SAN VALENTÍN, MI AMOR

Sonido de arpa, aunque no lo escuche. Los escaparates se llenan de rosas y de corazones, nos vuelven a contar la historia de San Valentín. Difusa historia. Las cadenas de televisión emitirán una película sobre el asunto. Basada en hechos reales, pero con final feliz, que tiemblen las perdices. Los supermercados ofrecen catálogos específicos, dígaselo con bombones, flores o tarjetas, un regalillo para celebrar el día. Casi todo se puede comprar, nos cuentan, y nos lo creemos, vaya que sí. Flechas que apuntan al corazón, alas de algodón, frases manidas. Restaurantes que ofrecen cenas especiales, menús alusivos, prometen crear el clima propicio, para que surja y nos envuelva. Hoteles en oferta, suites a precio de saldo, spas para la ocasión, unas vistas idílicas. Hasta Estefanía y Cristhofer se reconcilian, cuernos a la mar. Amor. Menuda palabra. Quién la define. Podemos acudir al diccionario, tan frío a ratos, a miles de canciones, del azúcar a la mostaza, gustos y colores; también podemos buscar su definición en miles de libros, romanticismo mesiánico y pasiones desenfrenadas, o en el cine, que una imagen vale más que mil palabras, decimos con tanta frecuencia. De la sutilidad a la pornografía. En la pintura, candidez y trasgresión, imaginarios bosconianos extendiéndose a lo largo y ancho del lienzo. Desgarrador, incierto, nervioso, maravilloso, breve, intenso, química, física, biología, profundo, liviano, sugerente, invisible, presente. Sí, hablemos del amor, tal cual, o de las formas del amor, o del amor esencial, que cada cual sentirá, esperará y repartirá a su manera, mientras tararea la célebre copla de Sinatra.

Y sí, lo de San Valentín es ñoño, es verdad, y se lo han inventando los grandes almacenes para rascarnos el bolsillo, también, pues claro, completamente de acuerdo. Pero también estará de acuerdo conmigo en que tampoco pasa nada, que hasta es aconsejable, que por un día, unas horas, lo que sea, el amor sea el gran protagonista, el TT en el timeline de nuestras vidas. Y sin necesidad de abrir la aplicación. Tengo la impresión de que hemos introducido en nuestras vidas tantos elementos prácticos, tangibles, concretos, que evaluamos según su utilidad, que nos hemos olvidado de las emociones, de los sentimientos y, como canta Calamaro, es bueno mantener alguno despierto. Pensemos durante un instante, o durante seis horas, mucho mejor, en el amor, en lo que representa, en lo que le pedimos y no nos ha atendido, en lo que nos ha dado, si es abundante, poco o mucho, en el que sentimos en la actualidad, en el que ofrecemos, en su ausencia, en su presencia, en el que nos roza, toca y alienta. Y sí, lo de San Valentín es ñoño, pero cuántas ñoñerías nos seducen y embaucan al cabo de la vida sin recibir nada a cambio. Más de las que imaginamos, más de las que somos capaces de contar. Faltan dedos en nuestras manos, me temo, comience si no me cree.

Puede que el amor sea la Primitiva de nuestras vidas, ese acierto que la estadística niega, y niega, con tanta insistencia. Tal vez nunca lo conozcamos en su plena intensidad, que el 40, 50 ó 70% lo relacionemos con el absoluto, con el 100%, por puro desconocimiento. Tampoco vamos a estar todo el rato rellenando el boleto, vaya que nunca nos toque. Nos conformamos con el reintegro y con uno de tres aciertos ya vamos bien despachados. Qué locura. Mejor no pensar en todas estas cosas, en ese amor que es como esa alergia que desconocemos, y que solo padeceremos si comemos ese fruto extraño en una selva amazónica. Mejor no pensar en la probabilidad de lo improbable y disfrutar la realidad actual, que es el amor que sentimos cada día. Y que es mucho, tal vez demasiado si nunca hemos intentando explorar en las afueras de nuestro mundo. O que es el que necesitamos, o el que merecemos, según. Otro San Valentín más y otra excusa, cualquiera vale, para decir te quiero, y para escucharlo, y compartirlo. Mañana será otro día, seguro, y tal vez suene a nuevo, a diferente, a primero, pruebe, repita ese te quiero, mientras las rosas siguen esbeltas en el jarrón.

