LOS TONTOS
En realidad, lo reconozco, nunca me he importado estar en el batallón de los tontos, sobre todo después de descubrir los nombres más ilustres de cuantos componen el de los listos. Hay quien mantiene que, en esta vida, para llegar a algo, a lo que sea, más que inteligente, trabajador, constante o talentoso, hay que ser listo. Listo, listo de calle, especifican. Y cuando dicen listo es con la musiquilla del doble sentido, esa del “tú ya sabes lo que te quiero decir”. Lo paso mal en esas tesituras, lo reconozco, porque normalmente no pillo esos dobles sentidos guiñados y, por no caer más, porque no querer escapar del rebaño, cabeceo afirmativamente, aunque no me haya enterado. Esa es una peculiaridad muy frecuente en el batallón de los tontos: huir de las polémicas, no tratar de imponer nuestras ideas o tesis a toda costa, algo de lo que los listos hacen gala. Pero qué bonita es esa expresión: hacer gala, y yo no puedo dejar de imaginarme a un notas tela de guapetón con su esmoquin recién planchado. Pero volvamos a los tontos, a los que son como yo, más o menos. Otra peculiaridad, que no cualidad: somos fáciles de engañar. Sí, lo somos, y por eso formamos parte de los tontos, así de simple. Muchas veces nos engañan -normalmente algún listo, claro está- al hacernos creer que vamos a cumplir con un sueño, con una ilusión o anhelo. Sí, porque los tontos tenemos también tenemos esa tarita, que no nos falte de nada, somos soñadores. O más que soñadores, ingenuos, y creemos que podemos conseguir los objetivos por nuestros propios medios, sin trampear, sin zancadillear al compañero, sin abusar del rival. Para creer eso, imagínese lo tonto que hay que ser, normal que nos llamen así. No tenemos remedio, y me temo no han encontrado, de momento, vacuna para lo nuestro.
Ante la clásica duda, muy del estilo el huevo y la gallina, todavía nadie ha podido determinar si el listo nace o se hace. Porque ser un buen listo, de los que de verdad triunfan en la vida, y terminan teniendo muchas y buenas cosas, esas cosas que envidiamos, y envidiamos, tiene tela marinera, eso no está al alcance de cualquiera. Y seguramente requiere de un entrenamiento concienzudo, de tener claro hasta dónde se puede llegar, que es el infinito y más allá, como dijo el astronauta de Toy Story. Obviamente, el tonto nace, porque nadie en su sano juicio quiere ser y formar parte del grupo de los tontos. Por eso no me voy a cebar con ellos, pobrecitos míos. Además, hacerlo sería la mayor demostración de masoquismo que habría contemplado en mi vida, cargando contra mí mismo, tonto entre los tontos. Pero es un problema aún mayor, de verdad, y esto que voy a contar tal vez no lo crea, pero es así. Prepárese, que no es cualquier cosa. Tome asiento, respire hondo. Venga, lo suelto ya. Los tontos no quieren dejar de ser tontos, y a la mayoría cuando le ofrecen la posibilidad de cambiar, cuando un listo se acerca y le dice: vente conmigo, el tonto dice, decimos, que no. O sea, eso ya es el colmo de la tontura: el ser tonto por propia elección. El querer estar en el lado de los ingenuos, de los crédulos, de los fáciles de engañar. De verdad, es que hay que ser muy tonto para querer seguir siendo un tonto y no ser un listo. Todo un listo. Ya ves.
