GLORIA

Una vez más, el azote, la borrasca, el temporal, con nombre de mujer. Y no me estoy refiriendo al Pin Parental, me refiero a Gloria, que nos ha dado una buena tunda los últimos días. Si usted busca en internet por qué se le adjudican nombres de mujer a las catástrofes climáticas, podrá encontrar mil y una explicaciones. Y como hacemos todos, porque todos lo hacemos, se quedará con la que más le interese, complazca o estime, allá cada cual con sus verdades. Estoy seguro que a Carmen Calvo no le gusta nada que le asignen nombres de mujer a los temporales, como tampoco le gusta poner coletilla de género al Congreso y al Senado, y tal vez tenga razón y asunto zanjado. Tengo claro que las recomendaciones de la Academia de la Lengua atufan a laca a granel y pachulí del barato. No termino yo de entender a esta institución, tan generosa siempre con todos los anglicismos que asumimos o con chorradas varias, recordemos lo de amigovio, y tan tajante, tan exhaustiva, con el lenguaje de género. Sea como fuera, las mujeres siempre acaban pagando, lo que sea, pero pagando. Una cosa, vaya. Desde ese punto de vista, podríamos limitarnos a enumerar las catástrofes naturales, 1, 2, 3, y así, y santas pascuas, asunto solucionado. A veces, solo a veces, las soluciones son más fáciles de lo que podemos imaginar, las tenemos al lado, nos rozan, basta con abrir la mano para cogerlas, y asumirlas. Pero hay que querer, claro, hay que querer. Para explicar esto viene muy bien la imagen del vaso o botella, escoja, que puede estar medio llena o medio vacía según quien la mire. Pero no solo eso, que yo en ciertos momentos la veo llena a reventar y en otros más vacía que mi hucha. O sea, no solo los ojos, también el momento, que todos los detalles desempeñan su labor y nos determinan, claro que sí. Yo no sé si es bueno ese optimismo de la botella casi llena que a veces siento y que sería mucho mejor, más terrible, y hasta real, esa botella vacía que auguro, a modo de freno, tope, advertencia, lo que sea.

La gloria es una cosa muy etérea, es como lo de la botella, y hay quien la siente mirando a los ojos de sus hijos, colando un gol ante cincuenta mil espectadores o participando en La isla de las tentaciones, que es la última aberración televisiva que se han inventado. El reto de la fidelidad, como premio, como aspiración, no como determinación. La gloria también puede ser, lo es, ganar un Goya. Banderas tiene esa opción, y también un Oscar, que ya es una gloria VIP, y yo me alegro mucho por él, que crecí viendo sus películas al mismo tiempo que lo hacía él como actor. Hasta que se fue a hacer las américas y dejó de crecer para ser su propia franquicia. La demostración de que el dinero no, siempre, da la gloria. Banderas, en Dolor y gloria, se transforma en Almodóvar y borda un papel que muchos le hemos estado esperando unos cuantos años. El título de la película puede entenderse hasta como una metáfora de ese proceso.

Durante muchas temporadas, la majestuosa Sofía Vergara ha sido Gloria en Modern Family, esa serie americana más atrevida y contemporánea que muchas de las producciones de la atrevida y contemporánea Europa. Una serie en la que un matrimonio de gays adoptan a una niña asiática, y por tanto inmigrante, y una divorciada colombiana, y por tanto inmigrante, con su hijo, también colombiano e inmigrante, contrae matrimonio con un hombre que le dobla la edad, y hay una familia en la que unos padres hablan de sexo, y sus hijos acuden a un colegio en el que hay negros, latinos y asiáticos, una ONU de las razas, vamos. Hay quien pueda entender todos esos factores como un dolor, que bien se podrían haber evitado, poniendo medidas, y se empieza con un PIN y se acaba con una valla, o con un cerrojo, o con una celda, ya puestos. Hay quien, como yo, en el batallón de ilusorio buenismo, que lo entiende como una gloria, por eso mismo de la botella o porque lo considere el triunfo de la libertad, de las emociones y, sobre todo, de la lógica. La lógica, que tal vez sea la gloria, en estos tiempos de tan irrazonable dolor.

