LA VIDA EN EL CODO

Quién nos iba a decir que esta pesadilla/pandemia por la que estamos atravesando iba a encumbrar, hasta el Olimpo anatómico, no a unos ojos bonitos o a unos labios sensuales, o a una nariz atractiva y enérgica o a un cuello noble, a lo Cayetana, sino al codo. Esa articulación que tan malos ratos nos ha deparado cuando la hemos chocado contra los pomos de las puertas, o contra los cantos de las mesas, y hemos sentido ese dolor frío y punzante, que ha conseguido abrir el grifo de nuestras lágrimas. El codo, sí, el codo tiene el papel protagonista en esta película terrible y grosera, y muy pesada, y como una estrella ocupa su puesto en la alfombra roja que desplegamos cada día. Como un escudo, como la más fiable de las protecciones, como blindaje de nuestro organismo ante el acechante virus. Le deberemos la vida a nuestro codo, y por eso alzaremos estatuas de codos en las plazas y las avenidas, constituiremos el Día Internacional del Codo y hasta habrá un gran homenaje público al Codo Anónimo, como símbolo de solidaridad, generosidad y fidelidad. Ese codo que lo dio todo, sin esperar nada a cambio, se podrá escuchar en el discurso oficial. Messi, Cristiano y Neymar tienen contados los días de gloria, si es que ya no han pasado a mejor vida. Hamilton, Gasol, Nadal y Alonso que se olviden de los contratos astronómicos de hasta ahora y de seguir ocupando las portadas de los periódicos. Ya no serán más, nunca más, los primeros puestos de Twitter; se les acabó el TT. Ya no importa la cantidad de goles que puedas meter, ni si eres capaz de encadenar tres triples consecutivos o de ganar Roland Garros por vigésimo año consecutivo, todo eso ya carece de valor, de verdad. El oro, el verdadero oro, es abrir puertas y ventanas con el codo sin apenas inmutarse, sin esas maniobras circenses que estamos desplegando tanto estos días. Si nos viéramos, desde la fría distancia, nos daríamos cuenta de la comicidad de nuestros movimientos, de los laberintos de dedos y brazos que llegamos a ofrecer. Mejor no vernos.

Ni másteres, ya sean verdaderos o no, ni ojos azules, ni dominar seis idiomas, ni saber programar, ni don comercial, ni tener el oído de Prince, ni la risa de Julia Roberts, ni ser capaces de hacer multiplicaciones mentales de cifras de diez números, ni vientre de tableta, ni hipnotizar desde la barra fija, ni inteligencia ni empatía ni nada de nada, ser el más habilidoso con el codo, ahí está y ahí reside la gran diferencia, el valor absoluto. Así lo ha dictado esta pandemia que nos asola, confina y acojona, así nos los recomiendan. La nueva normalidad es un codo, reside en un codo, depende de un codo. El gran triunfador, la nueva personalidad, el celebrity, el VIP, el todo, el nuevo rey es el codo, sí, tal cual. Y pronto veremos en televisión entrevistas con los propietarios de los codos más expertos, puede incluso que monten un reality, a lo Masterchef con pruebas a superar por los codos de los concursantes y seguro que no tardan en informarnos de que tal o cual estrella de esta nueva categoría ha asegurado su codo en no sé cuántos millones de euros. Y los informativos abrirán con un nuevo récord, con una nueva habilidad, que contemplaremos absortos, alucinados, envidiosos en su mayoría. Y concursos de Miss y Mister Codos, yeah. Todo eso lo veremos, claro que sí, antes que después, pero a muy pocos les sorprenderá.

Lo curioso de todo esto es que tratamos a nuestro codo como si no formara parte de nuestro cuerpo, como si fuera un apéndice extraño, ahí pegado, que no nos puede transmitir nada. Como si no fuera de hueso, carne y piel, como si estuviera hecho de acero, inmutable a todo, todopoderoso. Y lo que peor llevo, no lo puedo ocultar -tal vez sea lo que más me cuesta de la denominada nueva normalidad-, es que hayamos sustituido los besos y los abrazos por un absurdo y hasta ridículo choque de codos. Prefiero, mil veces, un mirarnos a los ojos, abiertos y sinceros o decirnos un te quiero o un te he echado de menos a boca llena, incluso pisarnos -sin saña, claro-, que rozarse los codos. Seguiré abriendo puertas y ventanas con los codos, es lo que toca, pero los besos y los abrazos, ay, prefiero compartirlos de otra manera (respetando la distancia social, por supuesto).

