UNIVERSO ROSALÍA

Es muy español ese refrán que dice aquello que nadie es profeta en su tierra. Afortunadamente, no siempre se cumple. Con lo nuestro, con los nuestros, tenemos una querencia por la crítica fácil, por el desprestigio, por no querer ver las cualidades que, en múltiples ocasiones, sí ven los de fuera. Con los de fuera, curiosamente, no tenemos tanto reparo a la hora de proclamar nuestros elogios, no sé sin por un afán proteccionista, acogedor o sencillamente por desconocimiento. Este no querer aceptar el talento de los nuestros, porque no se trata de otra cosa, se da especialmente en el ámbito creativo. Y así rechazamos a tal actor porque es de la tendencia política que no votamos, a tal pintora porque no entendemos sus cuadros -aunque esté reconocida mundialmente-, o a tal novelista porque escribió, por ejemplo, un tuit que no nos gustó. En el ámbito musical, este recelo aumenta, ya que desde siempre hemos entendido que la música de verdad, la buena, se canta en inglés, y que todo lo demás es, sencillamente, agradable e insípido exotismo. Aunque algunos de los nuestros llenen estadios y sean auténticas estrellas más allá de nuestras fronteras. El caso de Rosalía es aún más extremo, ya que se atreve a no ofrecer un producto monocolor, filtrada su apuesta por multitud de tendencias, estilos y hasta culturas. Rosalía ha estado estas últimas semanas presentando su más reciente trabajo, Motomami, en distintas ciudades de nuestro país, en grandes espacios. Han sido muchas las críticas positivas, elogiosas, sí, abundantes, pero tampoco han faltado las negativas, muchas de ellas basadas en la incomprensión, y cuando no en los gustos personales, del crítico de turno.

Desde sus comienzos, Rosalía ha sido objeto de debate. Con sus primeros trabajos, Los ángeles y El mal querer, el debate se centró en su relación con el Flamenco, si era o no lo era lo que ofrecía. Si tenemos en cuenta el origen del Flamenco, que nace de la fusión, del encuentro, del diálogo incluso, entre muy diferentes expresiones, como pueden ser los cantos eclesiásticos, el ir y venir de comerciantes a las ferias del ganado o a las romerías, así como su vinculación con determinados oficios, algunos de ellos marcados por su soledad, y que encontraron en el cante un compás con el que suavizar la monotonía, no es descabellado entender a Rosalía, especialmente en sus dos primeros discos, como una artista flamenca. Hasta que se estableció el canon, que en demasiadas ocasiones es más una opresora faja que una puerta a la evolución, el Flamenco se caracterizó por ser un arte impuro, contaminado, abierto a todas las tendencias que se iba encontrando en el camino. Si El Planeta o Franconetti hubieran convivido con el reguetón, el rap, el pop o la música electrónica tal vez hubieran interpretado el Flamenco de otro modo, bien distinto, a como lo hicieron. En el nuevo trabajo de Rosalía, Motomami, aunque más alejada, el Flamenco sigue estando presente, y de nuevo impuro, contaminado, dialogante con otras expresiones musicales de este tiempo.

No he tenido la oportunidad de ver a Rosalía en directo en su nueva gira, sólo he podido contemplar algunas imágenes que me han impactado por su belleza, potencia y contemporaneidad. Sigo disfrutando mucho con Motomami, que es uno de los ejercicios creativos musicales más interesantes de que cuantos he escuchado en los últimos tiempos. El de una artista libre, consecuente con el momento que le ha tocado vivir, que no duda en asomarse a todos los espejos que componen la escena musical actual. En Rosalía conviven el barrio y la mansión, la choni y lo cool, el pasado y lo que vendrá, la transgresión y el respeto, la brújula y el caos. Poseedora de un discurso propio, que puedes compartir o no, lo que más me seduce de Rosalía es que no tiene fronteras, que las difumina, que no quiere contentar a nadie, y que se siente muy cómoda siendo ella misma. Tiene un discurso propio, y eso no es fácil. Una artista de hoy en constante búsqueda y evolución, que no cesa de ondear la bandera de la curiosidad, en una expedición permanente por encontrar nuevas coordenadas. Una artista diferente, con todo lo que supone, como el de tener que pagar el precio de la incomprensión. Mientras siga aceptando ese reto, seguiremos disfrutando de su único y particular universo.

