CINES DE VERANO

Durante la infancia, cuando llegaban estas fechas, pasaba la mayoría de las noches en los cines de verano de Córdoba. Los balcones de un amigo daban al Coliseo, junto a la plaza de San Andrés, y de cuando en cuando, nos invitaba. Pero era en el Olimpia, ese cine con nombre de leyenda francesa de la canción, muy cerca de la plaza de Santa Marina, al que acudí en un mayor número de ocasiones. Ver las películas era el pago en especie por haber adecentado y refrescado el cine cada día, con manguera y bañador. Puedo recordar, como si hubiera sucedido la pasada noche, los preparativos de mi madre para el reto que suponía ver Ben-Hur en un cine de verano. Una botella de agua casi helada y una barra de pan convertida en interminable bocadillo: bonito con tomate, por supuesto. Y Charlton Heston, ese romano menos romano que nunca hayamos podido imaginar, sobre la cuadriga, dale que te pego, noble y esclavo, líder de masas, converso y convertido, pero estrella del celuloide por encima de todas las consideraciones. Y así recuerdo cientos de películas, muchas de ellas de infame calidad. Todas las del dúo Esteso y Pajares, que en realidad no fueron tantas, las comedietas italianas protagonizadas por Jaimito, ese supuesto niño grande picarón interpretado por el “gran” Alvaro Vitali, las de Louis de Funes, ese cómico gabacho a lo Paco Martínez Soria o las de Terence Hill y Bud Spencer, que durante un tiempo se convirtieron en mis favoritas. Todavía no lo puedo comprender. La verdad es que esa pareja tenía algo de Quijote y Sancho Panza, de Asterix y Obelix y, sobre todo, de nuestros Capitán Trueno y Goliath. El bestia y el listo, y no pregunte quiénes de ellos ocupan los citados puestos.

Merecen mención aparte, por su cantidad, intensidad y capacidad hipnótica, y tal vez merezcan una novela, estudio, ensayo o similar, las películas de artes marciales, o de chinos, como las nombrábamos en mi barrio, que ocuparon entre agudos alaridos, rocambolescos saltos y bigotes afilados decenas de mis noches en los cines de verano. El fenómeno Bruce Lee, que sí interpretó algunas películas de cierta calidad, como Operación Dragón o El furor del Dragón –ya había dragones antes de Juego de Tronos-, desembocó en una riada, cuando no maremoto y puede que hasta tsunami, de producciones que saltaban de la B a la Z en un plis, canallas en sus interpretaciones, inclasificables en sus tramas, abominables en su mensaje: la venganza da sentido a la vida, e insufribles desde cualquier punto de vista. Curiosamente, hasta la película más petarda perteneciente a este género conseguía lo que no consiguen verdaderas obras maestras de la cinematografía mundial: la imitación por contagio. Nada más acabar la película de turno, las calles se poblaban de docenas de improvisados luchadores, hoy lo llamarían flashbruceleelovers o algo así, que trataban de emular lo contemplado en la pantalla, entre salamanquesas y mosquitos tamaño B52.

Solo recuerdo haber imitado a un actor no oriental a la salida del cine, a Nicholson tras ver esa delirante y maniática comedia que es Mejor imposible, trataba de no pisar las líneas rectas de las baldosas. Es el único que se ha aproximado a eso que lograron aquellas infames películas de artes marciales y las de Bruce Lee que contemplé en mi infancia y juventud. Pero no todo fue cine de casquería, recuerdo ciclos hasta el amanecer de Kubrick, Spielberg, Chaplin o Coppola. Y es que, por suerte, el cine de verano, casi al mismo tiempo que nuestro país, se fue normalizando hasta lo que es hoy, salas con techo de estrellas en las que se exhiben las películas que se pueden encontrar en cualquier cartelera de cine. Como cada verano, en numerosos puntos de Andalucía, no con la abundancia del pasado, indiscutiblemente, se siguen manteniendo estas salas temporales que nos ofrecen fresquitas veladas compartidas, de botellín y bocata, entre jazmines y albero, ya no tan contagiosas, en cuanto a gritos y extrañas posturas, en torno al cine. No es mal plan para una noche de verano.

