SALUD

CREO que aún nadie lo ha declarado, pero no me cabe duda de que hoy es el gran día de la salud. Salud balsámica, consoladora, la salud como placebo, me refiero, nos repetíamos. No nos ha tocado la Lotería, pero tenemos salud, que es lo verdaderamente importante, decíamos. Y mucho más en este tiempo pandémico que nos ha tocado vivir. Vivimos recluidos, semiconfinados, con mascarilla, sin abrazos y no nos ha tocado la Lotería. Durante años teníamos el bálsamo de la Salud, no nos tocaba nada, pero éramos unos afortunados, de qué nos vamos a quejar, pero que egoístas somos, qué falta de escrúpulos, nos queda la salud, el mayor y mejor bien, y que eso nadie lo dude porque no hay duda alguna, nos repetíamos. Este año lo hemos cambiado, no nos ha tocado la lotería, pero tenemos ya la vacuna, o casi.

No nos ha tocado la Lotería, nada de nada, y eso que llevabas cinco números, que este año no querías comprar, pero pasa lo que siempre pasa, cómo vas a llegar al bar, al trabajo o al portal y van a estar todos brindando con cava y tú no, pero no pasa nada si no brindamos, o hagámoslo por el gran motivo: tenemos salud. Bueno, tenemos vacuna. O lo que sea. Ojalá nos haya tocado a todos, un pellizco, para tapar unos agujeros, que todos tenemos y de muy diferentes profundidades, ojalá que sí, una buena noticia, una, tampoco pedimos tanto, en este tiempo que es una mala noticia en sí mismo. Yo he soñado durante varias noches que viajaba, que subía en un avión, y aterrizaba en Nueva York, Cuba o Roma. Pero será por otra cosa: no me ha tocado nada.

Brindo por la salud, por la vacuna, por los buenos momentos, y si es con cava catalán, no pasa nada, que las fobias son el veneno más peligroso y del que antes nos debemos alejar. Una vida envenenada no es vida. Brindemos, sí, por qué no, riamos a carcajadas, claro que sí, antes de que las lágrimas aparezcan de nuevo, porque aparecerán. Hoy es el gran día de la salud, la salud recurrente, la salud galvanizada como terapia, y también puede que sea el gran día del amor, del cariño, de la amistad, llámelo como mejor le parezca o como más lo sienta. Puede que ya nos haya tocado la Lotería, todo el billete del premio Gordo, y no nos hayamos dado cuenta. Nos sucede con frecuencia, sí, no valoramos lo que tenemos, y que tal vez es mucho, muchísimo, y añoramos lo que no tenemos, y que a buen seguro tampoco nos aporta tanto, o nos aporta menos de lo que intuimos. Es la condición humana, dicen. Búsquese la pastillita que quiera, justifique lo injustificable, enumere todo lo bueno, porque siempre hay algo bueno, súmelo, amplifíquelo y sea feliz por unos días. Aunque sólo sea por unos días. Y no, no nos ha tocado la Lotería. Pero tenemos vacuna, o casi.

