LA NUEVA NORMALIDAD

Es terrible, a ratos atroz, grotesco en ocasiones, el vocabulario que hemos incorporado en las últimas semanas a nuestras vidas: desescalada, escalada, pandemia, confinamiento, virus, pandemia, el o la covid, qué poca poesía, y qué narrativa más tosca y negra. Aún así ya han llegado las primeras novelas sobre este tiempo tan chungo. Mi admiración por esos velocistas de las letras. Escribir una novela, con su correspondiente corrección, maquetación, diseño y promoción en poco más de dos meses. Hasta el mismísimo Balzac sentiría envidia de tal, tal, cómo decirlo, capacidad, facilidad, agilidad, la verdad es que no termino de encontrar el adjetivo adecuado. Volviendo a las palabras, tal vez un tiempo feo requiera de palabras feas, de no sacrificar en vano a las más bellas, que no lo merecen -por otra parte-. Tampoco lo merecemos nosotros. Otra de las expresiones de nuevo cuño es la denominada “nueva normalidad”, que si usted le dedica unos segundos a analizarla tal vez le descubra más significados y fronteras de las que podamos imaginar. A mí lo de la nueva normalidad no es que me suene a algo feo, me suena a algo que tal vez no me guste demasiado, porque me gustaba, y mucho, mi normalidad de hasta ahora. De bullicio, de gentío, de aglomeración, incluso, sin control, sin pensar en los horarios, en las concentraciones, en la afluencia, casi sin pensar en nada. Y claro, esto es otro rollo. Pasamos de una farra con enganchón hasta la madrugada a una cita planificada por la agenda del teléfono. Yo soy muy de bullas, me gustan. La nueva normalidad hubiera quedado muy chulo como nombre para un grupo ochentero, de la Movida, con un toquecito techno, si me apuran, con pelos escaldados y hombreras como alas de cigüeñas. Puedo ver la portada del disco.

En la nueva normalidad no hay abrazos, ni besos, tampoco festivales, ni ferias, y los niños a los colegios nos cuentan que solo irán la mitad. Y las presentaciones de libros, ay, podremos entrar unos poquitos, un puñadito, como en los museos, o en los cines. Y en la nueva normalidad, que no moralidad -y eso que haría falta, sobre todo para algunos-, viajaremos en aviones sin pegarnos codazos, cuando nos dejen, pero serán más caros, y lo mismo nos sucederá con los trenes. Y tendremos miedo a subirnos a un autobús, y cuando alguien vaya sin mascarilla lo contemplaremos como un delincuente y el sonido de un estornudo sera tan terrorífico como el de una bomba. Y ya no voy a tratar de anticipar todos esos efectos que le presupongo a la nueva normalidad y como si de un camaleón me tratase, me adapto a ella, no sé si por salud mental, oportunismo o supervivencia. Lo que le pido, ya que es nueva imagino que aún está en proceso de conformación, es que por una vez que no ganen los de siempre. Porque si a los ciudadanos de pie, a los curritos, se nos obliga a cambiar, que cambien también los demás. Que la igualdad y la riqueza, sí, de una vez por todas, sean equitativas a toda la población, y que lo mismo ocurra con las oportunidades. Que mis hijos, y los suyos y los de más allá, salgan del mismo punto de partido y que recorran los kilómetros que ellos mismos decidan o puedan, en virtud a su vocación o talento, pero no por la disponibilidad económica de sus padres. Lo estoy diciendo, y sé que no sucederá.

La nueva normalidad debería ser, según tengo entendido, la de las ideas y la creatividad, y por eso mismo ya empiezo a desconfiar. Esta misma semana, dos meses después de que comenzara el Estado de Alarma, el ministro de cultura ha anunciado las ayudas al sector. Que son, a una parte del sector, claro, a la industrial. Para los que escribimos los libros, o componen las canciones o filman las películas no hay nada. Que sí, que sin industria no hay cultura, pero sin el hecho creativo, sin las canciones, los cuadros o las novelas, tampoco la habría, y a ese embrión nos han dejado atrás. Espero y deseo que eso no forme de la nueva normalidad y que solo se trate de unos primeros auxilios, de apagar los primeros fuegos, y que luego nos tendrán en cuenta. Sé que no será así, pero quiero ser optimista. Como lo soy, aunque pueda parecer lo contrario, con la nueva normalidad, que lo mismo hasta me acaba gustando. Fíjate tú.