PARÁSITOS

Con probabilidad, hay varias maneras de medir una buena película. O tal vez haya varias medidas para calificar una película. O se puede valorar a una película por muchos factores, habilidades y circunstancias, más allá de las estrictamente cinematográficas. Aunque las cinematográficas han de contar con el peso suficiente, o más que suficiente, para calificar a una película como mala, regular, buena, buenísima u obra maestra. Todo es relativo, o tal vez no debería serlo. Y, por tal motivo, muchas medidas y consideraciones han de ser tomadas en virtud de otros conceptos. De otros muchos conceptos, me temo. Cualquier embarcación actual es mucho mejor que la nao Victoria que emplearon Magallanes y El Cano para dar la vuelta al mundo hace cinco siglos, sí, pero en ese momento, aquella embarcación fue la mejor, la obra maestra de las embarcaciones. Con la cultura, con la música, con la pintura, con el cine, ocurre lo mismo. Hay películas que, cinematográficamente, no son excepcionales, pero suponen nuevos caminos, nuevas propuestas, nuevas formas, que posteriormente otros han mejorado y perfeccionado, pero sin esos primeros pioneros el presente no existiría. Parásitos, la gran sorpresa en la última entrega de los Premios Oscar, no es una nueva propuesta, no ofrece ni pretende una nueva reformulación del cine, tal y como lo conocemos. Y tampoco es una obra maestra, cinematográficamente hablando. Es más, me atrevería a asegurar que ateniéndonos a criterios estrictamente cinematográficos no era la mejor de las películas que competían por el Oscar. No cuenta con las soberbias interpretaciones de Joker o Historia de un matrimonio, no es un derroche de técnica como 1917, y no transmite esa sensación de gran cine, de todo un clásico en este tiempo, de El irlandés. No, es cierto, pero te hace pensar, te toca, te deja trastocado durante unos días. Interpretas y cuestionas la película, una vez ha finalizado. Y eso es una virtud a tener en cuenta.

En resumen, así en plan titular, Parásitos es una película sobre el capitalismo, sobre la lucha de clases, o sobre la existencia, simplemente, de las clases. Separadas, tabicadas, delimitadas, por cemento y concertinas, defendidas a cañonazos, si hace falta. Porque para que unos cuantos vivan muy bien tiene que haber otros muchos que vivan peor, incluso mal, muy mal, aunque eso ya lo sabíamos todos. Y para escapar de esa realidad, una familia que vive casi en la indigencia se inventa toda una serie de artimañas, algunas son realmente divertidas, con tal de revertir esta situación. No me cabe duda de que esa es la parte más atractiva y brillante de la película. Sobre todo, por desconocida, porque nos pilla por sorpresa a la mayoría. Esa exhibición de picaresca oriental que, para nosotros, occidentales, con nuestra mentalidad estricta de occidentales, difiere muchísimo de la imagen oriental, de método, exactitud y casi sumisión, que hemos ido elaborando a lo largo de los años. Otra virtud de Parásitos, y nada despreciable, por otra parte. Derrumba estereotipos.  

Aviso, viene spoiler. Acabo con lo que menos me ha gustado de Parásitos: su final. Lo acepto como espectador, sí, simplemente lo acepto, pero no lo comparto como persona, para nada. Tan poco me gustó que durante unos días estuve realmente enfadado. Y tengo muy claro que con otro final, el previo apenas ocurrido unos segundos antes, por ejemplo, la película de Bong Joon-ho no habría conseguido tal cantidad de Oscar. No soporto el final de Parásitos porque no deja de ser más que el reconocimiento del gran triunfo del capitalismo y del pesado lastre de las clases, que nos condicionan de por vida, hasta el punto de limitarnos vitalmente. No somos lo que queramos o podamos ser, solo aquello que nos permiten. A los pobres solo se les permite soñar con ser alguna vez ser ricos y vivir como los ricos. Eso solo pueden soñar, en realidad no es posible. Esa coletilla, ese giro final, acabó siendo el remate amargo de una película más hábil que inteligente, divertida por momentos, sorprendente en algún instante, inusual siempre. Su gran mérito: es interactiva. El debate está servido.