LEER: UN VIAJE ALUCINANTE

El viaje comenzó al otro lado del espejo, una voz aguda y familiar me dijo: ven, ven. A continuación, no atendí la advertencia de Sancho y mi cuerpo rodó maltrecho después de que los brazos de los gigantes se transformaran en aspas de molino. Don Quijote cayó a mi lado, orgulloso y enrabietado, sin poder creer lo que contemplaba; reímos cuando nuestros ojos se cruzaron. Junto a Luciano me colé en las fiestas del París más lujoso y exquisito, el París de las grandes ilusiones perdidas. Brindamos de madrugada, sedujimos a las mujeres más hermosas y tuvimos que escondernos de los maridos intoxicados por los celos, dispuestos a todo con tal de mantener a salvo su honor. Don Camilo me invitó a sentarme a su lado, en la mesa con tablero de mármol, cerca de la barra. Un café y un suizo, le indicó al camarero con aspecto de carcelero. Los hampones de los versos, los novelistas escuálidos y los gacetilleros de media pluma narraban sus épicas gestas inventadas, sus relaciones imposibles y sus glorias por venir. Ya de madrugada, cuando quise abandonar el establecimiento, el camarero con aspecto de carcelero me agarró de un brazo y me condujo hasta la trastienda: ve pagando ya, y sin dar un ruido, me dijo. Miré hacia la mesa y don Camilo había desaparecido como por arte de magia. Me gustaría pesar un sueño, me dijo Paul; quisiera pesar las palabras, dije yo. Yo he pesado el humo, que pesa lo mismo que el silencio de las palabras, respondió. Afuera, Nueva York se desperezaba con violencia de taxis que forman arterias amarillas y rascacielos que se enfrentan al cielo y a la gravedad. Las ventanas abiertas de Manhattan, justo enfrente, nos guiñaban. Chaves Nogales me contó cómo era Belmonte por dentro y me condujo a su propio exilio, y sentí su misma añoranza. He conocido las islas más recónditas del Pacífico, he cazado osos polares, me he perdido en el interior de una pirámide, unos peligrosos terroristas secuestraron el avión en el que viajaba rumbo a Bangkok, he compartido mis tardes con Teresa y cinco horas con Mario, he bailado en salones de mil espejos, he vendido vitaminas a domicilio, podría pasear por Barcelona como si fuera mi propia ciudad, sé que Las Afueras son ese punto del Mapa sin determinar y he escuchado el corazón del trapecista antes de saltar al vacío gracias a las emociones, a las vidas, a las historias, que he encontrado en los libros.Como Alicia, crucé la imaginaria frontera del espejo, e inicié este alucinante viaje en el que se ha convertido mi vida gracias a la Literatura. La envidia, la necesidad de inventar/mostrar mi propio mundo, la alargada sombra de los autores más admirados, tomaron mi mano un buen día y me trasladaron al paraíso de las ideas escondidas. Un paraíso alucinante y desordenado, un festín de formas y sombras, un baile sin máscaras, una canción que se te cuela y que ya jamás puedes dejar de tararear. La Literatura es un veneno muy contagioso; una forma de entender la vida que puede llegar a ser esclavista, adictiva y malvada, pero que, sin embargo, te reporta momentos de gran felicidad. Tal y como me ha sucedido con los personajes creados por mis autores preferidos, he sentido el vacío de la despedida, el ahogo del adiós, cuando he vislumbrado que estaba a punto de concluir una novela. He llegado a mantener una relación estable e íntima, de varios meses, de años, con mis personajes, los he criado y recreado, los he tratado de dirigir desde el teclado, pero ellos siempre adquieren autonomía propia, se emancipan y conquistan la isla de las ideas escondidas. Personajes que han sido mis amigos, mis confidentes, mis consejeros; amigos vestidos de palabras de los que me ha costado despedirme. A algunos de ellos he engañado, y les he prometido resurrecciones futuras que jamás llegarán.  La Literatura, desde cualquier lado del espejo, desde dentro o desde el cielo, siempre es un viaje alucinante, incierto y maravilloso. Entregamos el billete de ida, pero, muy pronto, perdemos el de vuelta por ese agujero del bolsillo que no queremos coser. Inmerso en el viaje, te asomas alucinado a la ventanilla y ves las ciudades pasar, los ríos, las nubes, las montañas, las vidas que llegas a sentir como propias. La Literatura, a un lado u otro del espejo, es un viaje imprevisible por un río de corriente alterna, un río que te domina y guía, que te acompaña, y que desemboca en ese gran corazón donde laten todas las palabras, todas las historias, todas las emociones.

LIBRERÍAS

El pasado viernes, aunque fuera 13, celebramos -en plural, porque es una celebración colectiva- el Día de las Librerías. Y aunque todos los días deberían serlo, por todo lo que suponen, o deben suponer, para nuestras vidas, es bueno y saludable que al menos una vez al año se subraye en el calendario. En este tiempo, muy especialmente, deberían instaurar otro día celebratorio, el de los libreros y libreras, ese gremio a prueba de fuego y golpes, resistentes como el acero, que no dejan de ser el alma, el corazón y todo lo demás de las librerías. Conozco libreros y libreras maravillosas a lo largo y ancho de la geografía española. Personas comprometidas con su trabajo, que lo entienden como un auténtico servicio público. De un conocimiento y formación fuera de toda duda; en más de una ocasión los he escuchado con la boca abierta, disertando sobre algún autor o recomendando con pasión una obra. En todas las librerías que he visitado como autor, por muy diferentes motivos, me he sentido valorado y querido, mimado la mayoría de las ocasiones. Entrar en una librería, al menos para mí, y sé que no soy el único, tiene algo de ceremonia, de celebración, de bullicioso nerviosismo infantil, ese deseo de descubrir nuevos tesoros, nuevas aventuras, nuevas vidas. Es normal que hayan relacionado las librerías con el paraíso, con espacios de libertad, con catedrales del saber y con no sé cuántas cosas más, bellas y hermosas, válidas todas ellas, y cargadas de razón. Para mí, e imagino que para muchos, sería inconcebible una ciudad sin librerías, del mismo modo que lo sería un cuerpo sin corazón o una canción sin acordes.