EL PODER DE LA MÚSICA

¿Qué puede hacer una canción, además de entretenernos durante un rato? ¿Puede conseguir que las cosas cambien? ¿Acabar con el racismo, la violencia, la homofobia, las guerras, las desigualdades, puede hacerlo eso una canción? ¿Qué es una canción entre tanta barbarie, qué supone, qué poder tiene? ¿Tiene algún poder la música? ¿Terapéutico, emocional, cultural, social, político, sensorial? Creo que tengo claras todas las respuestas a todas estas preguntas, pero no sé si me merece la pena responderlas y, sobre todo, argumentarlas. Lo vuelvo a repetir: la música es la compañía más estable de cuantas he tenido en mi vida. Por uno u otro motivo, el resto de compañías, ya fueran humanas, culturales o sociales, nunca han sido las mismas. Murieron, desaparecieron, se perdieron, se fueron, qué sé yo. Pero la música siempre ha estado ahí, a mi lado, siempre. Y gracias a ella he superado muy malos momentos, he aprendido, me he emocionado, he vibrado, he conseguido dejar de pensar en aquello que me estaba erosionando por dentro. Hay canciones, y da igual las veces que las haya escuchado, que me siguen emocionando como la primera vez. Canciones que consiguen que se me salten las lágrimas, que son un latigazo a mis emociones, un apretón a mi corazón. No puede hablar de la música sin repetir la palabra emoción. Emoción. Me gusta que sea así. Adoro que sea así. Y que también me suceda con un poema, con una película, con un cuadro, con una puesta de sol o con una novela. Cuando sucede, porque a veces sucede, es una sensación muy complicada de transcribir mediante palabras. Hablamos de emociones, que juegan en otra liga, más allá de las palabras.

Me ha empujado a escribir este artículo This is Pop, la estupenda serie documental de ocho episodios que trata de contar, como su propio nombre indica, la evolución del Pop desde su creación. No es tarea fácil, ya que primero deberíamos definir qué es el Pop, y que con frecuencia hemos convertido en un contenedor de aquello que no encasillamos en el resto de los géneros, o que no es lo suficientemente puro como para hacerlo. Aunque el documental no profundiza excesivamente en los temas que aborda, sí hay que reconocerle y elogiar su pedagogía y capacidad de síntesis, convirtiéndose en una propuesta perfecta para personas no iniciadas. Yo lo he disfrutado mucho viéndolo con mi hija, 13 años, y contemplando sus caras cuando ha visto actuaciones de Jefferson Aireplane o de los primeros ABBA o conociendo la rivalidad que mantuvieron Blur y Oasis en la década de los 90. Cuenta con episodios muy atractivos y clarificadores, como el dedicado a los suecos y su importancia en la difusión del Pop más comercial, en lo que son unos auténticos reyes, o analizando la frontera por la que transita el Country en los últimos años, en permanente abrazo con el Pop, en sus expresiones más recientes. Muy divertido, por ejemplo, el capítulo dedicado a esa cosa llamada Auto-Tune, y que Cher con su Believe universalizó para dicha de los desafinados, así como muy emotivo el recuerdo del mítico edificio Brill, que tantas y tantas canciones y bandas albergó durante sus años de vigencia.

¿Qué puede conseguir una canción?, es lo que se pregunta este documental en su capítulo siete, y que también es su título. Y trata de responder recuperando esas canciones que, en su momento, supusieron un elemento de cambio o de construcción social. Canciones contra el racismo, la homofobia o el machismo, canciones por la paz. Por la paz. Se me ha quedado grabado el gesto de incredulidad, y de horror, de mi hija al ver la secuencia en la que golpean a un hombre que porta la bandera arco iris. Eso ya no pasa, me dijo. Sí pasa, por desgracia, mira lo que le ha pasado a Samuel, le respondí. Una canción no puede acabar con el racismo, con el machismo o con la homofobia. Una canción no puede conseguir la paz. No. Pero sí puede que pensemos en ello, que nos formulemos preguntas, que dudemos, que busquemos respuestas. Además de todo lo que nos ofrece. Una vida más rica, menos aburrida, más emocionante. No es poco.

RAFFAELLA CARRÁ

Andan ahora analizando las letras de las canciones de Raffaella Carrá como si pretendieran demostrar, tal y como sucede con esa leyenda que arrastra el rock en las últimas décadas, que esconden mensajes ocultos, no demoníacos, en esta ocasión, pero sí sexuales. Cómo si los mensajes sexuales, subliminales o directos, fueran un delito, que tal vez sea lo que necesitamos, y más práctica, que muchos transformarían el vinagre que almacenan en mansa agua, que ya les vale. Se ha muerto la Carrá en la previa de unas semifinales de un España frente a Italia de una Eurocopa, que es rizar el rizo de las emociones compartidas. Porque Raffaella fue querida, respetada, bailada y admirada en ambos países, y con toda la razón del mundo. Porque esa mujer transmitía buenas vibraciones, cordialidad, simpatía y, sobre todo, alegría. Por eso somos tantos los que lamentamos su fallecimiento, que no es algo que todos los personajes públicos consiguen, muchos de ellos empeñados en construir la peor imagen posible de sí mismos. Para mí supone perder un pedacito de mi infancia y juventud, y es que puedo volver a verme en ese comedor familiar, en una mesa abarrotada de platos y vasos vacíos, junto a mis padres y hermanos, contemplando como la Carrá brincaba rodeada de bailarines contorsionistas, cubierta por brillantes lentejuelas, con aquellas transparencias nada transparentes que solía gastar, y es que a su modo, siempre fue muy recatada. A diferencia de otras celebridades italianas que nos llegaron desde principios de los 80, especialmente, Raffaella nunca enseñó nada, salvo aquellas dos piernas larguísimas y bellísimas, que sabía mover como pocas.