1917

En la pantalla, mientras comienzo a escribir este artículo, Apocalipsis Now, esa obra maestra, una más, de Francis Ford Coppola. La voz del coronel Kurtz resuena a través de un eco infernal, mientras un jovencísimo Martin Sheen contempla su fotografía. Una imagen en blanco y negro, de un apuesto Kurtz, previa a su transformación. Un Harrison Ford, sin canas y sin arrugas, y sin Chewbacca a su lado, escucha atento. A ratos el lado oscuro se impone al lado claro. Todos los hombres tienen su límite de resistencia. Coppola tal vez sea el primero en filmar el infierno de la guerra en su primera esencia, dentro del terror mismo. Hasta entonces, la guerra filmada era una sucesión de héroes, batallas, orden, disparos, victorias y derrotas, malos y buenos, pero no sentíamos, no contemplábamos, el miedo, el pánico, de las personas que tomaban parte. Coppola nos lo enseñó. El miedo del joven que no quiere descender del helicóptero, no quiero ir, grita, desolado. Ese mismo miedo, loco, descontrolado, insano, lo volvimos a contemplar en Platoon, la película con la que Oliver Stone nos abrumó. Una película fuera de tiempo, cuando ya creíamos haber visto todas las películas posibles sobre Vietnam, ese infierno, ese corazón de las tinieblas que Conrad nos contó y Coppola interpretó. Más allá de la fuerza física o armamentística, la guerra mental, psicológica, las fronteras que nunca nadie debería cruzar y que la guerra te empuja a hacerlo. Spielberg, especialmente en esos apoteósicos minutos iniciales de Salvar al soldado Ryan, nos trasladó de nuevo al borde del abismo, a ese punto en el que el hombre, cualquier hombre, ya no respeta nada, ni a él mismo. Hombres sacudidos por el miedo, que vomitan, que no controlan a su propio organismo, antes de participar en una orgía de sangre, explosiones, cuerpos y muerte.

Este 2020 ha comenzado trayéndonos otra formidable, pero también cruda, por real y nítida, reconstrucción de lo que supone la guerra, sin tener en cuenta los contendientes, las motivaciones, los derrotados y los vencedores. Dirigida por Sam Mendes, 1917 es una épica producción en la que volvemos a encontrarnos con el conflicto armado al natural, con todas sus miserias y miedos, en esta ocasión recuperando la Gran Guerra, que con toda seguridad es el episodio bélico que menos hemos podido contemplar en la pantalla, a pesar de aquella obra maestra de Kubrick, titulada Senderos de gloria. Y para dotar de mayo realismo a su historia, se vale Mendes de un falso plano secuencia, a modo de cámara omnisciente, o cámara que abarca todos y cada uno de los ángulos posibles, que emplea como narrador excepcional. Pero no solo no encontramos en 1917 la aspereza de la guerra, también el valor de la amistad, la ironía de las ideologías como elemento de confrontación y esa capacidad humana, escondida, como si fuera nuestro airbag salvador, para enfrentarnos y superar hasta las circunstancias más dramáticas, más allá del límite de nuestra resistencia. Magistralmente interpretada, con un ritmo que nunca decae, y con una banda sonora que te acongoja, 1917 ingresa en la nómina de las grandes películas bélicas. Películas que, en la mayoría de las ocasiones, tal y como le sucede a la que comentamos, esconden un claro y contundente mensaje antibelicista.