Necesarias, todos deberíamos visitarlas, escuchar y hablar con las personas que las gestionan, no sólo en su día, con frecuencia. Y comprar libros, sí, porque todas esas bondades antes expuestas quedan en nada cuando no se pueden pagar las nóminas, los alquileres o las hipotecas, o cuando los impuestos te estrujan o es imposible asumir nuevos pedidos, por falta de liquidez. Sí, se trata de dinero, ese mismo dinero que nos dejamos en las librerías cada vez que compramos un libro. Es un tema prosaíco, sí, llámelo como usted quiera, pero sin dinero muchos sueños y buenas intenciones se van directamente al pozo de la ruina y del olvido. Y no corren buenos tiempos para las librerías, no, no lo son, por muy diferentes motivos. Esta maldita pandemia también las está maltratando sobremanera, reduciendo aforos y horarios, padeciendo ese miedo que nos frena a la hora de entrar en espacios cerrados -aunque los datos de contagio en eventos y recintos culturales sean insignificantes-. Aunque la gran tragedia de las librerías de cercanía procede de la desigual competencia que mantienen con las megaplataformas digitales, esas que nos llevan el libro a nuestra casa en unas pocas horas, y que nosotros seleccionamos a golpe de click. Y en muchos casos el precio es exactamente el mismo, pero sin contacto humano, sin atender recomendaciones o buenos consejos, nuevamente tumbados en el sofá, tal y como pretenden que consumamos los canales de venta más importantes que dominan el negocio digital.

Aplaudo hasta el dolor de manos el nacimiento de todostuslibros.com, una iniciativa valiente, innovadora, inteligente y solidaria, que ha unido a muchísimas librerías de toda España, aferrándose a esa sabia máxima -tan antigua- que dice aquello que la unión hace la fuerza. El factor precio desaparece, es idéntico al de los gigantes, del mismo modo que lo hace el de la variedad, donde tal vez cuentan con mayor número de títulos las librerías. Y también te lo llevan a tu casa, pero cuando accedes a su web puedes seleccionar tus librerías favoritas, así como leer recomendaciones, consejos y hasta adquirir chequelibros para regalar. O sea, un magnífico concepto, en una plataforma muy bien diseñada, con todos los avances tecnológicos, pero con el calor de la librería tradicional. Qué puede salir mal. Espero muy sinceramente que nada. Porque tal vez sea la única o última manera de mantener con vida a todos esos corazones que laten en las librerías de nuestras ciudades, y que tanto calor nos ofrecen. Que no llegue el frío.

EL LENGUAJE DE LAS MAREAS. PUNTA DEL MORAL, AYAMONTE

El punto de partida de El lenguaje de las mareas (Almuzara) resulta tremendamente familiar: dos chicas jóvenes desaparecen una noche a finales de agosto en las inmediaciones de Punta del Moral, Ayamonte, después de haber estado con unas amigas en un chiringuito de la zona. No hay que rebuscar demasiado para encontrar casos similares en la crónica nacional; suceden más a menudo de cuanto uno quisiera y, por desgracia, suelen tener el desenlace más temido. En este punto, Salvador Gutiérrez Solís parece inspirarse en el caso de Diana Quer, que una noche de agosto de 2016 se dio de bruces con José Enrique Abuín, una mala bestia que le arrancó el alma de una manera atroz. Al lector también le resultará familiar la cobertura mediática que rodea este tipo de noticias; el morbo que despiertan, no el espanto; el mercantilismo que las convierte en grandes titulares. En apenas unos días, la desaparición de las dos chicas en Punta del Moral, Ayamonte, pasa a formar parte del menú diario de esos programas televisivos en manos de periodistas y tertulianos que se comportan como si lo supieran todo de absolutamente todo, que jamás dudan y raramente rectifican, ignorantes de que la duda y la capacidad de rectificación distinguen al sabio del necio.

Las chicas desaparecidas en Punta del Moral, Ayamonte, se llaman Sandra Peinado y Ana Casaño, de 17 y 18 años de edad respectivamente, nacidas en la lejana Rusia, pero adoptadas siendo bebés por dos familias pudientes que suelen pasar las vacaciones de verano en la costa onubense. El padre de la primera de ellas estaba ya en el punto de mira de la prensa por razones bien distintas, pero igualmente familiares para el lector: un caso de corrupción en las altas esferas políticas en torno a ciertos másteres falsos que involucra a la líder del Partido Nacional, un claro trasunto del Partido Popular, que ha cultivado el clientelismo con fruición, convencido de que la ciudadanía es tonta del bote. Se teme que la desaparición de las chicas sea una represalia por estos chanchullos, pero la aparición de una de ellas con vida altera la brújula de los investigadores: los rastros de semen hallados en la camiseta de la chica pertenecen a un joven de la zona que estuvo implicado en una violación grupal, años atrás; otra historia habitual en los periódicos y en los telediarios. Sin embargo, en ocasiones buscamos los demonios lejos de donde realmente se esconden: la ficción da varios sorprendentes giros y en uno de ellos se acerca al caso Asunta Basterra, ocurrido en Galicia en septiembre de 2013, en torno al asesinato de una niña de doce años a manos de sus padres adoptivos. No debiera sorprendernos esta continua labor de zapa en la actualidad; en definitiva, el tiempo presente es el territorio privilegiado por la novela negra.

