, o tal vez todos los posibles títulos fueran acertados, que también cabe esa posibilidad. Y es que combinar, en mi caso, y seguro que en el caso de muchísimas más personas, leer con vivir y con amar es muy fácil, ya que los tres verbos se conjugan y se desenvuelven, con soltura, en la misma frase. Cada vez que escribo sobre leer, la lectura y los libros, a mi cabeza llegan un sinfín de palabras y expresiones amplia y repetidamente empleadas que, por eso, no dejan de ser ciertas. Por ejemplo, seguro que le suena: quien lee, vive más. Sí, es muy recurrente, pero es que no puede ser más cierta. Gracias a los libros he recorrido las entrañas de los palacios más abrumadores de París en el XIX, me he colado bajo la piel de un asesino en serie, o he soñado con una nueva vida, con otro padre que no era mi padre, en el Nueva York de los 60. He recorrido las tumultuosas calles de El Cairo, Lima o Pekín, he sentido el peso de una espada en mi mano y he descubierto en un mapa dónde se encuentra el tesoro, en aquella hermosa e inaccesible isla. Y todo eso, y mucho más, no lo he leído simplemente, lo he vivido, dentro de mi cabeza, sí, pero con una veracidad tal que no supe diferenciarla de la realidad. En esos momentos, mientras lo leía, era real. Otra frase que se utiliza mucho por estas fechas, especialmente, en torno al Día del Libro, el próximo 23 de abril, es aquello de que la lectura, los libros, nos hacen más libres. Tan simple como cierto. Todos los libros, hasta el peor que podamos leer, esconde una enseñanza, de mayor o menor envergadura, pero enseñanza. Mientras más leemos, más conocimientos adquirimos, y no sólo eso, hablemos de amplitud de miras, de nuevas perspectivas, que los libros nos ofrecen. Sí, porque nos enseñan a contemplar el mundo con otros ojos.

Y ahora voy con una de mis favoritas: quien te regala un libro, no sólo te quiere, también te estima. No sé quién es el creador, pero desde que la escuché por primera vez se me ha quedado y cada vez que puedo la repito. Regalar un libro, y no me refiero a comprar uno de la pila más alta, requiere su tiempo y esfuerzo, porque pretendes que sea consecuente, ajustado, con la personalidad del regalado. O porque pretendes que sienta lo mismo que tú sentiste al leerlo. O porque en ocasiones nos volvemos “futboleros” con determinadas cuestiones, como son los libros, y esa novela que hemos leído es la mejor del mundo mundial y necesitamos aliados en nuestra causa. O por mil motivos más, da igual. Regalar un libro tiene mucho de elegancia, de inteligencia, pero también de admiración por la otra persona. Le debo mucho a los libros, tengo claro que sin la lectura sería otra persona, y doy por hecho que peor, en todos los sentidos. Más neutra, más simple (que no sencilla), más previsible, más gris. Menos yo, o algo parecido.

Motivos más que suficientes, y otros muchos que requerirían de más y más espacio, para celebrar el Día del Libro como se merece. Entrando en las librerías, a las más cercanas, mejor, buscando en los anaqueles, comprando, sí, comprando, que sin dinero no habría ni editoriales, ni librerías, ni escritores ni libros. Tengamos en cuenta que el gran objetivo del 23 de abril, además de recuperar y prestigiar fechas simbólicas, es el de que los lectores y los libros se encuentren, que por lo menos haya ese primer encuentro. Lo siguiente, el gran reto, es que los libros formen parte de nuestras vidas, que los naturalicemos como unos elementos más, rutinarios, cercanos y necesarios, de nuestras existencias. Ese es verdaderamente el gran reto. En este tiempo de vacunas, tenemos en las librerías las más eficaces contra la ignorancia, el aburrimiento y el pensamiento único. No tienen efectos secundarios y puedes administrarte las dosis que consideres, que su consumo abusivo, y hasta su adicción, está considerado como muy beneficioso. Yo, por si las moscas, trato de vacunarme a diario. Leer, vivir, amar.