Me llama mucho la atención la publicidad de 1917, en la que se puede leer: del director de Skyfall. Eso es como publicitar el nuevo disco de U2 y anunciarlo como “de los creadores de Songs of the experiencie”, que es uno de sus trabajos más mediocres, y obviar títulos como War o Achtung baby, que tal vez sean la cúspide su trayectoria. Porque San Mendes ya nos ha ofrecido películas tan deslumbrantes como American Beauty o Camino a la perdición. 1917 lo apuntala, indiscutiblemente, en la cima de la cinematografía mundial, mostrándonos a un director inconformista, arriesgado, que va de un género a otro, con la suficiente maestría para acomodarlos a su propia concepción. 1917, como Joker, como Historia de un Matrimonio, como Parásitos, El irlandés o Dolor y gloria, es también la confirmación de un excelente año cinematográfico, en el que muchos, me incluyo, nos hemos reconciliado y regresado a las salas de cine.

RUPTURAS

Leía la pasada semana, en este mismo diario, que el 11 de diciembre es el día de las rupturas matrimoniales, así a modo de resumen. La fecha sale de un portal llamado Information es beautiful, que con toda probabilidad con ese nombre será el espacio virtual favorito de Zuckerberg y de Trump, y que tras un estudio a más de dos mil millones de usuarios de Facebook, da como resultado que el 11 de diciembre es cuando más se cambia la información sobre el estado sentimental en la red social de marras. Nos vigilan, hasta ese punto: Tinder al acecho. La explicación de algunos especialistas sustenta con gran lógica este argumento: la frase comida familiar de Navidad provoca en nuestro interior convulsiones y cambios anímicos similares a los que padecen aquellas personas mordidas por un zombie o vampiro. Porque lo que debería ser un momento entrañable se convierte en un inasumible reto, con frecuencia, en una maratoniana prueba emocional que no todo el mundo está dispuesto a superar. En el mismo artículo, se señala que la segunda fecha con mayor influencia en las rupturas de pareja se produce con el inicio de cada nuevo año. De hecho, al primer lunes del año los especialistas ya lo denominan Día D (de Divorcio). Y son muchas las causas, las explicaciones, las tesis y los teoremas, que básicamente se resumen en uno solo: si muchas parejas apenas se aguantan en el día a día, cuando se ven lo justo por los trabajos (quien tenga), rutinas y demás, la situación se convierte en insostenible cuando llegan los periodos vacacionales, muy prolongado el contacto, con el aliño del componente familiar. Hoy no vamos a hablar de suegros y suegras, de cuñados y cuñadas, pero todo el mundo sabe, por propia experiencia, que bien podríamos escribir todo un periódico, un manual obeso y hasta una enciclopedia de varios tomos, que son muchos los casos, los ejemplos y las aristas a analizar en el siempre complejo universo familiar.

Este artículo de las rupturas sentimentales me trasladó a la novela de Isaac Rosa, Feliz final, en la que narra con brillantez, emoción e hilando muy fino, tanto que todos nos podemos sentir representados, el fin de una pareja. Y casi coincidió en el tiempo, el citado artículo, con el estreno, por llamarlo de algún modo, de Historia de un matrimonio. Que las series de televisión y las plataformas han creado un nuevo concepto audiovisual es más que una evidencia. Y que en este cambio Netflix ha dado un paso más largo que el resto tampoco hay quien lo discuta. El año pasado lo hizo con la sensorial Roma, de Alfonso Cuarón, y este año ha ido más lejos con el El irlandés, de un tal Martin Scorsese o con la referida Historia de un matrimonio. Un inciso. Con respecto a la película de Scorsese, que tanto se está comentando, indiscutiblemente no es una de sus obras mayores, no es Uno de los nuestros o Taxi Driver, no, pero está muy por encima de la media de lo que podemos contemplar. Porque, a fin de cuentas, es una película de Scorsese, con todo lo que eso entraña.

Hay quien reconoce en Historia de un matrimonio una nueva Kramer contra Kramer, aquella legendaria película que nos instruyó en el divorcio y sus dolores cuando aún éramos unos novatos en el tema. Es una analogía demasiado simple, entiendo. La película de Noah Baumbach es una recreación de la ruptura desde todos los ángulos posibles, y contando con la participación de todos los afectados, en primer, segundo y tercer grado, de la pareja misma, a los hijos, y sin olvidarse de la familia y amigos. Fascinantes las interpretaciones de Scarlet Johanson y de Adam Driver, así como del resto del elenco, con unos sobresalientes Alan Alda, Laura Dern y Ray Liotta. La crítica coincide en una palabra para definir esta película: desgarradora. La palabra más acertada en este caso. Ya que toda ruptura supone eso, un auténtico y emocional desgarro, perder una parte, ya sea el 11 de diciembre, el primer lunes del año o el 23 de junio, mientras suena la canción de Vetusta Morla.