El lenguaje de las mareas tiene una extraña protagonista, la investigadora Carmen Puerto -una paranoica que el autor no se decide a tratar como tal-, que vive encerrada en un apartamento de Sevilla sin apenas contactos con el exterior; ella compone el puzle desde la distancia, gracias a las piezas sueltas que va encontrando en las redes sociales y en la Internet profunda, ese inquietante abismo hodierno en el fondo del cual se escuchan reptar criaturas lovecraftianas. A pesar del protagonismo de Carmen Puerto, la historia es coral y arborescente. Salvador Gutiérrez Solís construye un complejísimo mecanismo narrativo que le permite saltar de un personaje a otro, de una circunstancia a otra, de una acción a otra, y crear el cuadro más complejo, completo y verosímil posible. Al novelista le interesan los investigadores y los investigados, las víctimas y los posibles verdugos, los ciudadanos libres de toda sospecha y aquellos otros que tienen mucho que ocultar, etc. pues todos ellos desempeñan un papel en la trama, en cualquier trama. Nada es sencillo en estos casos. Mención especial merece el protagonismo del paisaje, un territorio fronterizo en la desembocadura del Guadiana, sabiamente explotado. Lo que pasa en Punta del Moral, Ayamonte, sucede en el mundo.

Crítica de José Abad para el diario Granada Hoy, aparecida el 27 de octubre de 2020.

https://www.granadahoy.com/ocio/Punta-Moral-Ayamonte_0_1513348802.html

DE GRATIS

Aunque cueste encontrar su epígrafe en Hacienda, «escritor» es una profesión, de verdad, lo prometo, y pagamos la cuota de autónomos como el resto, y el IRPF, y toda esas cosas que hacen y, sobre todo, pagan todos los trabajadores por cuenta propia. Y repito, aprovecho el momento, es injusto e ilógico que paguemos una cuota fija mensual facturemos lo que facturemos, eso solo sucede en España, ya que en el resto de países europeos esa cuota o no existe o es insignificamente (lo pueden comprobar). E insisto, a todos los trabajadores autónomos nos encantaría pagar muchísimo en esa supuesta y espero que próxima cuota según facturación, a todos. Vuelvo. Teniendo en cuenta, y aceptando que la escritura en mi caso, la pintura o la interpretación en otros, la cultura en un sentido amplio, es un sector profesional más, con sus obligaciones laborales y fiscales como cualquiera, por qué con tanta frecuencia tengo la impresión de que hay mucha gente que no contempla de este modo. Me remito a mi experiencia personal, que es la que mejor conozco (aunque yo no me termine de conocer del todo). Desde hace años, recibo todo tipo de peticiones para participar en toda clase de actividades, en forma de prólogos, documentales, reseñas, presentaciones, textos y similares, que carecen de remuneración por la otra parte. Algunas de estas invitaciones proceden de auténticos caraduras, hay que llamarlos por su nombre, que pretenden que yo les alivie o resuelva parte de un trabajo por el que ellos sí van a obtener un beneficio. En estos casos, la respuesta es clara y muy concisa, NO. Pero también recibo peticiones de jóvenes escritores que comienzan, muy abundantes, que me llegan a plantear las cuestiones más diversas: desde que hable bien de ellos a ciertos editores/editoras, una frase para una contra o un prólogo, una presentación o simplemente consejo. Dentro de mis posibilidades, siempre trato de ayudarles, advirtiéndoles que si el texto que me envían no lo considero con la mínima calidad no los voy a avalar, en ningún sentido. No creo en las mentiras piadosas, como tampoco voy a exponer mi nombre (ya no digo mi reputación, que no sé si tengo de eso) gratuitamente. Yo agradezco y sigo agradeciendo a las personas que me apoyaron y que me siguen apoyando, y por eso creo que es justo que yo devuelva parte de lo recibido, pero dentro de unos límites marcados por la calidad y la lógica.

Y también me plantean participar en actividades, en las que nadie va a ganar nada -me refiero a dinero, contante y sonante-, pero que pueden llegar a ser muy atractivas y gratificantes. Si puedo, si mis obligaciones laborales me lo permiten, no tengo problema, porque entiendo que también obtengo el beneficio del enriquecimiento personal, del placer por hacer algo que me encanta. Siempre dejo muy claro, en todas las actividades gratuitas que acepto, que los plazos y mi disponibilidad dependen de los trabajos remunerados que me puedan llegar, y que sitúo en primer lugar. Por profesionalidad, a quien me paga sí le debo rigor en los tiempos y toda mi atención, y por cuestiones muy básicas, relacionadas con la mera y sencilla -y a veces tan complicada- supervivencia. Porque ese dinero que gano, con este oficio mío tan complicado, es mucho el esfuerzo, mucho, es para que mis hijos coman, para pagar la hipoteca o comprar algo de ropa. Cuestiones todas que cuestan dinero, que nadie me ofrece de manera gratuita. Y lo entiendo, porque el trabajo, cuando se obtiene algo a cambio, hay que pagar por ello. Poco o mucho, según lo estipulado, calidad y demás consideraciones, pero pagar.

