LOS VOLUBLE ARE NOT A CRIME

Hace años, un sacerdote, y profesor además, me explicó que el Papa tenía que ser muy tenue, lento y comedido en sus manifestaciones, en sus actos y en sus decisiones, ya que al ser el punto más elevado, el pico de la pirámide que conforma la Iglesia, cualquier paso mal medido al llegar a la base podría tranformarse en algo parecido a un terremoto. Ese razonamiento eclesiástico es extrapolable a multiud de ámbitos, especialmente al cultural, donde también encontramos esos «papas» que velan porque se sigan manteniendo cánones, estructuras y planteamientos. Y así nos encontramos con quien defiende que la novela ha de seguir respetando los «modos» que la universalizaron en el Siglo XIX, o que la pintura debe seguir siendo un baluarte del «trazo fino» o que el cine tiene que ser respetuoso con los preceptos que encontramos en los clásicos. Yo entiendo que existan estos «papas», y hasta puedo defenderlo, pero también considero que es igual o más necesario que también existan los innovadores, los revolucionarios y hasta los visionarios, capaces de ofrecernos nuevas perspectivas, encuadres y lenguajes. Entre unos y otros, entre los que tienen la mano agarrada al freno de mano y los que no apartan el pie del acelerador, tal vez se encuentre el punto de equilibrio: la velocidad de crucero. Indiscutiblemente, este proceso no es tan sencillo, y a ratos es brusco, peligroso, se intuye el accidente, genera conflictos, incluso distanciamientos, que en determinados momentos pueden llegar a parecer irreconciliables.

Si hay una disciplina que cuenta con superávit de «papas» y de «revolucionarios» es la del Flamenco. Demasiados puristas creyéndose poseedores de la verdad absoluta, y demasiados «innovadores», que en la mayoría de las ocasiones su única y máxima aportación ha sido el diminutivo y cambiar la «c» por una «k». Indiscutiblemente, en un arte tan esencial y primitivo, tan puro, como el Flamenco, el encontronazo entre los puristas y los evolutivos se percibe con mayor claridad, y en los últimos años hemos asistido a algunos episodios que ya forman parte del escaparate del delirio, cuando no del humor más abstracto. Sin embargo, si el Flamenco sigue vivo, si sigue interesando a las nuevas generaciones, es porque en las últimas décadas algunas expresiones y creadores han sido capaces de enfrentarse a los puristas, mostrar su propia voz, y en la mayoría de las ocasiones sin tener que «matar al padre», ya que en multitud de ocasiones no han renunciado a sus referentes. Camarón de la Isla y Paco de Lucía, el Omega de Lagartija Nick y Enrique Morente, la asociación de Kiko Veneno con los hermanos Amador, o Rocío Márquez más recientemente, que han llegado al Flamenco desde el propio Flamenco. Y añado a esta nómina, sin temor a equivocarme, a Los Voluble. Forjados y formados en las nuevas tecnologías, en su vocabulario y posibilidades -Zemos98 es otra de sus criaturas-, los hermanos Jiménez, Pedro y Benito, ofrecen una propuesta en la que se combina lo divulgativo, la provocación, el desenfreno, el ritmo, la videocración y el sentido del humor. Porque como si pusieran en práctica todos los preceptos que despliega Agustín Fernández Mallo en su Teoría general de la basura, Los Voluble son los reyes del reciclaje, y todo cabe, o todo es susceptible de ser utilizado, de un pregón al reguetón, pasando por los samplers o la publicidad, pero siempre con el Flamenco como protagonista.

Mantengo una relación extraña con el Flamenco: me gusta menos de lo que me gustaría que me gustase. Esa es la realidad. No tenemos química, todavía no ha surgido el flechazo, y eso que he acudido a muchas citas. Pues a pesar de esto, hace unos días estuve más de dos horas contemplando actuaciones de Los Voluble, disfrutando de lo lindo, hiptnotizado, y escuchando Flamenco «jondo», que es el que más me cuesta, habitualmente. Tal vez ese sea el gran éxito y valor de Los Voluble: no matan al padre, todo lo contrario, nos los muestran dentro de otros formatos y lenguajes que nos son más familiares, por contemporáneos y actuales. Es decir, sus ordenadores, mesas de mezclas y demás son un auténtico Caballo de Troya del Flamenco, y cuando te quieres dar cuenta ya se te han colado dentro y estás emocionado, al borde del éxtasis, al escuchar a un tal Agujetas, por ejemplo. No me cabe duda de que estos dos hermanos serán estudiados y referenciados en el futuro como un capítulo muy importante de la historia del Flamenco, a pesar de que ahora muchos «papas» los pretendan excomulgar. Pero como ellos mismos repiten, Flamenco is not a crime.