LA NUEVA NORMALIDAD

Es terrible, a ratos atroz, grotesco en ocasiones, el vocabulario que hemos incorporado en las últimas semanas a nuestras vidas: desescalada, escalada, pandemia, confinamiento, virus, pandemia, el o la covid, qué poca poesía, y qué narrativa más tosca y negra. Aún así ya han llegado las primeras novelas sobre este tiempo tan chungo. Mi admiración por esos velocistas de las letras. Escribir una novela, con su correspondiente corrección, maquetación, diseño y promoción en poco más de dos meses. Hasta el mismísimo Balzac sentiría envidia de tal, tal, cómo decirlo, capacidad, facilidad, agilidad, la verdad es que no termino de encontrar el adjetivo adecuado. Volviendo a las palabras, tal vez un tiempo feo requiera de palabras feas, de no sacrificar en vano a las más bellas, que no lo merecen -por otra parte-. Tampoco lo merecemos nosotros. Otra de las expresiones de nuevo cuño es la denominada “nueva normalidad”, que si usted le dedica unos segundos a analizarla tal vez le descubra más significados y fronteras de las que podamos imaginar. A mí lo de la nueva normalidad no es que me suene a algo feo, me suena a algo que tal vez no me guste demasiado, porque me gustaba, y mucho, mi normalidad de hasta ahora. De bullicio, de gentío, de aglomeración, incluso, sin control, sin pensar en los horarios, en las concentraciones, en la afluencia, casi sin pensar en nada. Y claro, esto es otro rollo. Pasamos de una farra con enganchón hasta la madrugada a una cita planificada por la agenda del teléfono. Yo soy muy de bullas, me gustan. La nueva normalidad hubiera quedado muy chulo como nombre para un grupo ochentero, de la Movida, con un toquecito techno, si me apuran, con pelos escaldados y hombreras como alas de cigüeñas. Puedo ver la portada del disco.

En la nueva normalidad no hay abrazos, ni besos, tampoco festivales, ni ferias, y los niños a los colegios nos cuentan que solo irán la mitad. Y las presentaciones de libros, ay, podremos entrar unos poquitos, un puñadito, como en los museos, o en los cines. Y en la nueva normalidad, que no moralidad -y eso que haría falta, sobre todo para algunos-, viajaremos en aviones sin pegarnos codazos, cuando nos dejen, pero serán más caros, y lo mismo nos sucederá con los trenes. Y tendremos miedo a subirnos a un autobús, y cuando alguien vaya sin mascarilla lo contemplaremos como un delincuente y el sonido de un estornudo sera tan terrorífico como el de una bomba. Y ya no voy a tratar de anticipar todos esos efectos que le presupongo a la nueva normalidad y como si de un camaleón me tratase, me adapto a ella, no sé si por salud mental, oportunismo o supervivencia. Lo que le pido, ya que es nueva imagino que aún está en proceso de conformación, es que por una vez que no ganen los de siempre. Porque si a los ciudadanos de pie, a los curritos, se nos obliga a cambiar, que cambien también los demás. Que la igualdad y la riqueza, sí, de una vez por todas, sean equitativas a toda la población, y que lo mismo ocurra con las oportunidades. Que mis hijos, y los suyos y los de más allá, salgan del mismo punto de partido y que recorran los kilómetros que ellos mismos decidan o puedan, en virtud a su vocación o talento, pero no por la disponibilidad económica de sus padres. Lo estoy diciendo, y sé que no sucederá.

La nueva normalidad debería ser, según tengo entendido, la de las ideas y la creatividad, y por eso mismo ya empiezo a desconfiar. Esta misma semana, dos meses después de que comenzara el Estado de Alarma, el ministro de cultura ha anunciado las ayudas al sector. Que son, a una parte del sector, claro, a la industrial. Para los que escribimos los libros, o componen las canciones o filman las películas no hay nada. Que sí, que sin industria no hay cultura, pero sin el hecho creativo, sin las canciones, los cuadros o las novelas, tampoco la habría, y a ese embrión nos han dejado atrás. Espero y deseo que eso no forme de la nueva normalidad y que solo se trate de unos primeros auxilios, de apagar los primeros fuegos, y que luego nos tendrán en cuenta. Sé que no será así, pero quiero ser optimista. Como lo soy, aunque pueda parecer lo contrario, con la nueva normalidad, que lo mismo hasta me acaba gustando. Fíjate tú.