TATUAJE

A lo largo de mi vida, varias veces he tenido la tentación de tatuar mi cuerpo. Bastantes veces, sería más exacto. Y nunca he caído en la tentación. Todavía no sé por qué. En ocasiones me he planteado algo pequeñito, un detalle, en el antebrazo, en el tobillo, puede que en el hombro. Alguna vez me habría gustado un tatuaje de gran tamaño, pero clásico. Una amiga dice que la prueba de fuego es la primera vez, que luego coges carrerilla, para acabar buscando una zona aún virgen de tinta y aguja. Puede que la aguja sea el problema. No lo niego. Cuando era niño y acompañaba a mi madre a la Plaza Grande (antes de ser la de La Corredera que hoy todos conocemos) miraba con extrañeza, precaución y admiración, si es que es posible esa combinación, a los hombres tatuados que bebían en los bares bajo los portales. Esos tatuajes legionarios de antaño, o marineros, también carcelarios, primitivos en su definición, como si se trataran de las Cuevas de Altamira de los actuales, con mensajes tan concretos como simples. Amor de madre. Libertad. Jesús vive. Yo les imaginaba a aquellos hombres vidas intensas, rocambolescas, pero sobre todo muy dramáticas, repletas de calamidades, porque entendía aquellos tatuajes como las coordenadas de un atlas repleto de dolor, ausencias, amores no correspondidos y existencias turbulentas, en el extremo de todo. Puede que por eso, en aquel tiempo, mi relación con los tatuajes fuera muy distinta a la actual, ya que los contemplaba como certificados de carencias y penalidades. Esos marineros que lloraban a sus familias, esos legionarios que ennoviaban con la muerte asqueados de una vida tan amarga o esos ex convictos que escondían sus muñecas al paso de las mujeres, como avergonzados por su pasado. Elucubraciones del niño instalado en una familia, en un entorno, de pieles blancas, sin tatuar.

En los últimos años, tal vez el XXI se recordará como el Siglo de Oro del Tatuaje, ha dejado de ser una moda, para convertirse en algo cotidiano, casi rutinario. De hecho, estemos donde estemos, si buscamos con la mirada personas tatuadas no tardamos en encontrarlas. De hecho, en determinados ambientes, los que aún permanecemos inmaculados somos la excepción. El otro día me crucé con una chica que llevaba las caras de sus dos hijos tatuadas en la parte posterior de sus muslos, y a considerable tamaño. Mi enhorabuena al autor, porque me adelanté a propósito para comprobarlo, que paseaban de las manos de su madre, y bien que se parecían. Antes poníamos unos enormes retratos de nuestros hijos el día del bautizo o de la Primera Comunión en el salón-comedor, ante la atenta mirada del torito de terciopelo y ahora nos los tatuamos. Al igual que nos tatuamos sus nombres, el escudo del equipo de nuestros amores, motivos metafóricos, tribales o proverbios y frases orientales. Siempre me he preguntado si un chino o un japonés se tatuará una frase del Quijote o del Mio Cid, o un poema de Lorca.

Doy por hecho que la de tatuador es hoy una profesión en auge, y bien remunerada. Porque como nos sucede con todo, hay tatuadores, y tatuadores. Algunos incluso tienen, con absoluto merecimiento, la consideración de artistas, ya que por suerte hoy ya no contemplamos esos tatuajes de mi infancia, intercambio artesanal entre esos amigos de calamidades, que yo imaginaba. Sucederá justamente lo contrario si esta tendencia actual se desvanece y vuelve a estar de moda la piel inmaculada, los blanqueadores serán los que harán su gran agosto. También reconozco que uno de los motivos que me han frenado a la hora de estrenarme en el tatuaje es, por decirlo de algún modo, la vejez, el sentirme extraño en el futuro con restos del pasado. Algo que no tiene sentido, porque todos los tatuados del presente lo seguirán siendo en la vejez, por lo que la normalidad actual continuará tal cual. Miro alrededor y sigo pensando en si doy el paso o me quedo tal cual. Con las palabras y los recuerdos tatuados en la memoria.