Autora de la fotografía: Celia Macías.

EL DODGE DE JOE STRUMMER

JOE Strummer, el guitarrista/fundador/compositor/cantante de los míticos The Clash se murió hace casi veinte años sin poder recuperar el Dodge 3700 GT, gris plata, con matrícula de Oviedo, que dejó aparcado en un garaje de Madrid. Strummer lo conducía como un James Dean punkarra cada vez que regresaba a España, porque a España siempre regresaba, una y otra vez, de un modo u otro, huyendo de la fama, los escenarios, los fans y demás adherencias. Lo cierto es que le gustaba nuestro país, mucho; Lorca le embriagaba, Andalucía le parecía el paraíso en la tierra y sentía una pasión desmedida por nuestra Guerra Civil, que entendía como la última gesta épica, como si un Hemingway se hubiese colado en su interior. Puede que Paloma, Palmolive en la escena musical londinense, la novia malagueña y punk del músico a finales de los setenta, fuera la puerta de entrada del músico en España. Joe Strummer en nuestro país no era la ampulosa y deslumbrante estrella british, o sólo lo era para unos pocos que conocían la leyenda de los Clash, y que tarareaban sus canciones a todas horas. De hecho, era tan poco conocido en nuestro país que, en más de una ocasión, tuvo que esforzarse, y a conciencia, para demostrar que, efectivamente, era el líder de los Clash. Strummer, como un Messi que llegara de incógnito a los suburbios de Ciudad del Cabo y se pusiera a entrenar a los chavales que juegan al fútbol en la calle, comenzó a establecer relaciones con algunas de las bandas más características de aquello que aún seguimos conociendo como La Movida. Era frecuente en el local de ensayo de Radio Futura, y hasta produjo un disco de los granadinos 091, Más de 100 lobos. El Pitos, Lapido o Arias -los componentes de la banda- no podían creer que aquel guiri que se apoyaba en la tasca bebiendo vino peleón y barato fuera Joe Strummer, uno de los grandes músicos del momento.

En su Dodge, que adquirió ya estando en nuestro país, Strummer se paseaba por la Gran Vía, Alcalá o Malasaña, en dirección a aquellos oscuros garitos que disfrutaba junto a sus nuevas amistades, y también se le podía ver subiendo las cuestas del Albaicín, camino de la Alhambra o sorteando las callejuelas que conducen a la Catedral, como el explorador que se adentra en una tierra desconocida y maravillosa. Aunque, de vuelta a su país, de vez en cuando preguntaba por su Dodge, incluso, en tono jocoso, aprovechó una entrevista en un medio de comunicación español para reclamarlo a través de las ondas, tampoco puso Strummer mucho interés por recuperarlo. Lo dejó aparcado en el garaje, se fue sin previo aviso, lo esperaba la paternidad en su país. Murió sin saber nada de su Dodge, o puede que lo tuviera perfectamente localizado, quién sabe. Por lo que relatan quienes estuvieron a su lado durante esos años, por las fotografías testimoniales que han quedado de su paso por España, es fácil intuir que el líder de los Clash fue feliz aquí, o que, al menos, no fue tan desgraciado como en el Reino Unido. La historia del Dodge plateado de Joe Strummer tal vez esconda en su interior una historia de sueños incumplidos, de recuerdos premeditadamente incrustados en la memoria, y que pueden ser el verdadero argumento de una anécdota con aspecto tan simple. Huellas, señales, necesitamos en cierto modo «esparcirnos» allá por donde pasamos, sobre todo si hemos sido felices o, al menos, no tan infelices como en el pasado.

En cierto modo, pretendiéndolo o no, establecemos un vínculo con ese lugar que, normalmente, está asociado a un estado mental o físico o a un periodo temporal concreto que nos ha sido grato -o que entendimos como tal-, llamémoslo felicidad, amor, tranquilidad, calma. Es nuestro pretexto para volver, lo hagamos o no, pero al menos siempre nos quedará ese lugar, ese estado o esa emoción y tendremos la esperanza de regresar algún día, aunque nunca lo hagamos. El paradigma del regreso, ese paraíso particular que auspiciamos en nuestro interior contra las inclemencias del presente. Joe Strummer no lo hizo, nunca regresó. El Dodge plateado circula por esa autopista que con frecuencia trazan nuestros recuerdos. En muchos casos, añoramos un pasado que tal vez no existió, pero que nosotros necesitamos mantener maravilloso, único e irrepetible. Con total probabilidad, buena parte de nosotros tenemos nuestro particular «Dodge» aparcado en cualquier garaje del pasado. La documentación en regla, correcto el nivel de aceite, medio depósito de gasolina, las ruedas puestas, dispuesto para arrancarlo en cualquier momento, aunque nunca lo hagamos.