Un año más, y ya van unos cuantos, el 1 de enero volvemos a hablar del vestido de la Pedroche, imponiéndose al vals vienés, a la elegante mesura de la Obregón y hasta a la actuación estelar de Nacho Cano. El éxito de las campanadas que retransmite Cristina Pedroche no gozan del favor del público por estar especialmente bien narradas, por la calidad de los planos, por la originalidad de los comentarios o similar, no, es mucho más básico el asunto, más primario, me temo. El éxito reside en el vestido, o no vestido, o como se pueda calificar esa cosa, que la popular presentadora exhibe cada Nochevieja. Ole. No seré yo quien censure la exhibición de Cristina Pedroche, ni se me pasa por la cabeza, faltaría más. Tampoco me escandaliza, sobre todo porque tampoco enseña tanto, apenas nada, y porque nunca me ha escandalizado el cuerpo de una mujer; me escandalizan los datos de fallecidos por el virus, los empleos destruidos o las escasas posibilidades que cuentan ahora los jóvenes. Doy por hecho que Cristina Pedroche hace el número del vestido por decisión propia, sin coacción alguna, en plenitud de sus facultades físicas y mentales, porque le da la gana o porque le apetece, por dinero, que por lo visto cobra una pasta gansa, yo que sé, en uso de su plena y absoluta libertad. Vamos, que nadie se lo impone. Partiendo de esta premisa, que es esencial, faltaría más, y respetando su decisión personal, por supuesto, debo de reconocer que a estas alturas de la vida, después de lo que llevamos visto, oído y andado, me sorprende, y hasta me escandaliza, que nos sigamos impresionando por algo así.
Desde un punto meramente estético, el vestido de este año ha sido horrible, una catetada en estado puro, por mucho que se trate de un homenaje a la mascarilla; como hortera no lo califico porque hay horteridades que me fascinan y que defiendo por su pureza y sinceridad. Una cosa fea, a secas, vamos. Un vestido, seamos sinceros, que no enseñaba nada de nada, pero nada, he visto trajes de chaqueta muchísimo más insinuantes, y no digamos ya elegantes, que ese modelito. Un vestido que pretendía ser algo que no era: una engañifa, vamos. Aunque puede que ese sea el éxito, digo yo, el creer que vas a ver algo, medio pecho, un cachete, lo que sea, la incertidumbre, qué sé yo. Parece ser que los españoles necesitamos ese tipo de incentivos en nuestras despedidas/entradas de año, tal y como en su momento hicimos con Sabrina o Samantha Fox, y cuyo testigo parece haber tomado Cristina Pedroche, aunque a ésta nunca se le escapa nada o no permite que nada se le escape, que yo creo que todo está manipulado.
Lo repito: no me escandaliza el vestido de Cristina Pedroche, tampoco me escandaliza que una mujer utilice su cuerpo como único y gran reclamo, siempre que lo haga por decisión propia -tampoco lo aplaudo, todo lo contrario-, lo que me escandaliza es que genere tal movimiento, que se convierta en un «asunto nacional». Algo que me traslada a esa España provinciana y analfabeta de casinos y tascas, de burdeles y anís, de rosarios y orfelinatos, de señoritos y chachas, en la que los hombres cuando se tomaban dos copas de más necesitaban un cacho de carne cerca, como el que necesita una baraja de cartas para pasar el rato. Eso sí me escandaliza, que sigan incandescentes las brasas de esa España fea y caposa, que no hayamos aceptado y superado tantos años de militancia porrina, de machitos a granel. Y hasta puede que me escandalice que se haya colado el tema del vestido en esta web, y no lo voy a justificar acudiendo al refrán de la culpa y las piedras.