EL PODER DE LA CULTURA

En una televisión privada, Movistar, ha comenzado un programa titulado El poder de la música que debería estar en la parrilla, por pedagogía, calidad y necesidad, de una televisión pública, abierto a todo el mundo. La dinámica del espacio es muy sencilla: conocidos personajes, de muy diferentes ámbitos, cuentan a la cámara canciones, artistas, bandas, que han sido muy importantes en su vida, por los más distintos y variopintos motivos. Una emocionada Alaska, en la primera entrega, narraba, incluso con lágrimas en los ojos, lo que ha supuesto la figura, la música y las canciones de David Bowie en su vida. He de reconocer que me sentí plenamente identificado con Alaska, es de mi club. Siempre recordaré cuando me enteré de la muerte de Bowie, en un atasco, bajo la lluvia, dentro del coche, la voz del locutor al anunciarlo. Lloré durante varios minutos con las manos apretadas al volante, impotente, desconcertado, huérfano en gran medida. Y lo mismo me sucedió con Prince, Eduardo Benavente o Lennon. Hay canciones que me reportan tal cantidad de emociones que soy incapaz de administrar y calcular mis reacciones. Escuchar a Calamaro, en directo, cantar Paloma sigue siendo un chute de melancolía que me es imposible disimular. El viento a favor, El extranjero o Maldito duende, de Enrique Bunbury. Los Beatles, Dylan, Los Planetas, Viva Suecia, qué sé yo. No cito más ejemplos, avalancha. Y encuentro emociones similares, en intensidad, en descontrol emocional, en la literatura o en el cine/series. Soy el típico espectador llorón, lo reconozco, y necesitaría seis páginas de periódico para enumerar todas las escenas que me han enrojecido los ojos. Cuando acabé de ver Toy Story 3 tuve que permanecer en la butaca del cine varios minutos porque me daba vergüenza abandonar la sala con semejante llorera, y mientras pude me camuflé en las sombras.

En mis últimas novelas, trato de explicar y definir a mis personajes a través de sus consumos culturales. Porque somos como y lo que comemos, como conducimos, como vestimos o como fumamos (los que fumen), pero somos, sobre todo, lo que consumimos culturalmente. La música que escuchamos, los libros que leemos, las películas que vemos o las exposiciones que visitamos conforman nuestra personalidad. No son circunstancias livianas de nuestras vidas, meros adornos, no, nos construyen, nos perfilan, nos definen. Y, en cierto modo, tejen una red social invisible pero real que tiende a reunirnos, a seducirnos, a encontrarnos. Es emocionante toparse con otras personas que comparten tus mismas inquietudes, que se emocionan con expresiones similares a las que tú. Alivia, gusta, te proporciona una sensación de pertenencia, de inclusión, a un grupo, a un clan, a una tribu de seres similares. A la Literatura, por ejemplo, algo que nunca me cansaré de repetir, le debo algunos de mis mejores amigos, que son algo parecido a una familia, según pasan los años. Y eso nunca sabré como agradecérselo, además de todas las satisfacciones que me reporta a diario, cada vez que tengo un libro entre las manos.

Dicen que los hijos tienen que matar, en un sentido metafórico, a sus padres, consecuentes con el tiempo en el que se desarrollan. Siempre tiempo con circunstancias muy diferentes a las nuestras, muy diferentes, por muchos paralelismos que pretendamos establecer. Por eso, yo no quiero ni pretendo que a mis hijos les gusten la música, las películas o los libros que a mí me gustan, eso sería un ejercicio de onanismo fundamentalista. Lo que quiero, y pretendo, es que también se dejen emocionar, construir y definir por las expresiones culturales con las que más se sientan identificados. Que hagan de la cultura, en cualquiera de sus manifestaciones, un elemento cotidiano de sus vidas. Porque estoy seguro que las suyas serán vidas más ricas, más limpias, más libres y menos solitarias. Porque la cultura, al menos así yo la entiendo, puede llegar a ser la compañía más estable, duradera y fiel con la que te encuentras a lo largo de tu existencia. Gracias a la música, a los libros, a las películas, siempre me he sentido acompañado, nunca solo, y eso no es poco.