LA NOCHE DE TODOS LOS SUEÑOS

Final del verano y comienzo del curso

Cada noche duermo peor, o cada vez son más las noches que duermo mal, parecen frases gemelas, pero esconden sus diferencias. Como los gemelos, o los mellizos, que siempre dudo en el término. Esas pecas, esa nariz más gruesa, esas orejas de soplillo. Siempre hay una diferencia, leve o gruesa, pero diferencia. Lo del dormir mal, poco también lo englobo en el mal, debe ser una cosa de los años, de cumplirlos, y tal vez por eso no lo llevamos tan mal -perdón por tanto mal-. Perdemos la tersura, la elasticidad y el sueño, qué cosas, con el paso de los años. Menos mal que no perdemos las ganas (en ganas cabe todo, o casi). Cada nueva vela que añadimos a la tarta, unos minutos menos de sueño. Y aunque en el global te acostumbras, en la noche, cuando sucede, lo entiendes como algo nuevo. Mirar la pantalla del móvil y descubrir que son las cuatro y veinte de la madrugada. Esa es una de mis horas fetiches, que he padecido en mis noches de los últimos meses. Ha sido tan frecuente, tan reiterado, que cuando el reloj ha sobrepasado el umbral de las seis lo he sentido y celebrado como un auténtico éxito, como una anomalía. Es como un insomnio invertido, porque caigo redondo en la cama, desfallecido, apenas unos minutos tardo en dormirme. Y en soñar. Porque en los últimos meses, tal vez coincida con el inicio de esta mierda de pandemierda, he vuelto a soñar. Pero a soñar como lo hacía en la infancia: larguísimos sueños, repletos de aventuras, surrealismo burbujeante, abstracción de colores exagerados y situaciones imposibles, que puedo recordar perfectamente cuando despierto. Puedo contarlos cada mañana, como el que cuenta la última farra, viaje o conquista.

Debería dedicar todas las mañanas unos minutos a anotar en una libreta el sueño de la última noche. Un diario de sueños. No de ilusiones, o esperanzas. No, de sueños, sueños verdaderos. Los que llegan cuando cierras los ojos y tu mente es un caballo sin montura ni jinete en una interminable pradera. Tal vez los sueños representen el punto más cercano en el que nos llegamos a encontrar de la verdadera libertad. Cuando era niño, si despertaba tras haber transcurrido la noche en un sueño placentero, volvía a cerrar los ojos y deliberadamente proseguía con el sueño. Como si se tratara de una película, filmaba en mi interior la segunda parte, la secuela, y durante unos minutos creía que el sueño había regresado. Muchas veces fueron como un western actual, pero sin sangre, sin muertos, sin tragedia, aventuras para todos los públicos, que llegaban a conseguir que me despertara cansado, como si en realidad hubiera saltado y corrido como lo había hecho antes, en mis sueños. Todos tenemos sueños que no podemos contar, que no nos gustan. Esa sensación angustiosa de despertar y durante unos minutos dudar de lo que es real y no. Y te preguntas si fuiste capaz de tal y cual cosa, o si realmente te pasó eso que soñaste. Y buscamos significados a esos malos sueños como el que se busca un bulto en el cuerpo, necesitado de explicarse.

En ocasiones he utilizado los sueños como material narrativo. Sí, hay capítulos, escenas, que las he soñado previamente. Puede que eso sea jugar con ventaja. Y normalmente mis personajes son soñadores, y normalmente cuento lo que sueñan. Igual que como vestimos, lo que comemos o lo que consumimos culturalmente, lo que soñamos también nos define. Por eso tal vez los sueños deben entenderse como autoficción, aunque yo prefiero que no, que se nos está yendo de las manos, y a este paso hablaremos de metaautoficción en poco tiempo. Y no todas las vidas son interesantes de contar, compartir. Y no son tan especiales como nosotros creemos, aunque nuestra soberbia o ego nos digan lo contrario. Los sueños sí son otra cosa, están hechos de otro material, no sé si más resistente, volátil o inexplicable. Da igual, siguen siendo la magia que aparece cuando cierras los ojos y tu mente te ofrece todo eso que la realidad te niega. La noche de todos los sueños posibles, como presagio o terapia, como un camino sin árcenes, que conducen a esa cima que nunca llegamos a conquistar.

