Llega la primavera y celebramos el Día de la Poesía, que muchos consideran como algo ñoño, cursi y hasta desfasado. No sé por qué, pero desconfiamos y hasta nos burlamos de los días en los que se celebran cosas positivas, cosas bonitas. Emplee el adjetivo bonito sin pudor, que no pasa nada, nadie le multará, ni le sancionará y con frecuencia representará con bastante exactitud un acontecimiento, realidad o cosa concreta. Es bonito que le dediquemos un día a la poesía, y que las redes se llenen de poemas y más poemas, y que recuperemos algún autor que nos emocione y lo compartamos. Es bonito, sí. Yo procuro leer poesía todos los días, todas las noches antes de dormirme. A veces lo hago como terapia, sobre todo cuando acaban esos días feos y duros y amargos y jodidos en los que te quedas sin fuerza. En esos días, puñeteros días, un poema puede ser una hebra de esplendor, un momento de calma, de ocupar tu mente con algo que no tiene la textura del fango, y eso es mucho. Muchísimo. Uno de esos días, eso es impagable. Por eso yo celebro el Día de la Poesía con todos sus perejiles, a boca llena, con alegría y devoción, porque es un ámbito importante de mi vida. En la poesía he encontrado muchas preguntas, pero también he encontrado muchas respuestas. Me ha enseñado a contemplar y ver el mundo, y sus pobladores, con otros ojos. Renovados, limpios. La primera imagen no es la certera, tampoco la segunda o la tercera, hay que saber mirar dentro, más allá de las pieles, los prejuicios, los pudores y los conceptos. En la esencia. Porque la poesía desnuda lo verdadero, lo muestra, como un tesoro delicado y luminoso, que nos deslumbra entre las manos.
Las turbulencias de Dylan Thomas, el fulgor estelar de Cernuda, la real pulcritud de García Casado, la sensibilidad íntima de Julia Uceda, la exactitud de Carver, la normalidad de Ángel González, la solemnidad de Aleixandre, el largo aliento de Claudio Rodríguez, la sinceridad de María Victoria Atencia, la belleza total de García Baena, la sabiduría de Wisława Szymborska, el descaro de Gil de Biedma, la calidez de Braulio Ortiz Poole, la cotidianidad de Juanjo Téllez, la emoción de Pérez Azaústre, la duda de Eduardo García, la luz de Nacho Montoto, la trasgresión de Bukowski, la transparencia de Gloria Fuertes, el ingenio de Manuel Vilas, la permeabilidad de Raquel Lanseros, la iluminación de Fernández Mallo o la mirada de Eliot. Y podría citar más poetas, que con sus poemas, con su talento, me han acompañado en la mayoría de mis días, ofreciendo un instante al margen de la realidad, o transformando la realidad. No sé si está demostrado científicamente, si es que alguien se ha interesado por el asunto, pero no me extrañaría que la poesía tuviera un componente terapeútico, sanador, reparador como poco. O embriagador, que también lo necesitamos, de vez en cuando. Yo, desde luego, no concibo la vida sin poesía, del mismo modo que tampoco la concibo sin música o cine, sin arte. Sería otra cosa, más fea, más aburrida, sosa hasta la ausencia de sabor, perfectamente definible en su pequeñez. Y las cosas que son fáciles de definir no me interesan.
Más poesía, claro que sí, hoy, mañana y siempre, y por eso celebro su día desde la alegría, la emoción y el agradecimiento. Les debo a los poetas mucha belleza, mucha emoción, mucha luz, esas deudas que tenemos la obligación de contraer porque consiguen que nuestras vidas sean mejores, más bonitas. No renuncie, pronúnciela: bonita, qué palabra más bonita. En el Día de la Poesía, que es también el de la primavera, por su llegada, siempre me acuerdo de aquellas fiestas juveniles, aquellas fiestas improvisadas, repletas de parques, jardines, luces y hormonas, repletas de primeras veces, que siempre permanecen en nuestro interior. Días dichosos de ese tiempo en el que nos estábamos construyendo, repletos de una poesía de verso libre, entre lo salvaje, lo esencial, lo infantil y lo arrebatador. La poesía tiene de todo eso: nos conecta con lo esencial, con lo que se esconde bajo el disfraz de los años.