ISLAS Y NAUFRAGIOS

El difunto Chicho Ibáñez Serrador fue un visionario en muchos aspectos relativos a la televisión, la pena es que en determinadas cuestiones le hicieran tan poco caso. Normal, cuando la pela llama a la puerta y la ética deja de rugir en las tripas. Chicho, con la llegada de las cadenas de televisión privadas, propuso que se creara un código de “buenas prácticas” para que no se traspasaran determinadas líneas rojas, en cuando a los contenidos de los espacios televisivos. Berlusconi lo miró desde la distancia, esbozó una media sonrisa malvada (marca de la casa), y plantó frente a la cámara a las mamachichos, los giles, los bertines y demás especies del más diferente y extraño de los pelajes. Y luego, todo lo demás, vino rodado. Realities chusqueros, debates chabacanos entre tertulianos con la capacidad intelectual de un caracol, casposas exclusivas de famosillos de discotecas catetas, supuestos programas de actualidad política, chismorreos por doquier, el uso del cuerpo de la mujer como un objeto consumo, injurias e infamias varias, etcétera, etcétera. Todo lo peor, todo lo que nunca podríamos haber llegado nunca a imaginar, llegó de golpe, como si alguien hubiera ideado el más perverso plan. Recuerdo que, cuando solo existían los dos canales públicos, nos quejábamos amargamente de la escasa oferta que nos ofrecían: estupendas series de producción propia, como Los gozos y las sombras, La barraca o La Regenta; espacios de tertulia y debate, liderados por Balbín o Hermida; maravillosos programas musicales, como La edad de Oro o La bola de cristal; dobles sesiones de cine con Cary Grant, Catherine Hepburn o Alfred Hitcthcock, en fin, ese tipo de televisión. Sí, porque la televisión que un día vimos, sí, fue así. Y conocimos el Quijote gracias a sus dibujos animados, recorrimos el mundo de la mano de Miguel de la Cuadra Salcedo y nos convertimos es especialistas medioambientales por obra y gracia de Félix Rodríguez de la Fuente o Jacques Cousteau.

La mayoría de los programas que he comentado anteriormente, la mayoría, insisto, eran caros en cuanto a su producción, y lo serían mucho más hoy, me temo. Pero la mayoría de esos programas tenían un componente pedagógico, un nivel de calidad, que muy difícilmente podríamos cuantificar. Las cadenas de televisión privadas nos enseñaron que, entre otras cosas, con un presentador de sonrisa maquiavélica, seis deslenguados sin escrúpulos, una realización/producción tan plana como cutre y unos titulares tan llamativos como falsos, de un amarillo profundo, eran capaces de rellenar seis horas de emisión por cuatro duros, ganando pasta a espuertas. Ese fue el descubrimiento, no nos engañemos, no fue otro, todo fue y es por el dinero, por dinero, sin tener en cuenta la calidad, la pedagogía, las consecuencias ni nada de nada. Dinero, solo dinero. Y si ganaran dinero con carreras de galgos desde Australia, retransmitiendo el trasiego de las ratas por las alcantarillas (lo hacen, en cierto modo) o accidentes de tráfico en directo, lo harían, sin ningún tipo de problema. Los escrúpulos, en el altillo de la moral, de ese armario olvidado.

Porque, lamentablemente, y es una realidad incontestable, un minuto de la serie más birriosa, piense en la peor que recuerde haber visto, vale más que un programa de cuatro horas de canalleo, con sus buenas y larguísimas pausas publicitarias. Y por dinero, lo que sea. Citas, edredoning, naufragios varios, camellos por los pasillos, gentuza, inteligencia cero, islas tentadoras y pasiones de saldo ante las cámaras. Un problema que se incrementa, y mucho, cuando permitimos que nuestros hijos consuman estos productos que, obviamente, no les pueden reportar nada positivo, todo lo contrario. Luego, como dice ese refrán, no le pidamos peras al olmo, no esperemos una cosecha excelente si el abono que hemos empleado es tan tóxico, capaz de pudrir hasta a la mejor semilla. Ya nadie quiere recordar la propuesta de Chicho Ibáñez Serrador, no interesa, visto lo visto. No es de extrañar que, cada día, seamos más los que renunciamos a la parrilla televisiva para entregarnos a una programación enlatada, a nuestras islas de alquiler. Si el futuro era esto, prefiero mil veces una nueva reposición de Verano azul.