LA LUZ DE LOS POETAS

Con la muerte de Joan Margarit me he dado cuenta de varias cosas. Una: algunos premios, como le sucede al Cervantes, llegan tarde. Los premios literarios, como las fiestas de la primavera, como las subidas de sueldo, como los ascensos y como los helados, como los revolcones en los portales, hay que concederlos, y por tanto disfrutarlos, en su momento. En muchos casos se convierten en la herencia para los hijos, en disfrute de los nietos, en consuelo de viudos y viudas, porque el que realmente debería aprovecharlo, y hablo del prestigio o del reporte material, apenas cuenta con tiempo o ya no tiene cuerpo para hacerlo. Dos: la muerte de un poeta tiene mucho de fomento de la lectura. Las redes sociales se llenan con sus poemas, recuperamos entrevistas y fotografías y hasta buscamos algunos versos -que en muchos casos nunca habíamos leído- para compartirlos en nuestros muros y perfiles. Aunque dura poco esta eclosión, es una bonita despedida la que les brindamos a los poetas en su fallecimiento, repleta de belleza, admiración y emoción, que no es poco. Y tres: la muerte de un poeta, y da igual su tamaño, dimensión o trayectoria, sigue siendo un asunto menor en la contabilidad de este tiempo, si lo comparamos con el último episodio de La isla de las tentaciones, una nueva pelea por/en Cantora o un gol de quien sea, que sí son asuntos mayores, de gran importancia y consideración. De los poetas, y da igual su significación y los premios recibidos, al final de sus días raramente conservamos en nuestra memoria alguno de sus poemas. Unos versos, una metáfora. El ruido de ciudad en los cristales acabará por ser tu única música, y las cartas de amor que habrás guardado serán tu última literatura.

Unas horas antes de que comunicaran el fallecimiento de Joan Margarit, por la mañana, una mañana de mucho trabajo, de jaleos varios y muy diferentes, sin saber por qué regresó a mi memoria la imagen de un contestador automático, color vainilla, que instalé en mi casa a principios de los 90, cuando vivía solo. Tiempo sin móviles, que sólo estaban al alcance de unos cuantos acaudalados, y en una versión atroz y gigantesca, en aquellas maletas que pesaban como si fueran de plomo. En aquel tiempo, pasé muchas horas de soledad, y no la recupero con tristeza. Estaba en ese momento de la vida en el que sólo contemplas encrucijadas, y la dirección a escoger es la Primitiva con la que te levantas cada día. Comenzaba a escribir, sin ninguna intención, tampoco aspiración, como consuelo, como terapia, todo eso lo sé ahora, pasados los años. Hubo muchos días planos, solamente alterados por una carta en el buzón -aún escribíamos en papel en aquel tiempo-, o tras descubrir, al final del pasillo, sobre la repisa de madera, la lucecita parpadeando del contestador automático. El día que murió Joan Margarit yo me acordé de ese contestador color vainilla, de su lucecita roja, y de un mensaje que me llegó y que jamás nunca he sabido quien lo grabó. Hola, Salva, te he leído y me gustaría hablar contigo. Y hasta hoy. No recuerdo muchos poemas, a pesar de los miles leídos, y sin embargo esa frase permanece en mi memoria. Como un verso libre, como un enigma que tal vez nunca descifraré.

La muerte de los poetas también dejan muchos enigmas por resolver, esos poemas que pretendemos que hubieran escrito, cuando los poemas son almas libres que no se pueden programar. A menudo pienso en los poemas de mis amigos, en los que habrían escrito Eduardo García y Nacho Montoto. La pasada semana fue el cumple de Pepe, el hijo que Nacho nunca llegó a conocer, y su imagen soplando una vela con el número 4 es un poema de vida y esperanza, una señal en el camino que te marca la dirección, hacia adelante. Cuatro, los poetas dejan una señal, que brilla en la contabilidad de este tiempo tan chabacano. Me retracto. Los poetas, como todos nosotros, se mueren, antes o después, a veces demasiado pronto, pero siempre dejan un rastro, una luz en nuestra oscuridad. Una luz muy diferente a esa que parpadeaba, al final del pasillo, en ese contestador color vainilla por el que no siento nostalgia alguna.