TODO SOBRE ALMODÓVAR

Pedro Almodóvar, junto a Antonio Banderas.

Lo recuerdo perfectamente, es una de esas secuencias que siempre permanecerá en mi memoria. Palacio del Cine, o Palacio del Cinematógrafo, como lo denominaba Pablo García Baena en ese poema memorable e inmenso, que encierra un brokebackmountain cordobés, Impares, fila 13, solo cinco espectadores, incluidos mi hermano Pedro y yo en la sala. Los únicos, de los cinco, que acudíamos al cine con conocimiento de causa. Por aquel tiempo, el Palacio del Cine apostaba por aquel cine erótico acampanado, entre soft y ridículo, que se marcaba con una S, y el que una película se titulara Laberinto de pasiones estaba predestinada a formar parte de su programación. Eso mismo debieron pensar los otros tres espectadores, que fueron abandonando la sala, paulatinamente, unos minutos después de haber comenzado la proyección, visiblemente decepcionados. A Laberinto de pasiones, a Pedro Almodóvar, llegamos través de la música, en aquellos años iniciáticos y efervescentes de La Movida. Y es que Almodóvar, ese manchego gordito e irreverente, junto a Fabio McNamara, era frecuente en el Diario Pop de Radio 3, en Pista Libre o en La edad de oro, de la añorada Paloma Chamorro. El anzuelo fue la música, es cierto, pero lo mordimos, nos lo tragamos hasta lo más dentro, y durante años fui, como un beato al encuentro de su santo, a todos y cada uno de los estrenos de Pedro Almodóvar. Y durante años su cine me fascinó, me cautivó, a pesar de Tacones Lejanos, a pesar de Kika, pero ahí estaban La ley del deseo, Matador o Mujeres al borde de un ataque de nervios para mantenerme dentro del redil.

Provocador, irregular, genial tal vez por eso mismo, visionario, trasgresor, Almodóvar nos aportó una nueva mirada, más amplia y diversa, sobre nuestra propia sociedad. Alumbró los rincones, los puntos muertos, lo que no nos habían mostrado hasta entonces. Los yonkis, las travestis, los homosexuales, los chulos, los camellos, las marujas de siempre, las secretarias de verbo rápido o nuestros abuelos, se colaron en las pantallas de los cines, fueron visibles. Se normalizaron, en cierto modo. Le debemos a Almodóvar mucho más de lo que imaginamos, y es que su riesgo, su provocación, fue la llave que abrió la puerta del mañana, de este hoy que disfrutamos. Los llamativos colores de las viviendas de sus personajes se colaron en nuestras casas, consiguiendo, en gran medida, colorear, igualmente, una sociedad que aún seguía instalada en el blanco y negro mortecino y rijoso del NODO. Un verdadero soplo de aire fresco, en nuestra cinematografía, pero también, y sobre todo, en nuestra sociedad. El cambio de Siglo no le sentó nada bien a Almodóvar, y salvo en Hable con ella y Volver apenas recuperó ese latido, vigoroso y canalla, vertiginoso y ocurrente de sus inicios, como si el caudal de su creatividad se hubiera secado por completo.