GLORIA

Una vez más, el azote, la borrasca, el temporal, con nombre de mujer. Y no me estoy refiriendo al Pin Parental, me refiero a Gloria, que nos ha dado una buena tunda los últimos días. Si usted busca en internet por qué se le adjudican nombres de mujer a las catástrofes climáticas, podrá encontrar mil y una explicaciones. Y como hacemos todos, porque todos lo hacemos, se quedará con la que más le interese, complazca o estime, allá cada cual con sus verdades. Estoy seguro que a Carmen Calvo no le gusta nada que le asignen nombres de mujer a los temporales, como tampoco le gusta poner coletilla de género al Congreso y al Senado, y tal vez tenga razón y asunto zanjado. Tengo claro que las recomendaciones de la Academia de la Lengua atufan a laca a granel y pachulí del barato. No termino yo de entender a esta institución, tan generosa siempre con todos los anglicismos que asumimos o con chorradas varias, recordemos lo de amigovio, y tan tajante, tan exhaustiva, con el lenguaje de género. Sea como fuera, las mujeres siempre acaban pagando, lo que sea, pero pagando. Una cosa, vaya. Desde ese punto de vista, podríamos limitarnos a enumerar las catástrofes naturales, 1, 2, 3, y así, y santas pascuas, asunto solucionado. A veces, solo a veces, las soluciones son más fáciles de lo que podemos imaginar, las tenemos al lado, nos rozan, basta con abrir la mano para cogerlas, y asumirlas. Pero hay que querer, claro, hay que querer. Para explicar esto viene muy bien la imagen del vaso o botella, escoja, que puede estar medio llena o medio vacía según quien la mire. Pero no solo eso, que yo en ciertos momentos la veo llena a reventar y en otros más vacía que mi hucha. O sea, no solo los ojos, también el momento, que todos los detalles desempeñan su labor y nos determinan, claro que sí. Yo no sé si es bueno ese optimismo de la botella casi llena que a veces siento y que sería mucho mejor, más terrible, y hasta real, esa botella vacía que auguro, a modo de freno, tope, advertencia, lo que sea.

La gloria es una cosa muy etérea, es como lo de la botella, y hay quien la siente mirando a los ojos de sus hijos, colando un gol ante cincuenta mil espectadores o participando en La isla de las tentaciones, que es la última aberración televisiva que se han inventado. El reto de la fidelidad, como premio, como aspiración, no como determinación. La gloria también puede ser, lo es, ganar un Goya. Banderas tiene esa opción, y también un Oscar, que ya es una gloria VIP, y yo me alegro mucho por él, que crecí viendo sus películas al mismo tiempo que lo hacía él como actor. Hasta que se fue a hacer las américas y dejó de crecer para ser su propia franquicia. La demostración de que el dinero no, siempre, da la gloria. Banderas, en Dolor y gloria, se transforma en Almodóvar y borda un papel que muchos le hemos estado esperando unos cuantos años. El título de la película puede entenderse hasta como una metáfora de ese proceso.

Durante muchas temporadas, la majestuosa Sofía Vergara ha sido Gloria en Modern Family, esa serie americana más atrevida y contemporánea que muchas de las producciones de la atrevida y contemporánea Europa. Una serie en la que un matrimonio de gays adoptan a una niña asiática, y por tanto inmigrante, y una divorciada colombiana, y por tanto inmigrante, con su hijo, también colombiano e inmigrante, contrae matrimonio con un hombre que le dobla la edad, y hay una familia en la que unos padres hablan de sexo, y sus hijos acuden a un colegio en el que hay negros, latinos y asiáticos, una ONU de las razas, vamos. Hay quien pueda entender todos esos factores como un dolor, que bien se podrían haber evitado, poniendo medidas, y se empieza con un PIN y se acaba con una valla, o con un cerrojo, o con una celda, ya puestos. Hay quien, como yo, en el batallón de ilusorio buenismo, que lo entiende como una gloria, por eso mismo de la botella o porque lo considere el triunfo de la libertad, de las emociones y, sobre todo, de la lógica. La lógica, que tal vez sea la gloria, en estos tiempos de tan irrazonable dolor.