NUNCA ES TARDE

Hay días que cuentan con un significado especial, días que tienden a emplezarnos con el futuro. Días en los que avanzamos, en los que se produce el milagro, la revelación, eso que no estaba previsto. El miércoles pasado fue uno de esos días, por el trasfondo, por los mensajes, por lo inesperado. Porque volvimos a comprender y comprobar que es posible. Sí, es posible, cuando lo intentamos, cuando lo queremos. Seguía la narración del partido de Copa entre el Madrid y el Alcoyano mientras leía las noticias que habían tenido lugar durante ese día. El Gobierno se piensa lo de adelantar el toque de queda, dijo el ministro Illa en Sevilla. Una terrible explosión llevó el caos al centro de Madrid, lamentándose cuatro víctimas mortales. Las primeras imágenes que pudimos ver nos mostraban la desolación, en estado puro. De Madrid también, de una de las grandes pinacotecas del mundo, porque lo es, el Museo del Prado, nos llegaba la reconfortante noticia de que la nueva reordenación de salas propiciará que aumente la presencia de las mujeres artistas. Nunca es tarde si la dicha es buena. Nunca una labor pedagógica debe ser despreciada, aunque llegue con tantos y tantos años de retraso. No se trata de apartar a los hombres artistas para poner en su lugar a las mujeres artistas, simplemente se trata de normalizar algo tan simple como el talento, el Arte y la Historia. Siempre estuvieron ahí, con pinceles en las manos, o escribiendo, como narraba en un preciso y precioso artículo Amparo Rubiales ese mismo día. Las Sinsombrero, todas esas mujeres a la sombra de la Generación del 27, por ejemplo, pero que también fueron Generación del 27, y ahora lo estamos empezando a descubrir. Casi cien años después, nunca es tarde si la dicha es buena, dice el refrán que siempre aplicamos a las cosas de las mujeres, a sus derechos, a sus oportunidades.

Ese día también fue el de Joe Biden, el nuevo presidente de los Estados Unidos, un soplo de esperanza, una luz en la oscuridad, tras cuatro años de incertidumbre, vozarrones y política de barra de bar. Y llega con una mujer a su lado, Kamala Harris, la primera vicepresidenta que van a tener los norteamericanos en su historia. Nunca es tarde si la dicha es buena. Pudo haber pasado antes, sí. Incluso pudieron haber tenido una presidenta, pero no fue, tal vez no era aún el momento. Que también es una frase demasiado recurrente con las cosas de las mujeres: no es el momento. Sin embargo, los hombres seguimos contando con todos los momentos. Comos todos esos políticos, despreciables, que han utilizado su condición -que nosotros le hemos dado- para vacunarse en el primer momento. Miserables es una palabra que los califica con gran exactitud. El atuendo morado de Kamala Harris el pasado miércoles fue mucho más que un color, todo un símbolo, claro que lo fue. Así como esos puños apretados de Kamala contra Obama, al que tanto hemos echado de menos. La política también ha de ser serenidad y una sonrisa. Y buenos modales. Kamala entre Lady Gaga y Jennifer López, con esa proclama en español que también es un símbolo y una marca de localización: somos latinos y estamos aquí, y también estamos orgullosos de ser americanos. Nunca es tarde si la dicha es buena.