TODO SOBRE ALMODÓVAR

Pedro Almodóvar, junto a Antonio Banderas.

Lo recuerdo perfectamente, es una de esas secuencias que siempre permanecerá en mi memoria. Palacio del Cine, o Palacio del Cinematógrafo, como lo denominaba Pablo García Baena en ese poema memorable e inmenso, que encierra un brokebackmountain cordobés, Impares, fila 13, solo cinco espectadores, incluidos mi hermano Pedro y yo en la sala. Los únicos, de los cinco, que acudíamos al cine con conocimiento de causa. Por aquel tiempo, el Palacio del Cine apostaba por aquel cine erótico acampanado, entre soft y ridículo, que se marcaba con una S, y el que una película se titulara Laberinto de pasiones estaba predestinada a formar parte de su programación. Eso mismo debieron pensar los otros tres espectadores, que fueron abandonando la sala, paulatinamente, unos minutos después de haber comenzado la proyección, visiblemente decepcionados. A Laberinto de pasiones, a Pedro Almodóvar, llegamos través de la música, en aquellos años iniciáticos y efervescentes de La Movida. Y es que Almodóvar, ese manchego gordito e irreverente, junto a Fabio McNamara, era frecuente en el Diario Pop de Radio 3, en Pista Libre o en La edad de oro, de la añorada Paloma Chamorro. El anzuelo fue la música, es cierto, pero lo mordimos, nos lo tragamos hasta lo más dentro, y durante años fui, como un beato al encuentro de su santo, a todos y cada uno de los estrenos de Pedro Almodóvar. Y durante años su cine me fascinó, me cautivó, a pesar de Tacones Lejanos, a pesar de Kika, pero ahí estaban La ley del deseo, Matador o Mujeres al borde de un ataque de nervios para mantenerme dentro del redil.

Provocador, irregular, genial tal vez por eso mismo, visionario, trasgresor, Almodóvar nos aportó una nueva mirada, más amplia y diversa, sobre nuestra propia sociedad. Alumbró los rincones, los puntos muertos, lo que no nos habían mostrado hasta entonces. Los yonkis, las travestis, los homosexuales, los chulos, los camellos, las marujas de siempre, las secretarias de verbo rápido o nuestros abuelos, se colaron en las pantallas de los cines, fueron visibles. Se normalizaron, en cierto modo. Le debemos a Almodóvar mucho más de lo que imaginamos, y es que su riesgo, su provocación, fue la llave que abrió la puerta del mañana, de este hoy que disfrutamos. Los llamativos colores de las viviendas de sus personajes se colaron en nuestras casas, consiguiendo, en gran medida, colorear, igualmente, una sociedad que aún seguía instalada en el blanco y negro mortecino y rijoso del NODO. Un verdadero soplo de aire fresco, en nuestra cinematografía, pero también, y sobre todo, en nuestra sociedad. El cambio de Siglo no le sentó nada bien a Almodóvar, y salvo en Hable con ella y Volver apenas recuperó ese latido, vigoroso y canalla, vertiginoso y ocurrente de sus inicios, como si el caudal de su creatividad se hubiera secado por completo.

Ha cumplido Almodóvar 70 años y lo ha querido celebrar recuperando buena parte del brillo y nervio del pasado. Su última película, Dolor y gloria, no puede considerarse como una de sus grandes obras, aunque sí que es muy superior a lo que nos ha ofrecido en los últimos tiempos. Si su cine siempre ha sido muy personal, rescatando momentos de su propia vida, Dolor y gloria tal vez sea la más autobiográfica, con un espléndido Antonio Banderas que encarna al propio director manchego. Convertir a Penélope en su madre, con seguridad forme parte de ese juego cinematográfico que ha desarrollado a lo largo de su trayectoria, en la que con tanta frecuencia ha recorrido la distancia que separa a la realidad del deseo gracias a la cámara. Estoy seguro que todavía nos quedan algunas maravillosas películas de Almodóvar por disfrutar, el tiempo lo dirá, aunque tampoco le exijamos en demasía a quien tanto nos ha dado. Con toda seguridad, siempre tendremos una cuenta pendiente con él.