El Tangana, que hace muy poco ha recibido unos cuantos premios, ha conseguido que convierta en himno, o más que eso, en banda sonora de mi vida pasada, presente y futura, un canción de su último y aclamado disco. La coplilla de marras, como no podía ser de otra manera, se titula Los tontos, y la canta a dúo con Kiko Veneno -ese grande de la música que si hubiera nacido en Alabama estaría a la altura de Cash, Young o Springteen, y que aquí no terminamos de glosar como se merece-, y aunque toda ella es soberbia, en algunos pasajes se puede escuchar: tú te has creído que, por ser yo bueno, puedes ir pisando por donde friego. Qué pocas palabras para expresar tanto. Un sentimiento que con frecuencia me inunda, cual brisa marina. Porque nadie piense que los tontos no tenemos conciencia de nuestra tontura, pues claro que la tenemos, del mismo modo que la tenemos de cuando los listos nos hacen una de las suyas. Y eso no quiere decir que nos guste que nos pisen lo recién fregado, que no nos gusta, pero es que tenemos claro que la solución no es pegarle un fregonazo al listo de turno, aunque se lo merezca. Y es que, al final, ser tonto también tiene su cosa, y a lo mejor no lo puede ser todo el mundo. Pero es que nadie quiere ser tonto, o eso dicen.
LLEGAN LOS HILAUDIOS!!!!!!!!
Con realización de QwertyPodcast y Grupo ADM TV hemos creado los HILAUDIOS (mis hilos de Twitter, en podcast). Ya puedes escuchar el primero, que además narra de maravilla el gran Julio Muñoz Gijón (Rancio Sevillano). Si te apetece, aquí tienes EL TRASTERO https://open.spotify.com/episode/7KrSrSE7Q8h4JNnMlqEgjy?si=cR2vbK33SbaMPGHY-4DahA
NUEVA EDICIÓN DE LOS AMANTES ANÓNIMOS
La semana pasada anunciábamos una nueva edición de El lenguaje de las mareas y esta lo hacemos de Los amantes anónimos, apenas cuatro meses después de haber llegado a las librerías. Muchas gracias!!!!
SEVILLA, UN TERRITORIO PERFECTO PARA LA NOVELA NEGRA
Otro de los ejemplos más sobresalientes de novela negra de gran calidad ambientada en Sevilla viene de la mano de Salvador Gutiérrez Solís (Córdoba, 1968). Tras desarrollar una sólida carrera narrativa jalonada por algunos galardones importantes como el Premio Andalucía de la Crítica (2013), este autor debutó en el terreno negro en 2016 con «Los amantes anónimos» (Stella Maris). En dicha obra dio a conocer a Carmen Puerto, una investigadora atípica porque resuelve casos sin salir de su casa debido a los problemas psicológicos que padece. «Centrar Sevilla como un territorio de novela negra ha sido por admiración a la ciudad. Me siento muy integrado después de vivir veinte años aquí». Carmen vive en la misma calle del escritor, Padre Pedro Ayala, en pleno barrio de Nervión, y debajo de su piso está la peluquería de Jesús, personaje real que conoce bien Gutiérrez Solís.
«Sevilla sigue siendo clave y protagonista no sólo en “Los amantes anónimos”, sino también en “El lenguaje de las mareas” (2020, Almuzara), ya que una buena parte de la trama se desarrolla en la ciudad». En ese sentido, el autor de «El escalador congelado» asegura que esta capital cuenta con unas condiciones «muy saludables para ser escenario de novela negra porque no tiene unos espacios muy trillados».