Madridista como soy, no me escoció la derrota de mi equipo frente al Alcoyano. Mi aplauso más sincero, mi admiración por esos jugadores, perfectamente representados en su portero, José Juan, un hombre de 41 años, que el barro que lo cubría de pies a cabeza no podía ocultar la felicidad que desprendía. Pudieron. Me fascina que no siempre gane lo previsible, lo que todos esperan, lo que «ha de ser». A veces, lo que «ha de ser» es recompensar el esfuerzo y la entrega, las ganas de conseguirlo. Y el pasado miércoles vimos señales y gestos muy evidentes de querer conseguirlo. Empleando un color, un idioma o abriendo las puertas a la lógica, a la igualdad, que no es tan difícil. Insisto, nunca es tarde si la dicha es buena, y debemos celebrar que pase. Pero también me gustaría que desde ya empleáramos otros dichos, que nos trasladen a la inmediatez, al ahora, a este presente. Sobre todo, con los asuntos que conciernen a las mujeres, y que son asuntos que nos conciernen a todos.

PABLO Y LA BELLEZA

Empezar, todo joven, de nuevo aquel amor es como abrir de pronto cerrado gabinete irrespirable de agonía suntuosa. Paseaba por Roma, pensando en el artículo que le pretendía dedicar, cuando me llamaron para contarme que Pablo García Baena acababa de fallecer. En ese preciso momento, yo pensaba y me entregaba a lo que Pablo entregó toda su vida, a la belleza. A buscarla, a cultivarla, a sentirla, a disfrutarla, a amarla. Si Sorrentino hubiera conocido a Pablo lo habría convertido en personaje de sus películas, de todas, no me cabe duda. Como asesor, silencioso y sabio cardenal, confidente, en el Joven Papa. Escritor taciturno y voyeur en Juventud y, sobre todo, le habría disputado el protagonismo a Gambardella, ese amante de la belleza en cualquiera de sus manifestaciones, en La gran belleza, esa película maravillosa que el mismísimo Fellini habría disfrutado y admirado como si se tratara de una obra propia. Se nos ha ido Pablo dejándonos esa loca pulcritud que tan bien le definía y en la que, en cierto modo, convirtió su vida. Porque la suya fue una vida Fontana de Trevi, profunda y excelsa, bella y atropellada, melancólica y agitada al mismo tiempo, recatada y observada, bella en su desafío y en su aparente blancura. Umbral llamó a sus gatas Loewe y Pasionaria, que casi puede entenderse como una perfecta síntesis de lo que fue su vida, y también lo podríamos aplicar a la de Pablo. No era el amor y se llamaba Antonio. Hablaba como un indio del Far- West. Pablo alternó, con idéntica habilidad y naturalidad, los piropos a los obreros, la evocación de los amantes furtivos, con la solemnidad de un pregón de Semana Santa o un café en el Círculo de la Amistad. Y no lo hacía por protección o falso decoro, ambos mundos componían su mundo, su particular mundo en el que buscar y encontrar la belleza.La poesía de Pablo cuenta con la sorprendente luminosidad del Panteón de Roma, esa cúpula mágica en la que se suspenden los copos de nieve en los días más fríos del invierno. Cuando el frío también es belleza en Roma. He leído en decenas de ocasiones Palacio del cinematógrafo, ese poema que Ang Lee debería haber leído las mismas veces que yo antes de filmar Brokeback Mountain, esa secreta historia de amor entre vaqueros. Tus hijos estarán en su palco de congelado yeso, divertidos, mirando increíbles proezas de cowboys celestiales, y yo, ya sabes dónde: impares, fila 13. Un poema tan melancólico como trágico, tan bello como luminoso, que sintetiza a la perfección una historia de amor clandestino. Memoria, realidad o el deseo. Sin previo aviso, Pablo se presentó en la presentación de El sentimiento cautivo, una novela en la que narro las vivencias de un grupo de poetas, pintores, artistas, en la Córdoba de los años cincuenta y sesenta. Durante su redacción, Pablo siempre estuvo en mi cabeza, y he de reconocer que tuve que camuflarlo y casi emborronarlo para que no se pareciese al protagonista de la historia. Pero era él. Y puede que el propio Pablo lo supiese, pero nunca me lo dijo, tampoco yo se lo pregunté. La mermelada duró más que el amor. Recuerdo que un día hablamos de nuestro colegio, los dos estudiamos en el mismo, en el López Diéguez, aún se acordaba de la vivienda de los porteros y de la fuente del patio. Y también se acordaba de los naranjos, y de la cal, de esa infancia que nunca abandonó definitivamente. Lo tituló Los campos Elíseos y yo siempre me confundo y lo titulo El Coliseo, porque es un poemario imponente que se contempla y admira desde la distancia, como si viajáramos  tras Gregory Peck en esa Vespa que recorre la interminable avenida. No podríamos entender la poesía del Siglo XX, o la poesía de cualquier siglo, sin la obra de Pablo, impregnada de esa belleza a la que le dedicó su vida. Capilla Sixtina de azules interminables y rojos abrasadores, poética de la sensibilidad en su más perfecta definición, helado de fresa y Barroco, aljibe y taberna, Laocoonte y Pasquino, foie y salmorejo, callejuelas y paseo marítimo, costa de los sueños, fila 13 y Carrera Oficial. Cuando regrese al fuego suicida de mi patria definitivamente tú habrás muerto. Los que sentimos el aliento de la belleza seguiremos recordando y leyendo a Pablo, necesitados de latido y abrazo, de palabra y luz. Hasta siempre, maestro.