Inalterable el rubio platino, como si fuera a la peluquería cada mañana, la Carrá controlaba como ninguna su mirada a la cámara, sus paletas separadas y hasta ese español zarrapastroso que ella convirtió en un aliado y en una seña de identidad. Aunque muy españolizada, siempre mantuvo ese punto guiri que tanto nos atrae. Si nos ponemos a pensarlo, y si retrocedemos en el tiempo, el éxito de la Carrá en nuestro país no fue un hecho aislado, ya que fueron otros muchos paisanos suyos los que triunfaron en España. Y todos con una característica común: ese español maltratado y saltarín que tanto nos gustaba. Umberto Tozzi, Sandro Giaccobe, Nicola di Bari, Ricchi e Poveri o Al Bano y Romina Power, que fueron avanzadilla de los Eros Ramazzoti, Tiziano Ferro, Nek o Laura Pausini posteriores, y no nos olvidemos, por supuesto, de Sabrina, y ese momento que ya forma de la historia televisiva, y algo más, de nuestro país. Pero Raffaella Carrá no fue una cantante más, fue algo diferente, entre presentadora, bailarina, cantante y vedette, sin hacer nada maravillosamente bien, pero nadie jamás lo ha sabido hacer tan bien como ella. En este sentido, la Carrá es la versión italiana de nuestra Lola Flores, única y diferente, pero por su fuerte personalidad, más allá de su talento o habilidades.

Raffaella Carrá siempre fue una reivindicación de la alegría, un bastión de la sonrisa, un chute de energía, un latigazo de rubio esplendor entre las sombras de la rutina. Quién no ha sudado una madrugada mientras cantaba Raffaella; quién no se ha sentido protagonista de alguna de sus letras, especialmente con aquella que exaltaba las habilidades sexuales que gastamos en el Sur, quién no ha liberado esa pluma o plumón que todos escondemos por tratar de emular una de sus piruetas, quién, quién no. Yo no lo oculto, le debo muchos buenos momentos a la Carrá, como también reconozco que forma parte de mi memoria sentimental, desde un punto de vista que me es difícil explicar. La miro de nuevo y regreso, inevitablemente, a ese comedor con mi familia rodeando una mesa de platos vacíos, con cáscaras de pipas y restos de caracoles. Y Raffaella Carrá bailando en la pantalla, rubia y magnética, la sonrisa por bandera.

LA LIBERTAD DE ALEX

Cuando la vi por primera vez, quedé impactado, alucinado, hipnotizado. Maravillado, gratamente sorprendido, lo reconozco. Me encantó descubrir en su cara ese temor agradable e inquietante, como el del niño que sube en una atracción por primera vez, el vértigo por la novedad, por conquistar un sueño, tal vez. No me cabe duda de que será una de las grandes imágenes de los últimos años: la de Álex, el chico en silla de ruedas, aupado por decenas de manos y brazos, obra del fotógrafo Daniel Cruz, en el Resurrection Fest, un evento especializado en Heavy Metal, que tuvo lugar en la localidad gallega de Viveiro. La fotografía de Cruz capta maravillosa y nítidamente ese momento único, tan puro, tan deseado, tan vivido por el propio Álex, y la multitud de vídeos que circulan por las redes te muestran toda la secuencia, su aproximación al escenario, como si fuera una auténtica estrella del Rock. Una imagen que demuestra que los discapacitantes son los entornos, y que si queremos, si todos ponemos de nuestra parte, la accesibilidad real puede llegar a ser una realidad.

Con el tiempo, tal vez muy lentamente, cambiando mentalidades y nomenclaturas, estamos consiguiendo que nuestra sociedad deje de ser, o sea menos, ese duro y cruel entorno discapacitante que ha frenado y frustrado la trayectoria vital de miles de personas con discapacidad en el pasado. Sí, hablemos de lenguaje, claro que sí, las nomenclaturas, las definiciones, las palabras, en definitiva, importan, claro que importan, mucho. Porque palabras como tullidos, disminuidos, lisiados, subnormales, cojos o retrasados son vejatorias, insultantes, crueles, y su uso es otra forma, o la primera forma, de discriminar a las personas con discapacidad. Personas que, históricamente, han podido comprobar que los trenes que el resto tomábamos para trazar nuestro itinerario vital nunca llegaban a sus andenes, condenados a optar a una vida de segunda o tercera categoría, cuando no de aislamiento, soledad e incomprensión. Vidas marginales y no por voluntad propia, porque no tuvieron otra elección. La accesibilidad no es solo una rampa adecuada en el lugar adecuado, el uso correcto de las palabras, un semáforo con sonido, un perro guía, leyendas en braille o determinadas ventajas fiscales, que también. La accesibilidad, entendida de una manera universal, es la libertad para las personas con discapacidad. Y esa libertad, esa accesibilidad, esa posibilidad de elección, debe comenzar con la educación, que fue el elemento esencial que les negaron a las anteriores generaciones, impidiéndoles formar parte de la sociedad de una manera natural.Educación para integrarte, para normalizar, y también para formarte, porque sin la adecuada formación es prácticamente imposible acceder al mercado laboral. Y tal vez, por todo lo que representa, más allá de la nómina a final de mes, un empleo sea la expresión más avanzada de la inclusión. La cultura nos hace libres, repetimos con frecuencia, y los casos anteriormente comentados son un magnífico ejemplo. Literatura al alcance de todas las personas y el sueño cumplido de Álex, el chico que quiso sentirse como una estrella del Rock, o como cualquiera de sus amigos, al menos por un día. Libre. Me encantaría que emocionada felicidad que desprende Álex en la fotografía formara parte de su cotidianidad y que a nosotros dejara de hipnotizarnos. Por todo lo que significaría.