Ha cumplido Almodóvar 70 años y lo ha querido celebrar recuperando buena parte del brillo y nervio del pasado. Su última película, Dolor y gloria, no puede considerarse como una de sus grandes obras, aunque sí que es muy superior a lo que nos ha ofrecido en los últimos tiempos. Si su cine siempre ha sido muy personal, rescatando momentos de su propia vida, Dolor y gloria tal vez sea la más autobiográfica, con un espléndido Antonio Banderas que encarna al propio director manchego. Convertir a Penélope en su madre, con seguridad forme parte de ese juego cinematográfico que ha desarrollado a lo largo de su trayectoria, en la que con tanta frecuencia ha recorrido la distancia que separa a la realidad del deseo gracias a la cámara. Estoy seguro que todavía nos quedan algunas maravillosas películas de Almodóvar por disfrutar, el tiempo lo dirá, aunque tampoco le exijamos en demasía a quien tanto nos ha dado. Con toda seguridad, siempre tendremos una cuenta pendiente con él.

PENÉLOPE CRUZ

Penélope Cruz

La vemos desfilando por la alfombra roja, en las presentaciones y fiestas más elegantes, exhibiendo con coquetería unas pestañas falsas, diseñadora de moda o reclamo de una causa justa y solidaria, y seguimos viendo a la Penélope que devoraba un bocadillo de salchichón en la escalinata del instituto. La chica de barrio, la chica del cinturón rojo de Madrid, la chica que se descoyuntaba en La quinta marcha, la chica que sedujo a Nacho Cano en un videoclip febril, la chica con los pechos con sabor a ajo, no es que se nos haya hecho mayor, porque Penélope siempre desprenderá un halo juvenil, pero sí que ya es una mujer, mujer mujer, en toda regla,. Y el Festival de San Sebastián ha querido, con acierto, reconocer su amplia y exitosa trayectoria.

No es Penélope una actriz de academia y técnica, de disciplina y artificio, no, se le nota a la legua, pero es que eso forma parte de su grandeza. Si se hubiera dedicado al fútbol, Pe hubiera sido nuestra Raúl femenina, la estrella lista, cuca, con la picardía del recreo, con la intuición a flor de piel y la ambición como bandera. Ese delantero que sólo cuenta con los cinco minutos que el entrenador le regala y que sabe aprovechar. Penélope ha aprovechado todas y cada una de las oportunidades que le ha ofrecido la vida, no ha pasado nunca de puntillas ante ningún reto, se ha atrevido con lo que no le creíamos posible y ya lleva un tiempo recogiendo los frutos de la siembra. Cuando le conceden la ocasión, Pe siempre marca el penalti. Para Bigas Luna fue la chorbita que se desea más por exageración que por mesura en Jamón, Jamón, para Fernández Armero fue esa amiga alocada y guay que a todos nos gustaría tener en nuestro primer piso compartido de juventud en Todo es mentira. Para Almodóvar ha sido todo lo que le ha pedido. El grito en un autobús, un torrente de lágrimas, una Silvana Mangano arrojada y de barrio, de chato de vino y pisto, de rabillo y copla, y hasta su propia madre en Dolor y gloria. Woody Allen quiso que fuera, en su película, la pasión desenfrenada, el amor imposible e irremediable, la tragedia de los celos, y Penélope se lo dio, con unas gotas de ese españolismo de portal y de charleta en la espera de la peluquería que ella tan bien maneja.

A Pe la contemplamos desde la familiaridad porque la hemos visto crecer, y, con frecuencia, no caemos en la cuenta de que ella y su pareja, el oscarizado Javier Bardem, tal vez sean las estrellas europeas más rutilantes de la cinematografía actual. Es Penélope Cruz una actriz en constante crecimiento, un torrente que canaliza su propia naturaleza cuando la ocasión así lo requiere, una sonrisa franca, la picardía frente a la cámara, la seducción a flor de piel. En los últimos años, con la excepción de la película de Manolete, me temo, hay que reconocerle que ha sabido escoger con acierto sus papeles, que ha seleccionado y que sólo ha aceptado trabajos que le han ayudado a cimentar su carrera. Una de las grandes habilidades de Penélope ha residido en la instrumentalización de su físico, que bien podría haber empleado para ser una nena mona, a secas, una chica más de calendario, y que ella ha transformado en una latinidad efervescente, en una pirueta repleta de pellizco y gracia.