Sigue leyendo Sevilla, Un territorio perfecto para la novela negra, pinchando aquí https://sevilla.abc.es/cultura/libros/sevi-sevilla-territorio-perfecto-para-novela-negra-202102070905_noticia.html

BUZONES
Han pintado los buzones de mi barrio, tanto los amarillos -donde dejamos las cartas-, como los azules. Imagino que habrán pintado los buzones de toda la ciudad, de toda Andalucía y de toda España, supongo. Ahora son más amarillos y más azules, lucen rejuvenecidos, como si reclamaran nuestra atención. Tal vez sea así, que tengo la impresión de que los tenemos muy olvidados en los últimos tiempos, tan entregados como estamos a la velocidad y a la tecnología. Yo, el primero, lo reconozco. Más cómodo, más barato, más de para ya, y todas esas cosas, es cierto, pero infinitamente menos emocionante. Desde que he descubierto esta colorista restauración de los buzones de mi barrio, y quiero pensar que de toda España, voy muy pendiente por la calle en su búsqueda, y todos los que me encuentro los fotografío. Todavía no sé el objetivo, si es que tiene alguno, tal vez sea por recuperarlos para mi vida, una vez más. Y es que durante un tiempo, varios años, los buzones fueron muy importantes en mi vida. Tanto los que se desperdigan por nuestras calles, como los que tenemos en los portales de nuestros edificios. En aquel tiempo más lento y no tan lejano, yo era muy asiduo de los buzones. Muy buzonero. Tanto, que llegué a tener controlados los horarios de recogida y distribución de los carteros, y me encantaba verlos rellenar sus enormes sacas de cuero con las docenas de cartas que almacenaban los buzones. A continuación, muy habitualmente, arrancaban sus vespas -o aquellas furgonetas cuadradas-, dando así por iniciado el traslado de nuestras cartas. Recuerdo cartas, tanto recibidas como enviadas, absolutamente memorables, y en muchos casos fundamentales en mi vida. Cartas, en algunos casos, que aún conservo. Cartas de concursos literarios ganados, cartas de editoriales rechazando mis primeras novelas (¡muchas!), cartas con fanzines, cartas del Diario Pop de Radio 3, cartas de novias, cartas de amigos, cartas oficiales con malas noticias, cartas oficiales con noticias esperadas, postales cariñosas y divertidas.
Sí, lo de ahora es como más eficiente, pero no tiene calor, tampoco tacto. Tiene muchas virtudes, eso no hay quien lo niegue, pero rara vez emocionan. Y es que no valoramos lo fácil, lo rápido, lo que no cuesta, o cuesta muy poco. Nada que ver con aquel tiempo de papel, tinta, sobre, sello y, claro, un buzón. Como los que ahora han repintado en mi barrio, consiguiendo que sean más amarillos y más azules. Entiendo y comparto esta elevación del tono, este llamar la atención entre el resto de mobiliario urbano. Hey, estoy aquí, sigo aquí, nunca me he ido. Creo escuchar que me dice el buzón de la esquina cada vez que paso a su lado. Y cuando creo escucharlo, regreso a aquel tiempo (no tan lejano) cuando iba con mis manuscritos fotocopiados camino de Correos. Fotocopiados y encuadernados por mí mismo con aquellas grapas doradas (que nunca supe cómo se llamaban realmente), con la ilusión y la esperanza puestas en tal o cual premio o en el beneplácito de aquella editorial que nunca respondió. La emoción de recibir una carta, los nervios al abrirla mientras subía la escalera, leer las primeras frases con los ojos muy abiertos. O escribir una carta, ese género que se ha convertido en especie en vías de extinción. Me temo que en el futuro habrá compilaciones de fríos y tristes correos electrónicos, siempre que el disco dure no nos falle.
El género epistolar en su peor momento. Esas correspondencias que nos han llegado, de Capote, Cernuda o Machado, las estudiaremos en el futuro como rasgo de un tiempo que pasó. Un tiempo que hemos llegado a considerar como lento, y que tal vez fue más rápido y decisivo de lo que imaginamos. Y es que acuñamos la definición de la velocidad en cada periodo por el que transcurrimos, sin tener en cuenta muchos elementos que siempre serán esenciales, necesarios, y queridos. No recuerdo la última vez que introduje una carta en un buzón, y esa desmemoria no me agrada, en cierto modo me araña. Sigo la tendencia, me dejo arrastrar por la velocidad, tal vez sea lo que corresponde. Tal vez sea que cambiamos. Mutamos, como un virus, pero todos al mismo tiempo. Seguiré coleccionando fotografías de buzones recién pintados. Que tal vez será mi mayor signo de resistencia.