Fotografía de Daniel Cruz

LOS VOLUBLE ARE NOT A CRIME

Hace años, un sacerdote, y profesor además, me explicó que el Papa tenía que ser muy tenue, lento y comedido en sus manifestaciones, en sus actos y en sus decisiones, ya que al ser el punto más elevado, el pico de la pirámide que conforma la Iglesia, cualquier paso mal medido al llegar a la base podría tranformarse en algo parecido a un terremoto. Ese razonamiento eclesiástico es extrapolable a multiud de ámbitos, especialmente al cultural, donde también encontramos esos «papas» que velan porque se sigan manteniendo cánones, estructuras y planteamientos. Y así nos encontramos con quien defiende que la novela ha de seguir respetando los «modos» que la universalizaron en el Siglo XIX, o que la pintura debe seguir siendo un baluarte del «trazo fino» o que el cine tiene que ser respetuoso con los preceptos que encontramos en los clásicos. Yo entiendo que existan estos «papas», y hasta puedo defenderlo, pero también considero que es igual o más necesario que también existan los innovadores, los revolucionarios y hasta los visionarios, capaces de ofrecernos nuevas perspectivas, encuadres y lenguajes. Entre unos y otros, entre los que tienen la mano agarrada al freno de mano y los que no apartan el pie del acelerador, tal vez se encuentre el punto de equilibrio: la velocidad de crucero. Indiscutiblemente, este proceso no es tan sencillo, y a ratos es brusco, peligroso, se intuye el accidente, genera conflictos, incluso distanciamientos, que en determinados momentos pueden llegar a parecer irreconciliables.

Si hay una disciplina que cuenta con superávit de «papas» y de «revolucionarios» es la del Flamenco. Demasiados puristas creyéndose poseedores de la verdad absoluta, y demasiados «innovadores», que en la mayoría de las ocasiones su única y máxima aportación ha sido el diminutivo y cambiar la «c» por una «k». Indiscutiblemente, en un arte tan esencial y primitivo, tan puro, como el Flamenco, el encontronazo entre los puristas y los evolutivos se percibe con mayor claridad, y en los últimos años hemos asistido a algunos episodios que ya forman parte del escaparate del delirio, cuando no del humor más abstracto. Sin embargo, si el Flamenco sigue vivo, si sigue interesando a las nuevas generaciones, es porque en las últimas décadas algunas expresiones y creadores han sido capaces de enfrentarse a los puristas, mostrar su propia voz, y en la mayoría de las ocasiones sin tener que «matar al padre», ya que en multitud de ocasiones no han renunciado a sus referentes. Camarón de la Isla y Paco de Lucía, el Omega de Lagartija Nick y Enrique Morente, la asociación de Kiko Veneno con los hermanos Amador, o Rocío Márquez más recientemente, que han llegado al Flamenco desde el propio Flamenco. Y añado a esta nómina, sin temor a equivocarme, a Los Voluble. Forjados y formados en las nuevas tecnologías, en su vocabulario y posibilidades -Zemos98 es otra de sus criaturas-, los hermanos Jiménez, Pedro y Benito, ofrecen una propuesta en la que se combina lo divulgativo, la provocación, el desenfreno, el ritmo, la videocración y el sentido del humor. Porque como si pusieran en práctica todos los preceptos que despliega Agustín Fernández Mallo en su Teoría general de la basura, Los Voluble son los reyes del reciclaje, y todo cabe, o todo es susceptible de ser utilizado, de un pregón al reguetón, pasando por los samplers o la publicidad, pero siempre con el Flamenco como protagonista.

Mantengo una relación extraña con el Flamenco: me gusta menos de lo que me gustaría que me gustase. Esa es la realidad. No tenemos química, todavía no ha surgido el flechazo, y eso que he acudido a muchas citas. Pues a pesar de esto, hace unos días estuve más de dos horas contemplando actuaciones de Los Voluble, disfrutando de lo lindo, hiptnotizado, y escuchando Flamenco «jondo», que es el que más me cuesta, habitualmente. Tal vez ese sea el gran éxito y valor de Los Voluble: no matan al padre, todo lo contrario, nos los muestran dentro de otros formatos y lenguajes que nos son más familiares, por contemporáneos y actuales. Es decir, sus ordenadores, mesas de mezclas y demás son un auténtico Caballo de Troya del Flamenco, y cuando te quieres dar cuenta ya se te han colado dentro y estás emocionado, al borde del éxtasis, al escuchar a un tal Agujetas, por ejemplo. No me cabe duda de que estos dos hermanos serán estudiados y referenciados en el futuro como un capítulo muy importante de la historia del Flamenco, a pesar de que ahora muchos «papas» los pretendan excomulgar. Pero como ellos mismos repiten, Flamenco is not a crime.