MIENTRAS CRUZAMOS LA PUERTA

Estamos cruzando la puerta, pero no sabemos lo que nos aguarda a continuación. Nos lo repiten una y otra vez. Todo será diferente. Nada será como antes, llega lo desconocido. Un nuevo tiempo. Y ante todas estas proclamas, ante semejantes vaticinios –tiempo de gurús, videntes e idiotas-, yo me pregunto: ¿qué mundo tan cutre y escuálido habíamos construido, después de tantos y tantos años, después de tanto y tanto currar, que no soporta un mes o dos de inactividad? Si no tuvieras ahorros para subsistir durante un mes, después de llevar años trabajando, todos dudarían de tu capacidad, de tu eficacia y de tu yo qué sé, no hablaría bien de ti, en cualquier caso. Quién no se ha roto una pierna, un hombro, o lo han operado de una hernia, o de un ligamento o de lo que sea, y se ha tirado un mes o dos de reposo, convaleciente, y eso no ha supuesto que su vida se haya transformado en otra cosa absolutamente diferente -o que haya acabado-. Pues nada, parece que esos ejemplos con nuestro sistema no valen, o nos dicen que no vale. Si el cambio es a mejor, pues mira, hasta lo compro, pero si va a ser para hacer lo de siempre, pues ya tengo mis reservas. ¿Recordamos la gran crisis financiera de 2008? Esa que generaron unos pocos y que pagamos todos, esa misma. ¿Recordamos las proclamas y augurios de aquellos días? Pues eso, que el resultado fue que los que la liaron parda, los que reventaron la burbuja a costa de inflarla -al mismo ritmo que inflaban sus bolsillos- acabaron siendo los grandes beneficiados y los estafados, los que nunca fuimos a las salas VIPS, los que no tuvimos cuentas en Panamá, ni segundas residencias ni coches de gama alta ni acciones ni tantas y tantas cosas acabamos, de rodillas, bayeta en mano, limpiando los churretes de una fiesta a la que nunca fuimos invitados.

Estamos cruzando una puerta de considerable grosor, me temo que nos va llevar un tiempo y que, finalmente, cuando creamos ver la luz, la veremos muy lentamente, como si se tratara de una secuencia rodada por Bergman. Mientras eso sucede, propongo que aprovechemos este momento para recuperar o restaurar emociones, contactos, que hemos olvidado en el tiempo. Estoy seguro que este prolongado confinamiento propiciará que haya un aluvión de separaciones y divorcios -para quien pueda pagarlo, claro-, pero creo que también traerá renovación de enamoramientos, o enamoramientos, a fin de cuentas; redescubrir sensaciones, pasiones del pasado, que la rutina, eso que llamamos el día a día, se empeña en esconder -en el armario de los sentimientos-. Y algo parecido nos puede suceder con nuestros hijos. Yo estoy disfrutando mucho de mi familia estos días. Apenas hablo por teléfono, prefiero hablar con ellos. Muchas horas hablando, contándonos de todo, y larguísimas tardes de juegos, parchís o Monopoly, en las que no paramos de reír, de saltar y brincar con las jugadas más decisivas. En un principio lo entendí como meros pasatiempos con los que mejor sobrellevar el confinamiento, pero hoy ya lo considero como un regalo, tal vez el único, de este tiempo extraño y atroz.

Estamos cruzando la puerta y todavía no somos capaces de adelantar lo que nos encontraremos a continuación -salvo los gurús y los idiotas, claro-. No sabemos si habrá luz, o por el contrario la oscuridad nos cubrirá. No sabemos si nos encontraremos ante un nuevo mundo o más de lo mismo, que es el temor de tantos, mi gran temor. Nos encantan los hashtag de buenas intenciones, #unidos #solidaridad #venceremos, del mismo modo que nos gustan las películas malas con final feliz, pero a la hora de la verdad lo mío es mío y mis privilegios son mis privilegios y los quiero conservar todos, por encima de todo y todos. Y así es muy difícil que este barco en el que llevamos navegando durante tantos y tantos años siga a flote. Por eso, en mi casa al menos, mientras cruzamos la puerta, hemos optado por fijar las juntas, por elevar el nivel de flotación, vaya que luego la marea o lo que sea, sea mayor de lo que imaginamos.