Siempre he renegado de la cultura gratuita, porque la menospreciamos, a la cultura en general, así como a sus creadores. Porque todo lo que no cuesta, ni esfuerzo, ni tiempo ni dinero, lo repudiamos, yo soy el primero en hacerlo. No le prestamos atención, entendemos que no tiene ningún valor, y es comprensible que suceda. Lo regalado, lo gratis, lo que no cuesta, no puede ser bueno si no vale nada, razonamos. Y seguramente debemos ser los creadores -habría que establecer las diferencias, claro: no es lo mismo alguien que pinta o escribe que un pintor o un escritor-, los primeros en hacernos valer y valorarnos, en tasar nuestro tiempo, trabajo y talento como se merecen, por dignidad propia y por necesario reconocimiento colectivo. Creo que a nadie se le ocurriría cuestionar si debe ganar dinero un abogado, un jardinero, un bancario o un futbolista por su trabajo. El día que los creadores formemos parte de esa lógica, tan simple como cierta, podremos decir que lo hemos conseguido. Hasta entonces, dignidad. Y que nadie mande en tu hambre, al menos.

FESTIVOS

Qué raros son los festivos en estos tiempos, que no se saborean como los de antes. Me temo que nos vamos a acostumbrar a la decir mucho «lo de antes», como si esta pandemia que vivimos marcara una frontera en nuestras vidas. Llegará un día en el que no nos acordemos bien de cómo éramos antes, qué hacíamos, cómo vivíamos. Antes. Tal vez llegue un día en que lo tratemos de esconder. Cualquiera sabe. Para no escandalizar a nuestros hijos y nietos, para no abrir heridas, por vergüenza, por pereza, por dolor, por desánimo, por melancolía. Como si fuera parte de un pasado que queremos enterrar en el olvido, o en esa memoria selectiva que no compartimos con nadie. Este nuevo «lo de antes» me traslada a ese antes que tuvimos antes de que la burbuja estallara, llevándose por delante el apartamento en la playa, el coche de gama alta, el abrigo de visón, las cenas con Pingus, las cajas de gambas (de las gordas y blancas) y todas esas cosas que todos no probamos pero que luego tuvimos que pagar, como si hubiéramos sido invitados a la fiesta. Vivimos por encima de nuestras posibilidades, nos dijeron, y nos lo creímos, y condenamos a nuestros hijos a un futuro mucho peor que nuestro pasado, que ese «lo de antes». Y ahora les apretamos un poquito más el cinturón, pero tampoco podemos hacer nada, porque esto no lo podía haber previsto nadie, que es otro mantra que empleamos con frecuencia cada día. Con este panorama, con lo que se intuye tras la ventana, es lógico que los festivos sean raros, que apenas se disfruten, que no se sientan como tal, yo qué sé. Nos ha sucedido con el verano, o el verano sin verano, o ese tiempo que hemos vivido de calor, mascarillas, mesas contadas y vigilantes de la playa. Pero no vimos a Pamela. Y también decidimos que mejor no recordar otros veranos, ya que eso, ya saben, que las comparaciones son odiosas. Y a otra cosa.

Pues aunque sólo sea abrir un litro fresquito, harto de congelador, yo creo que debemos seguir celebrando y significando los festivos, que sigan teniendo su protagonismo, sus rituales, sus cosas, como siempre han tenido. Que ya vendrán lunes esaboríos, de esos lluviosos y colmados de atascos, que sacan lo peor de nosotros mismos. O simplemente nos sacan a nosotros mismos, cuando no tenemos tiempo para fingir lo que no somos. Es lo que tiene la incertidumbre, no sabemos lo que nos aguarda tras la esquina, y el temor a que sea peor que este presente nos agarrota, y los pasos los damos con más cuidado, más cortitos. Y nos moderamos en todo, lo primero en gastar, vaya que, nos decimos. Y por esa dinámica, que es como la pescadilla que se muerde la cola, entre todos conseguimos que a todos nos vaya peor. Porque ese dejar de gastar acaba dando la vuelta y te acaba repecutiendo a ti, a mí y a todo el mundo. Quien pueda, que gaste, más o menos, pero que gaste. Ya sea festivo o no, eso es lo mismo, que el dinero no entiende de calendarios. Imagino que, con el tiempo, recordaremos «lo de antes» como una fiesta permanente, toma abrazo dale besos, todo muy alegre y de contacto, y puede que no sea precisamente la imagen que deberíamos conservar. Como todo, siempre hemos tenido nuestras zonas de sombras, muy grises, incluso negras a ratos, pero como del calor del verano, no nos acordamos de un año para otro.