Autora de la fotografía: Celia Macías.

EL LENGUAJE DE LAS MAREAS, BSO

Si Carmen Puerto se despierta con AC/DC, le encanta Enrique Bunbury y ha descubierto a VivaSuecia y Rufus T Firefly, Jaime Cuesta se decanta por Neil Young o Manolo García y Julia Núñez echa de menos las canciones que escucha en el gym. Tampoco faltan en la playlist las típicas canciones veraniegas, esos éxitos fulminantes, y grandes clásicos de la historia de la música, presentes en El lenguaje de las mareas, y que puedes escuchar aquí>>> https://open.spotify.com/playlist/2bcH13cSIsFgPObrgZq6RX?si=3C9uOHVuT1iVlOY8hezmaw

LA LECCIÓN DE PAU

Situémonos. Corrían mediados de los 90, La Movida ya se estudiaba como un fenómeno pasado, finiquitado, y el Indie, como sonido y concepto, comenzaba a adueñarse de la escena musical española. A pesar de eso, devoré los primeros discos de Jarabe de Palo. En ellos encontré la más directa herencia de Radio Futura, pero con un componente tenebroso. La flaca o El lado oscuro olían a La Habana, a son, a puros panzones, pero también tenían un elemento turbio, pantanoso, que los distinguía de la banda de los hermanos Auserón. Y al frente de Jarabe de Palo, como gran líder, compositor y vocalista, un chico guapetón, con ese desaliño elegante que tan bien gasta Fernando León de Aranoa, con un pasado en el mundo de la publicidad, tanto delante como detrás de la cámara. Un tipo con desparpajo, con una voz peculiar, mediterránea y salsera al mismo tiempo, que lo sabía hacer sobre el escenario, llamado Pau Donés. En cierto modo, tal y como les sucedió a Los Rodríguez con anterioridad, Jarabe de Palo fue una banda a contracorriente, ya que indagaban y repetían sonidos que no formaban parte de la actualidad musical, marcada por las referencias de The Jesus and Mary Chain, los Pixies o Dinosaur Jr., más allá de nuestra fronteras, o de Los Planetas, los Surfin’ Bichos o Australian Blonde, por estos lares. Aún así, los primeros trabajos de Jarabe de Palo funcionaron muy bien, recibiendo eso que tan raramente sucede: el aplauso de la crítica y del público. O sea, vendían, se embarcaban en giras interminables, tenían éxito, pero ofreciendo buenas canciones. Si lo intenta verá como tengo razón: todos somos capaces de tararear unas cuantas canciones de Jarabe de Palo, y sin necesidad de forzar la maquinaria de la memoria, así a bote pronto. Y en algunos casos, como les ocurre a La flaca, Depende o Bonito, se tratan de canciones que forman parte de la banda sonora de nuestras vidas.

Hace cinco años, a Pau Donés le diagnosticaron un cáncer contra el que ha luchado hasta el último instante. Y lo ha hecho sin dejar de hacer lo que mejor sabía: componer e interpretar canciones. La suya ha sido, durante estos cinco duros años, una verdadera demostración de vida. Pau nunca ocultó su enfermedad, la hizo pública desde el primer instante, y todos hemos contemplado su evolución. Tras una etapa de silencio, raro en un artista como él, hace poco nos sorprendió con una nueva canción, Eso que tú me das. Me impactó el vídeo, debo reconocerlo, ya que nos muestra a un Pau Donés que pretende ser como siempre ha sido, inquieto, amable, rítmico, pero al que le es imposible ocultar el duro latigazo al que le ha sometido la enfermedad. Una vez más, el miserable y mezquino cáncer, que tal vez sea de los males que padecemos el más feo y traicionero, jugando una mala pasada. De todos los mensajes que pudimos leer el día del trágico deceso, me emocionaron los del cineasta José Antonio Bayona, que eludía a la dignidad demostrada por Pau Donés hasta el último instante, y el de Enrique Bunbury que, tras recuperar algunos pasajes de una larga amistad, finalizaba señalando que “la lección de vida y muerte que nos deja es imborrable”, y que “murió, seguro, como vivió toda su vida: con una sonrisa”.