EL PARAÍSO QUE NUNCA FUE

Si fuera especialmente desconfiado, mal pensado, retorcido incluso, podría llegar a creer que durante años nos han estado instruyendo para todo esto por lo que estamos pasando. Nos enseñaron, primero, que tener una propiedad, una casa especialmente, era lo más parecido a alcanzar nuestros sueños, y nos entregamos a ello sin freno ni control. Inflamos tanto, tanto, la burbuja que acabó reventando. Y todos, de un modo u otro, reventamos a la vez. Eso sí, con nuestras hipotecas a treinta y cinco años, condenados, en la mayoría de los casos, a vivir en la misma casa durante ese tiempo, sin tener en cuenta nuestras circunstancias. Esas casas que nunca reconocimos como el yugo y que llenamos de comodidades y avances tecnológicos para mejor disfrutarlas. Internet a banda ancha, a todo lo que da, sin límite de descarga; pantallas de televisión del tamaño de una mesa de ping pong; unas cocinas que jamás habrían soñado nuestros padres, donde jugamos a emular a los grandes cocineros; esplendorosas y frondosas zonas ajardinadas, piscinas comunitarias, pistas de pádel y de fútbol sala, parques infantiles, en el glorioso universo de las urbanizaciones en las afueras, la gran metáfora de la propiedad en este tiempo. Convertimos las cenas con amigos, sin salir de casa, para qué, en el gran acontecimiento de nuestras duras semanas -para pagar el hipotecado sueño-. Y Amazón y Aliexpress nos comprendieron y nos pusieron el mundo a nuestra disposición, solo con introducir el número de la tarjeta de crédito en el lugar correspondiente.

Si fuera especialmente desconfiado, mal pensado, retorcido incluso, podría llegar a creer que durante años nos han instruido en mantener relaciones a distancia, muy cómodamente, sin tener que salir de casa. Del adictivo Messenger a las redes sociales de la actualidad, que en muy poco tiempo nos convirtieron en consumados periodistas, en expertos fotógrafos y en tipos especiales, mil felicitaciones recibimos en nuestro cumpleaños. Y, lo más importante, en muy poco tiempo tuvimos amigos en Argentina, Marruecos, Toledo, Murcia o Badalona sin necesidad de mover los pies de nuestra casa. Amigos de verdad, con los que hemos construido una nueva y sólida sociedad, que se rige por principios muy parecidos a la real, pero de la que puedes formar parte sin esfuerzo alguno. Las deslumbrantes videoconsolas actuales, en las que protagonizamos apasionantes aventuras o le metemos un gol por la escuadra a Ter Stegen, son el resultado de un lento pero continuo aprendizaje de años, desde que mordimos el anzuelo con los viejos Spectrum o con el Comecocos. Y llegaron las plataformas digitales, con sus mil canales, de golf a pesca, y sus series alucinantes; el cine llegó a casa, nos repetimos. Pero es que hicimos lo mismo con la música o con la lectura, hasta el punto de que arrinconamos a nuestros orondos discos duros, que durante mucho tiempo fueron nuestro gran templo cultural y memorialista.

Y llegamos a este momento, en el que todas esas habilidades y conocimientos adquiridos durante décadas alcanzan todo su esplendor. Nuestros hijos ya no necesitan ir al colegio, se las apañan de maravilla con Hangout, Skype o el Classroom. Teletrabajamos desde la cama, en pijama, a veces son las doce y todavía no nos hemos cepillado los dientes, y eso que ya hemos mantenido dos reuniones. No tenemos que comprar entradas para conciertos ni soportar codazos, Coldplay o Coque Malla actúan en el salón de casa; visitas privadas al Louvre o al Prado, Velázquez como jamás lo podríamos haber imaginado ver. Me pongo en forma con la reina del fitness y gracias a un tutorial de Youtube por fin cumplo uno de mis sueños: estoy aprendiendo a tocar la guitarra. En fin, qué le digo, si yo fuera especialmente desconfiado, mal pensado, retorcido incluso, podría llegar a creer que durante años nos han estado instruyendo para este virus que castiga, y de qué manera, el contacto, las relaciones. Y la trampa en la que ahora estamos encerrados, nuestra casa, nunca la hemos considerado como tal, sino como lo más parecido al paraíso.