Aunque sus primeras novelas tuvieron un cierto predicamento, hablamos de apariciones en los periódicos y varios centenares de ejemplares vendidos, desde hace unos años el novelista pierde todos los días la dura y fría batalla contra la pantalla en blanco. Y, a pesar de eso, todos los días lo sigue intentando. Todos los días piensa que será “el día”, el primero de otros muchos, como fueron en el pasado. Pero la realidad es bien distinta. Apenas tres páginas, en el mejor de los casos, anémicas de historia, colmadas de rodeos, es la pingüe cosecha de los últimos, muchos, meses. Sin embargo, a diferencia de lo que cualquiera pudiera creer, el novelista rezuma optimismo, y cada poco, tras leer en prensa o ver la secuencia de una película o serie que le llama la atención, el novelista cree haber dado con esa semilla que al final acabará floreciendo en forma de novela. En los primeros 20 ó 30 renglones redactados, la euforia se mantiene, el milagro continúa intacto. En el arranque de la segunda página ya surgen las primeras dudas, percibe los primeros temblores. En la tercera página, como por arte de magia, todo se desmorona, como un castillo de naipes ante el iracundo paso de Irma.
Fuma y fuma el novelista en la terraza, mientras contempla la calle, como si esperase encontrar en los que transitan por las aceras, o en las puertas de los negocios que se abren y cierran, o en ese señor que pasea junto a su perro, esa noticia, ese suceso, por insignificante que sea, que encienda la mecha de una hoguera literaria.
Pasaron los días, las semanas y los meses, más de un año, hasta que en una mañana templada de mayo el novelista encontró en la bandeja de entrada de su correo electrónico un mensaje, remitido por Jonathan Brest, en el que se podía leer, a modo de resumen: soy miembro de la British Ambassadorol Delegates y quiero invertir en tu país, que está creciendo notablemente, contacto contigo para que me ayudes a construir y administrar mi proyecto de inversión en tu país, quiero saber si puedo confiar en ti y si eres capaz de manejar tales proyectos, para así darte los detalles completos de la inversión.
No le sorprendió al novelista el texto, más que acostumbrado a recibir correos similares, pero sí que no se hubiera colado directamente en la bandeja de spam, en la bandeja principal, y que estuviese redactado medio decentemente. Aún creyendo que estaba siendo objeto de una broma o estafa, el novelista respondió a la misiva: estaría encantado de poder ayudarte.
Tras otro día de pantalla en blanco y multitud de cigarros consumidos en la terraza, el siguiente comenzó con un nuevo correo de Jonathan Brest, en el que tras agradecerle su pronta respuesta le señalaba que si iban a compartir un negocio, lo más adecuado era conocerse mínimamente. Mira el archivo adjunto, concluía el correo. En un archivo de Word, titulado “Mis primeros años”, Brest narraba a lo largo de 15 páginas sus primeros duros años en Senegal, miembro de una familia de escasos recursos, las escenas de guerra que había contemplado casi siendo un bebé, las penurias para ir al colegio cada día, muchos los kilómetros recorridos, el novelista lo imaginó descalzo, rodeado de leones hambrientos, y el traumático suceso que padeció al cumplir los 8 años, cuando fue secuestrado por un pirata y contrabandista Libanés. Leyó el novelista las 15 páginas de un tirón, ensimismado en una lectura que, aunque bronca y mal redactada, estaba cargada de emoción, sinceridad y, sobre todo, intensidad, pasaban muchas cosas y todas ellas muy llamativas. El novelista, consciente del tesoro que tenía entre las manos, infinitamente superior al que le pudiera deparar ese supuesto negocio que seguía considerando una estafa, abrió una nueva carpeta en la pantalla del escritorio que tituló: nueva novela. No pudo ser el novelista ni más optimista ni más ambicioso bautizando el archivo. Copió el texto de Jonathan Brest y comenzó a rescribirlo, en tercera persona y en pasado, con las “comas” en su sitio y alguna que otra imagen de primero de Taller de Escritura. Te llamarás John Lorg, dijo y, colmado de felicidad, encendió un cigarrillo, que le supo a gloria.
La estéril y prolongada sequía creativa dio paso a un torrencial periodo de escritura compulsiva. Cada mañana, el novelista recibía 10, 15, 20 páginas, la vida de Jonathan Brest, contada ordenadamente, que posteriormente reinterpretaba a través de su John Lorg, un alto y atractivo hombre de negocios hecho a sí mismo, nacido en Guinea Ecuatorial. Lo que jamás habría podido imaginar, sucedió: en apenas quince días, el novelista contaba con una novela de más de 200 páginas, a la que solo le faltaba el capítulo final, la que debía trasladar la historia al presente.
De repente, y sin previo aviso, era martes, cuando el novelista despertó no encontró un nuevo correo en la bandeja de entrada. Tampoco el siguiente, ni dos, tres ni cuatro días después. Pasada una semana, angustiado por el vacío y el silencio, el novelista escribió a Jonathan: ¿estás bien? Quiero que me sigas contando tu historia. No habían transcurrido ni treinta segundos, cuando obtuvo la respuesta: eso te toca a ti hacerlo. Y el novelista, abrumado y desconcertado, encendió un cigarrillo y comenzó a escribir.