SALUD

CREO que aún nadie lo ha declarado, pero no me cabe duda de que hoy es el gran día de la salud. Salud balsámica, consoladora, la salud como placebo, me refiero, nos repetíamos. No nos ha tocado la Lotería, pero tenemos salud, que es lo verdaderamente importante, decíamos. Y mucho más en este tiempo pandémico que nos ha tocado vivir. Vivimos recluidos, semiconfinados, con mascarilla, sin abrazos y no nos ha tocado la Lotería. Durante años teníamos el bálsamo de la Salud, no nos tocaba nada, pero éramos unos afortunados, de qué nos vamos a quejar, pero que egoístas somos, qué falta de escrúpulos, nos queda la salud, el mayor y mejor bien, y que eso nadie lo dude porque no hay duda alguna, nos repetíamos. Este año lo hemos cambiado, no nos ha tocado la lotería, pero tenemos ya la vacuna, o casi.

No nos ha tocado la Lotería, nada de nada, y eso que llevabas cinco números, que este año no querías comprar, pero pasa lo que siempre pasa, cómo vas a llegar al bar, al trabajo o al portal y van a estar todos brindando con cava y tú no, pero no pasa nada si no brindamos, o hagámoslo por el gran motivo: tenemos salud. Bueno, tenemos vacuna. O lo que sea. Ojalá nos haya tocado a todos, un pellizco, para tapar unos agujeros, que todos tenemos y de muy diferentes profundidades, ojalá que sí, una buena noticia, una, tampoco pedimos tanto, en este tiempo que es una mala noticia en sí mismo. Yo he soñado durante varias noches que viajaba, que subía en un avión, y aterrizaba en Nueva York, Cuba o Roma. Pero será por otra cosa: no me ha tocado nada.

Brindo por la salud, por la vacuna, por los buenos momentos, y si es con cava catalán, no pasa nada, que las fobias son el veneno más peligroso y del que antes nos debemos alejar. Una vida envenenada no es vida. Brindemos, sí, por qué no, riamos a carcajadas, claro que sí, antes de que las lágrimas aparezcan de nuevo, porque aparecerán. Hoy es el gran día de la salud, la salud recurrente, la salud galvanizada como terapia, y también puede que sea el gran día del amor, del cariño, de la amistad, llámelo como mejor le parezca o como más lo sienta. Puede que ya nos haya tocado la Lotería, todo el billete del premio Gordo, y no nos hayamos dado cuenta. Nos sucede con frecuencia, sí, no valoramos lo que tenemos, y que tal vez es mucho, muchísimo, y añoramos lo que no tenemos, y que a buen seguro tampoco nos aporta tanto, o nos aporta menos de lo que intuimos. Es la condición humana, dicen. Búsquese la pastillita que quiera, justifique lo injustificable, enumere todo lo bueno, porque siempre hay algo bueno, súmelo, amplifíquelo y sea feliz por unos días. Aunque sólo sea por unos días. Y no, no nos ha tocado la Lotería. Pero tenemos vacuna, o casi.