Desde los últimos meses vivimos instalados en la enfermedad, confinados para evitarla, cuando las enfermedades son una constante en nuestras vidas, desde que podemos recordar. Muy especialmente el cáncer, que rara es la familia que no ha sentido su terrible presencia. En mi casa convivimos con el cáncer durante años, que fueron desoladores, duros y largos. Porque es una enfermedad que zarandea al que la padece, va y viene, aumenta de intensidad sin previo aviso, cuando crees que ya ha desaparecido, en determinados casos. Afortunadamente, la medicina ha avanzado mucho, reduciendo su mortalidad y, sobre todo, humanizando sus tratamientos. Adolescente yo, recuerdo los días de quimio de mi madre, como la mujer fuerte que conocía desparecía como por arte de magia. Todos esos recuerdos regresaron a mi cabeza con la muerte de Pau Donés, como regresan cada vez que alguien conocido o querido padece la enfermedad. La más puerca e inmunda de las enfermedades, ojalá llegué el día en el que se estudié como una tragedia pasada, y que nadie tenga que seguir dignificando su propia muerte cuando la sufre. Mientras tanto, estemos del lado de todas las personas que la padecen, que sientan nuestro aliento, que nunca la soledad sea su compañera. Es tan fácil como una de las canciones que nos dejó Pau Donés, que a veces con una palabra se bastaba para decir tanto. Bonito, Grita.

EL SECRETO DE LAS CANCIONES

Nos hemos creído a pies juntillas lo de la sociedad de la información y nos creemos en el derecho, algunos hasta en la obligación, de saberlo todo. Pero todo, absolutamente todo. Y todo, lo que se dice todo, nunca lo sabremos, y yo me alegro de que así sea. Una vida sin misterios, sin ángulos muertos, una vida transparente, como cuenta Loriga en su novela Rendición no me estimula. Es más, me repele. No la quiero. Y queremos saberlo todo, tal cual, la literalidad de las cosas, con su libro de instrucciones incluso, y es que tampoco queremos interpretar nada, que nos lo cuenten de principio a fin. Qué combinación más aburrida, tediosa, qué le dejamos a nuestra cabecita, entonces. Rempláceme el cerebro por un disco duro, y con muchos GB, ya puestos a almacenar. La llegada de la abstracción a la pintura puede que acelerara este proceso de incomprensión voluntaria. No lo entiendo, gritamos, reivindicamos, y es que puede que no haya nada que entender. ¿Por qué hay que entenderlo todo? ¿Por qué todo se tiene que ajustar a un corsé, a un patrón, seguir un esquema? La vida, y muy especialmente la cultura, no es la caja de una sucursal bancaria que tiene que cuadrar al céntimo cuando la jornada termina. Disfrute lo que ve, interprete, lo que le dé la gana interpretar, disfrute -aunque no entienda- la película, el cuadro, el poema o la canción. Oh, las canciones.

Con la muerte de Pau Donés vuelven a buscar y a mostrarnos a la mujer que supuestamente le inspiró a la hora de componer su primer gran éxito: La Flaca. La buscan en La Habana o en Milán, y hasta nos cuentan su peso actual, su profesión y demás. Lo siento, pero no termino de entender estas interpretaciones, investigaciones y hasta sesudas disecciones de esas canciones que nos han marcado por tal o cual motivo y que conforman la escaleta de la banda sonora de nuestras vidas. ¿Qué querían decir los Beatles eLucy in the sky with diamonds? ¿Un viaje lisérgico, un amor no correspondido, un desvarío, en realidad no quiere decir nada? ¿Dónde se encontró Bunbury con Lady Blue, en una estación espacial, en una estación de Metro, nunca existió? Qué más da, disfruto y amo esas canciones, y las interpretaciones las dejo en todas las emociones que albergo cada vez que las escucho. El muro de Pink Floyd, qué quiere decir, qué representa. La obsesión por desentrañar las entrañas de las canciones roza cotas detectivescas, profundas investigaciones que bien podría protagonizar Sam Spade o la mismísima Carmen Puerto. Siguen buscando a la «chica de ayer» que inspiró la mítica canción de Antonio Vega y han enviado a una pareja de investigadores a Buenos Aires a buscar a la otra Flaca, la protagonista de aquella balada de tempo extraño y remate a lo Randy Newman, que nos dejó Andrés Calamaro. Que Paco Lobatón busque a Lucía, la que inmortalizó Serrat, y a la que tantas y tantas niñas le deben su nombre. ¿Quién es realmente John Boy, que estoy que no duermo? Y de paso que busquen a la María de Ricky Martín y hasta a la Macarena de Los Del Río. ¿Por qué ir a Soria y no a Berlín, eh, Urrutia? ¿De verdad Jagger y Richard mantuvieron un encuentro con el Diablo? Que alguien me explique eso de la lluvia púrpura, que yo nunca la ha visto. ¿Lou Reed lo decía en serio o era una metáfora? Libro de instrucciones para entender Insurrección de El último de la fila, que lo que me han contado no me gusta.