ÉRASE UNA VEZ TARANTINO

Quentin Tarantino

Mi primera vez con Tarantino, Reservoir dogs obviamente, fue en un cine de verano. Fui el último de mis amigos en verla, y como a ese hereje que es necesario convertir a la mayor brevedad, así me conducían, incrédulos de que aún no hubiese visto la nueva gran maravilla del cine mundial. Suele suceder, cuando se pasan un tiempo dándote la tabarra con las bondades de algo, cuando llega el momento vas con el colmillo retorcido y la mirada afilada, buscando más el error que la virtud. Somos así, no lo podemos remediar. No fue, precisamente, un amor a primera vista lo mío con Tarantino, Reservoir Dogs me pareció mucho menos que la fama que la precedía, soporífera en determinados diálogos, y de sonrisa, como mucho, en algunos momentos, mientras que mis amigos tildaban aquellas ocurrencias, tipo a la de Madonna, como auténticas genialidades. Me entretuvo y poco más, seguía prefiriendo al auténtico, a Peckimpack, tan presente en toda la película. Y llegó Pulp Fiction y me tapé la boca. Indiscutible, incuestionable. Me entusiasmó de principio a fin, excitante, apasionante, un torbellino de ideas, diálogos y planos memorables, uno de los despliegues más arrebatadores que he contemplado en una pantalla de cine. En estado de gracia, Tarantino durante un tiempo fue un cineasta que no dudaba en proclamar sus referencias, en acudir a materiales más allá de los estrictamente cinematográficos, y que a la vez tenía el tiempo y talento suficientes para participar en otros proyectos, de un modo u otro, como Amor a quemarropa, Asesinos natos o Abierto hasta el amanecer, junto a su amigo Robert Rodríguez.  Un ciclón creativo.

En Jackie Brown, que sigue siendo una de mis preferidas, encontré a un Tarantino más sosegado, más comedido, pero mejor narrador, ofreciendo diferentes puntos de vista. Y prosiguieron las excesivas, delirantes y maravillosas Kill Bill, I y II, y Malditos Bastardos, irregular acercamiento al cine bélico. De sus dos incursiones expresas en el western clásico, en todo su cine siempre hay referencias, solo me interesó, y no excesivamente, Django desencadenado; Los odiosos ocho me parece su película más fallida hasta el momento. Ha regresado Tarantino a las pantallas con Érase una vez Hollywood, que bien podría considerarse como la película menos suya, si revisamos su obra pasada, la más convencional desde un punto de vista narrativo, pero no por ello deja de ser memorable, hasta el punto de situarla, sin dudar, en la cúspide de su carrera. Es una historia contada con nervio, con soltura, sin esos diálogos suyos, tan característicos por otra parte, pero que en más de una ocasión me han conseguido desesperar. Acaba ya, he tenido ganas de gritar en más de una ocasión. Tanto Brad Pitt como Di Caprio realizan unas fantásticas interpretaciones, no se hacen sombra, no se estorban, se complementan perfectamente. Y lo mismo sucede con Margot Robbie, tan monumental como breve en su recreación de Sharon Tate. Citándola, es inevitable mencionar a Charles Manson, tan presente durante todo el metraje, desde una perspectiva que recuerda mucho a la narrada por Emma Cline, en su espléndida novela, Las chicas.

Érase una vez Hollywood es la declaración filmada de amor que Tarantino le dedica al cine, a los géneros que le han acompañado a lo largo de su vida, a sus claras e inevitables referencias, del cine negro, a la comedia, pasando por el Spaghetti Western, capital en esta película. No termino de comprender las devastadoras críticas que este film ha recibido por parte de determinados críticos, parapetándose tras extensísimos textos, en algunas ocasiones, como si necesitaran muchas palabras y argumentos para explicar su rechazo. Cuenta con todos los ingredientes que le debemos exigir a una obra de estas características, además de desprender una pasión, un continuo homenaje, al cine y sus principales protagonistas. Después de ver Érase una vez Hollywood, espero que Tarantino no cumpla con su promesa, de retirarse tras dirigir la décima película –le quedaría solo una-. A este nivel, que nunca separe la claqueta de su mano.