Porque parece que las fiestas, las que más hemos disfrutado, se disfrutan más en la memoria que en el instante, y nos gusta acudir a ellas cada poco, que para eso recordar es gratis, O lo parece, que hay recuerdos que cuestan, y mucho, y ahora no estoy hablando de dinero. Pero eso lo dejamos aparcado para otro momento, que ahora toca fiesta y su celebración, ya sea con una Pilar por medio, felicidades a todas ellas, ya sea rememorando la gesta/fortuna de Colón -que no celebran con tanta euforia en otros lugares-. Escoja, y abra aunque sea un litro, y unos altramuces, que son baratos y sanos y no engordan, que lo tienen todo, y brinde con la persona que quiere. Esa es la fiesta, nada más que esa, tener alguien a quien querer, todo lo demás miserias, cartas del banco y cuernos retorcidos.

EL CAFÉ DE OTOÑO

Escribir sobre el otoño sin recurrir a las hojas de los árboles que se caen, a la oscuridad que nos traerá el cambio de hora y a los puestos de castañas es como pretender rememorar a Raphael sin nombrar sus camisas negras. Es inevitable, me temo. Además, a este otoño hay que abordarlo desde el pesimismo, desde la incertidumbre y la cautela, porque eso es lo que nos están diciendo todos los días. Y es que la segunda ola va camino de tsunami, y a este paso nadie es capaz de predecir lo que nos pasará mañana o la semana que viene. Como decía, tiempo de incertidumbre, cuando lo que más necesitamos, lo que más demandamos, es justamente lo contrario: certidumbre. En esto de la certidumbre, tengo mi propia teoría. Hay personas que son capaces de generarla, aunque la realidad luego nos demuestre lo contrario. Pero en un principio las creemos, incluso las seguimos, y mientras nuestra creencia permanece intacta nos sentimos seguros. Algunos políticos han logrado este efecto, aunque luego nos hayamos llevado solemnes batacazos. Tal vez sea mejor así, puestos a elegir. Preferible que el desastre se padezca solo cuando toque y no desde el principio, gracias a la incertidumbre generada. Las cosas. Volviendo al otoño, que en este tiempo es un tema de lo más original, debo de reconocer que no me apasiona especialmente. Me han horripilado los otoños de los últimos años, fundamentalmente -acudamos al mantra del cambio climático-, y es que no soporto los días con temperatura de verano y luz de invierno. Para mezclas, el güisqui con cola -y según el güisqui-, que siempre me decantaré más por los sabores, conceptos, colores y olores puros. Con el fútbol me sucede algo parecido, no soporto a los jugadores que no sé de qué juegan. Kaká es un gran ejemplo, que no me gustó ni cuando decían que era bueno, porque jamás comprendí su posición en el campo.

Otoño, este otoño, cómo referirme sin pisar las hojas secas que se acumulan sobre las aceras, o sin nombrar a las mandarinas, adelanto anaranjado de los familiares de mayor tamaño, cómo, me pregunto. Este año ya no voy a hablar del cambio de hora, después del sofocón pasado, que lo tuvimos en la mano y decidimos seguir con esta cosa extraña, que es una especie de interruptor lumínico que nos hemos inventando por no sé qué teoría, estrategia o conveniencia. Este otoño voy a hablar del café, sí, del café, porque me he dado cuenta que trazo la frontera de las estaciones por el café. Entre mediados de mayo y mediados de septiembre, solo y con mucho hielo, mientras más frío, mejor. Desde ya, que comencé la pasada semana, muy largo, muy caliente y con una gotita de leche, y así hasta mayo. Y los dos me parecen deliciosos, tal vez por diferentes. Poco hablamos del café, cuando este país nuestro ha sobrevivido a casi todo a golpe de café. De malta, de cebada, incluso de «recuelo» -dos veces filtrado-, o recién molido, el café ha sido como un remedio, un consuelo en gran medida, un reconstituyente, un tapar otras carencias, y hasta otras hambres. Un café y charlamos, un café y se te quita el mal cuerpo, un café y te pones a funcionar. Ni al petróleo le hemos encontrado tantas propiedades. Hubo un tiempo en el que el café era como el petróleo, y sus oscilaciones de precio provocaban auténticos terremotos domésticos. Me recuerdo camino del tostadero de café, porque el ya molido no estaba bueno, para comprar un cuarto de kilo. Tampoco podía ser medio kilo o un kilo, que perdía el aroma. Lo de los gurmés no es tan nuevo.