Dicen que San Agustín lo intentó, entender todo o entender lo más complicado, y se quedó contando los granos de arena de una playa, y ahí sigue el pobre con su tarea, menos mal que le pusieron un chiringuito -que ha vuelto a abrir con la llegada de la Fase 3-. Los espectadores que acuden a ver la actuación de un mago se dividen en dos: los que intentan descubrir, a toda costa, el truco y los que, sencillamente, disfrutan con la magia. Sin dudar, pertenezco al segundo grupo, no quiero conocer el secreto que se esconde en el interior de las canciones, del mismo modo que no quiero que me cuenten el final de la película, como tampoco me interesan lo más mínimo las intimidades de tal o cual creador que admiro. No quiero descubrir el truco bajo el que se camufla la emoción de las canciones. ¿Qué más da? Lluvias púrpuras, cielos de diamantes, neón y fango, estrellas y aullidos, magia y sueño, dejemos que el conejo siga viviendo en el interior del sombrero.

POSIBLE

La pasada semana volví a enviar una carta, una carta de las de siempre. Con su sobre, su sello, sus palabras escritas a mano, y todo eso. Porque una carta tiene su intendencia, su faena, sus previos, su durante, que es la inquietud de saber si va a llegar a su destino -nunca dejaremos de poner en entredicho a Correos, a pesar de su manifiesta eficacia-, y la espera de la respuesta, si es que se produce. ¿Hay algo más intrigante que una carta sin respuesta? En estos tiempos de emails como churros, guasás a cascoporro y demás servicios de mensajería, todos ellos instantáneos, claro, y supuestamente gratuitos, enviar una carta tiene mucho de afecto, tacto, dedicación y hasta de resistencia. Sí, resistencia, porque requiere de esfuerzo, de entrega, de tiempo, porque se trata de un acto artesanal, que hacemos con nuestras propias manos. Algo que choca con este tiempo no veloz, atropellado más bien, atolondrado por ello, que premia lo instantáneo, lo fugaz, el falso brillo de un segundo. Ya no hay sitio para el humor, gusta más la ocurrencia, la risotada. Por eso, en este tiempo, como en los anteriores, y como en los que hayan de venir, ya sean nueva normalidad o vieja normalidad revival, yo siempre centraré mi atención y admiraré a todas aquellas personas y expresiones que me ofrecen algo emocionante que ha nacido del trabajo, del talento y de la dedicación. De ahí mi admiración por Clint Eastwood, que hace unos días celebraba su noventa cumpleaños y sigue ofreciéndonos historias. Y bien que podría haber dejado de complicarse la vida rodando una película cada año, como sigue haciendo, y limitarse a vivir de la gloria alcanzada tras haber firmado unas cuantas obras maestras. Estoy convencido: quien está infectado con el veneno de la creación, no puede renunciar a ella, y no quiere que le suministren el antídoto.

Enrique Bunbury es otro magnífico ejemplo de artista comprometido y entregado a su propia creación. Y no solo eso, también es ejemplo de inquietud, de búsqueda constante, de permanente inconformismo. Porque el auténtico creador nunca siente que ha llegado a ningún sitio, no se encuentra realmente cómodo en ningún lugar; está plenamente convencido de que siempre hay algo más allá, en ese territorio que desconoce o que nunca ha visitado. Musicalmente, Bunbury es un explorador, un errante, un peregrino, siempre a la búsqueda de un nuevo sonido, de un nuevo camino, de una manera distinta de ofrecer sus canciones. Posible, su último disco, de reciente aparición, es uno de los trabajos ofrecidos por el aragonés, en solitario, que cuenta con una mayor personalidad y franqueza. Un álbum transparente, que en gran medida pone al músico al descubierto. Diez canciones -once en la edición especial-, en las que podemos encontrar al Bunbury más electrónico que hayamos escuchado hasta el momento, ofreciendo así una nueva versión de él mismo. En algunos temas, como es el caso de Cualquiera en su sano juicio, puedes encontrar ecos de los mejores Depeche Mode, los de Violator, incluso de Ultravox, aquella banda británica tan fugaz como brillante. Y en algunos momentos, también crees escuchar un susurro de Bowie, especialmente en Mis posibilidades (Interestellar), que puede entenderse como la deliciosa lectura musical que el aragonés realiza de la fabulosa película de Christopher Nolan. Y como en sus anteriores obras, de la mano de Jose Girl, Bunbury ofrece una obra global, donde la imagen, los videoclips, el diseño o el vestuario forman parte de una misma intención.

Pero, ante todo, y sobre todo, Posible es un disco muy Bunbury. Su sello y su personalidad están presentes en todas y cada una de las canciones. Canciones que, y es la primera impresión que me transmitieron, rezuman trabajo, dedicación, laboriosidad, que no hay nada dejado a la improvisación. Y es que Bunbury es talento, es obvio, pero también la suya es una carrera muy trabajada, muy obrera en cierto modo, yo lo sigo contemplando como un artesano de la música. Siempre habrá que agradecerle al zaragozano que nunca haya sentido la fácil comodidad del oro pasado, y que siga buscando nuevo oro, su nuevo Dorado en cada disco. Nada más que con lo ofrecido hasta ahora, tendría para componer un repertorio que le permitiría girar hasta que las fuerzas le flaquearan. Pero, sin embargo, como en Posible, Bunbury sigue demostrando que es un creador en permanente construcción, un proyecto muy vivo, piel con capacidad de transformación. Y como en esa carta que mencionaba en el principio, Bunbury forma parte de esa resistencia que nos sigue explicando que el talento sin trabajo, esfuerzo y tiempo no pasa, en demasiadas ocasiones, de un levísimo brillo que no tardamos en dejar de contemplar. La resistencia es Posible.

EL DODGE DE JOE STRUMMER

JOE Strummer, el guitarrista/fundador/compositor/cantante de los míticos The Clash se murió hace casi veinte años sin poder recuperar el Dodge 3700 GT, gris plata, con matrícula de Oviedo, que dejó aparcado en un garaje de Madrid. Strummer lo conducía como un James Dean punkarra cada vez que regresaba a España, porque a España siempre regresaba, una y otra vez, de un modo u otro, huyendo de la fama, los escenarios, los fans y demás adherencias. Lo cierto es que le gustaba nuestro país, mucho; Lorca le embriagaba, Andalucía le parecía el paraíso en la tierra y sentía una pasión desmedida por nuestra Guerra Civil, que entendía como la última gesta épica, como si un Hemingway se hubiese colado en su interior. Puede que Paloma, Palmolive en la escena musical londinense, la novia malagueña y punk del músico a finales de los setenta, fuera la puerta de entrada del músico en España. Joe Strummer en nuestro país no era la ampulosa y deslumbrante estrella british, o sólo lo era para unos pocos que conocían la leyenda de los Clash, y que tarareaban sus canciones a todas horas. De hecho, era tan poco conocido en nuestro país que, en más de una ocasión, tuvo que esforzarse, y a conciencia, para demostrar que, efectivamente, era el líder de los Clash. Strummer, como un Messi que llegara de incógnito a los suburbios de Ciudad del Cabo y se pusiera a entrenar a los chavales que juegan al fútbol en la calle, comenzó a establecer relaciones con algunas de las bandas más características de aquello que aún seguimos conociendo como La Movida. Era frecuente en el local de ensayo de Radio Futura, y hasta produjo un disco de los granadinos 091, Más de 100 lobos. El Pitos, Lapido o Arias -los componentes de la banda- no podían creer que aquel guiri que se apoyaba en la tasca bebiendo vino peleón y barato fuera Joe Strummer, uno de los grandes músicos del momento.

En su Dodge, que adquirió ya estando en nuestro país, Strummer se paseaba por la Gran Vía, Alcalá o Malasaña, en dirección a aquellos oscuros garitos que disfrutaba junto a sus nuevas amistades, y también se le podía ver subiendo las cuestas del Albaicín, camino de la Alhambra o sorteando las callejuelas que conducen a la Catedral, como el explorador que se adentra en una tierra desconocida y maravillosa. Aunque, de vuelta a su país, de vez en cuando preguntaba por su Dodge, incluso, en tono jocoso, aprovechó una entrevista en un medio de comunicación español para reclamarlo a través de las ondas, tampoco puso Strummer mucho interés por recuperarlo. Lo dejó aparcado en el garaje, se fue sin previo aviso, lo esperaba la paternidad en su país. Murió sin saber nada de su Dodge, o puede que lo tuviera perfectamente localizado, quién sabe. Por lo que relatan quienes estuvieron a su lado durante esos años, por las fotografías testimoniales que han quedado de su paso por España, es fácil intuir que el líder de los Clash fue feliz aquí, o que, al menos, no fue tan desgraciado como en el Reino Unido. La historia del Dodge plateado de Joe Strummer tal vez esconda en su interior una historia de sueños incumplidos, de recuerdos premeditadamente incrustados en la memoria, y que pueden ser el verdadero argumento de una anécdota con aspecto tan simple. Huellas, señales, necesitamos en cierto modo «esparcirnos» allá por donde pasamos, sobre todo si hemos sido felices o, al menos, no tan infelices como en el pasado.

En cierto modo, pretendiéndolo o no, establecemos un vínculo con ese lugar que, normalmente, está asociado a un estado mental o físico o a un periodo temporal concreto que nos ha sido grato -o que entendimos como tal-, llamémoslo felicidad, amor, tranquilidad, calma. Es nuestro pretexto para volver, lo hagamos o no, pero al menos siempre nos quedará ese lugar, ese estado o esa emoción y tendremos la esperanza de regresar algún día, aunque nunca lo hagamos. El paradigma del regreso, ese paraíso particular que auspiciamos en nuestro interior contra las inclemencias del presente. Joe Strummer no lo hizo, nunca regresó. El Dodge plateado circula por esa autopista que con frecuencia trazan nuestros recuerdos. En muchos casos, añoramos un pasado que tal vez no existió, pero que nosotros necesitamos mantener maravilloso, único e irrepetible. Con total probabilidad, buena parte de nosotros tenemos nuestro particular «Dodge» aparcado en cualquier garaje del pasado. La documentación en regla, correcto el nivel de aceite, medio depósito de gasolina, las ruedas puestas, dispuesto para arrancarlo en cualquier momento, aunque nunca lo hagamos.