El café, este otoño, me traslada a otro tiempo, muy diferente al actual, pero muy parecido, sin embargo. Porque somos como ese café que pierde el aroma, una vez molido. El molinillo de la vida nos va definiendo, sus cosas, su velocidad, el filo de sus cuchillas, todo eso que conocemos y no le ponemos nombre. Arrancamos este otoño esperando esa segunda ola que no es una nueva versión de la que cantó Rocío Jurado, sin saber cómo será cuando alcancemos tierra. Porque todo pasa, hasta las tragedias más crueles tienen su final. Sí, habrá un final, claro, y vendrán otros otoños, y nuevos y más cafés que tomar, compartir, charlar, disfrutar. Porque todo llega, todo pasa.

PATRIA

Lo dejo claro desde el principio. Estoy plenamente a favor de los denominados “fenómenos literarios”. Me encantan, me gustan todos, sí, he dicho todos. Y sí, me gustaría protagonizar un fenómeno literario, por todos los motivos, aunque solo fuera un fenomenillo. No soy uno de esos puristas que relaciona consumo generalista con baja calidad, no, a veces se pueden combinar, y no creo que sea necesario citar cualquiera de los cientos de ejemplos que podemos encontrar en la Literatura, pero también en el Cine o en la Música, y hasta en el Arte –la Capilla Sixtina o el Guernika, por ejemplo, son auténticos bestsellers de la Pintura-. Adoro los llamados “fenómenos literarios” porque el que un libro, sea cual sea el libro, se convierta en un producto de consumo preferente me transmite una felicidad indescriptible, porque eso supone colas en las librerías y en las ferias del libro, libros envueltos para regalo y pilas de libros en los centros comerciales, miles y millones de libros. Supone compradores no habituales de libros, algunos de los cuales caerán bajo el hechizo de la lectura y optarán por seguir comprando libros en el futuro, e incluso evolucionando como lectores, y así alguien que comenzó con la trilogía de Grey puede que acabe leyendo a Durrell. Lo sé, me paso de optimista, pero es que de vez en cuando es necesario abrazarse a la utopía. Aplaudo y me congratulo de los fenómenos literarios porque tengamos en cuenta que, aunque algunos parezcan no entenderlo, especialmente los últimos ministros de Cultura, la Literatura se mantiene y articula en torno a una industria, editorial, que necesita de estos fenómenos literarios que son, en resumidas cuentas, los que colorean de negro las cuentas de las editoriales. Y gracias a estos beneficios se pueden publicar e incluso arriesgar con otros autores que no alcanzan, ni remotamente, las ventas deseadas.

Me gustan los fenómenos literarios porque en multitud de ocasiones se ha hecho justicia con un autor, se han premiado abnegadas y constantes trayectorias de años y años de silencioso trabajo, se le ha descubierto a ese ente invisible y expansivo como un gas que conocemos como gran público. Stieg Larsson es un ejemplo de esto último, reconozco que devoré con pasión y pulsión su trilogía, o Javier Cercas y también lo es el autor que da título a esta columna, Fernando Aramburu. Porque aunque muchos lo hayan conocido por Patria, su fenómeno literario, Aramburu cuenta con una extensa y prolífica carrera literaria a su espalda. Poeta, cuentista, ensayista, articulista, traductor, en sus casi 40 años de trayectoria se ha zambullido en todos los géneros, con notable éxito en la mayoría de las ocasiones. Años lentos y Los peces de la amargura, que tal vez sea el germen de Patria, son dos libros, novela y colección de relatos, espléndidos, provistos de una textura narrativa, tan artesanal como luminosa, solo al alcance de narradores muy dotados. He de reconocer que he tardado en leer Patria, no sé si frenado por lecturas atrasadas o porque necesitaba encontrar el momento propicio. Y he de reconocer, también, que, desde un punto de vista meramente literario, no me ha impresionado. De hecho, no la considero la mejor obra de Aramburu, las dos citadas anteriormente me parecen de una mayor calidad. Sin embargo, hay que considerarla como una obra importante, grande, más allá de sus hallazgos estilísticos, algo que a veces sucede, si tenemos en cuenta sus otras habilidades y bondades.

Salvando las distancias, espero que entiendan la analogía –no trato de establecer un paralelismo, válgame-, me ha sucedido con Patria lo mismo que con 8 apellidos vascos, en cuanto a lo que supone de normalización, a que ya podamos hablar de ciertos temas, del terrorismo de ETA, con naturalidad, sin tener en cuenta al que nos escucha tras la esquina, sin temor. Patria pasará y quedará por su pedagogía, que en determinadas ocasiones, como sucede en este caso concreto, es infinitamente más importante. Y es que Aramburu ha tenido la capacidad de crear una obra que sana heridas, que cose costuras deshilachadas, sin necesidad de recurrir a alcohol del que escuece o a hilo gordo, que deja gruesas y visibles cicatrices. Méritos más que suficientes, junto a todos los intrínsecos a cualquier fenómeno literario, para catalogarla como una obra necesaria e importante. Especialmente ahora, que la palabra cotiza a la baja.

AGOSTO YA NO ES LO QUE ERA

En un mes de agosto los Beatles dijeron adiós, se despidieron tocando en una azotea. Cuentan que ni se hablaron, apenas se miraron. En otro mes de agosto, pero antes, cuando aún eran una banda de amigos, además de una banda musical, se plantaron en Graceland para pasar una velada con Elvis Presley. La noche con más estrellas, así la han catalogado. Solo hubiera faltado que Marilyn Monroe y James Dean se hubieran unido a la reunión. En los agostos españoles de aquellos años, y más atrás, hablamos de los 50, las estrellas se congregaban en los ruedos o en las salas de fiestas. Luis Miguel Dominguín, Antonio Ordóñez y Doña Concha Piquer. Agostos de transistor y botijo, alberca e higos, ponche y era, cosechadoras y saltamontes, himnos y miedo. Luego llegaron otros agostos, como reyes de verano, en los que tenían lugar esas fiestas en las que te podías encontrar a un “pijoaparte”, como tan bien nos contó el fallecido Marsé. Los 70. La España de los frigoríficos americanos, los pisos en esos nuevos barrios que nos suenan a viejos, y cercanos, y los Seat de todas las cilindradas, con aquellos faros capaces de guiar a los barcos en la tormenta más salvaje. Y como en un Monopoly costero, en los 80 las playas se fueron llenando de apartamentos apretados y puntiagudos, paseos marítimos, hoteles buenos y hoteles baratos, a gusto del bolsillo, con beans y mucha panceta, perdón, bacon, en el desayuno y hasta huevos fritos y tortillas rellenas. Todo eso no cabe, le dijo el cocinero del hotel a un primo mío. Las cosas del estado del bienestar, que con el colegio pagado, el médico pagado, la pensión asegurada y hasta medio hipotecada resuelta, nos permitimos tener eso tan moderno llamado segunda residencia. Porque los quince días de antaño, o el pisito alquilado a un profesor de Lengua, ya no nos parecía suficiente.

No hace tanto. Empleados con sonrisa inalterable, y de extraños horarios, parapetados en pisos pilotos con mucho wengué y mucha pizarra, a los que no les faltaba la ducha hidromasaje, el “silestone” y el “lumón”, pues ya que estamos, recibiendo a las decenas de futuros propietarios, deseosos de cumplir ese sueño que fue inalcanzable para sus padres, abuelos y demás rama genealógica. Otra hipoteca, pero con gusto, eso sí, porque podíamos, aunque no pudiéramos, y porque tener propiedades, poseer, es bueno. Es una inversión, nos dijimos, mientras cargábamos en el maletero un saco de patatas y seis kilos de tomates de la frutería del barrio, que vaya clavazos nos metían luego en los desavíos de la playa. Pero llegaron las vacas flacas, pero no unos cuantos ejemplares, toda la manada, y tuvimos que elegir entre comer ladrillo, mantener nuestras inversiones, o comer las patatas que nos trajimos de vuelta de la playa y que ya estaban empezando a echar raíces en el maletero. Y cuando creíamos que todos había pasado, cuando nos asomábamos otra vez como el Mono Burgos en aquel anuncio del Atlético, nos llega la cosa esta. Y lo curioso es que en marzo ni nos podíamos imaginar poner un pie en la playa este verano, como tampoco montarnos en el coche e ir a donde nos diera la gana, y sí, hemos podido, de esa manera, pero hemos podido.

Hemos hecho encaje de bolillos para sentarnos con unos amigos a tomar una cerveza en el chiringuito de turno, contándonos, que más de doce no podíamos estar, y con mascarilla, claro, y con distancia social, también. Y cuando ya estábamos ubicados, cada cual en su sitio, le hemos dedicado mucho tiempo a hablar de esto que nos está pasando, y que nos pasa más por todo el tiempo que le dedicamos. De palabra, obra y omisión. Por mi parte, recuerdo, agostos salvajes, orondos, sin tiempo, me sorprendí una vez mirándome el dedo gordo del pie, como quien contempla un atardacer en Playa del Carmen, menuda playa aquella. Y este agosto no ha tenido nada de eso, todo premeditado, contado, cuidado, aparcelado. Y agosto, sin su esencia juvenil, sin sus granos efervescentes, sin sus camisas de palmeras y sus charlas sin medida y mucho hielo, es menos agosto. O son nuevos agostos, que a mí me gustan menos, aunque tampoco me queda donde elegir. Tal vez solo me quede recordar aquellos otros agostos, convencido de que volverán a repetirse, a pesar de la mascarilla que me cubre media cara.