Nos hemos comido el roscón, los polvorones, el pavo, el pato, el cordero, el plato de gambas, la caña de lomo, el jamón regalado, la mojama de Barbate y las cocochas en salsa verde, dos tabletas de turrón y una caja de bombones y ahora queremos adelgazarlo todo en un rato, en tres paseos, en unas cuantas sentadillas, en 20 kilómetros de bicicleta. Queremos y pretendemos que los efectos de nuestros excesos se eliminen en un abrir y cerrar de ojos, sin esfuerzo, y no, las cosas cuestan, hasta las más simples y livianas. Nos hemos arremolinado en bares, terrazas, veladores y carpas, en reuniones con amigos y familiares sin respetar las más mínimas normas de seguridad, y ahora pretendemos que los datos de contagios no crezcan. Eso sí, mientras incumpliamos con nuestra parte hemos puesto a caldo a todo aquel que tampoco lo ha hecho, al Gobierno, al Ayuntamiento, a los políticos y a quien fuera necesario. Porque nosotros, aunque nos hayamos saltado las indicaciones, nos las hemos saltado con sentido común, con cuidado, porque nosotros no podemos contagiar a nadie, como tampoco nos pueden contagiar a nosotros. Y después, nos asomamos a la ventana y vemos a dos personas a menos de metro y medio, o paseando descubrimos esa terraza en la que se arremolinan sin mascarillas y nos escandalizamos, y hasta estamos dispuestos a avisar a la policía porque hay cosas que no se pueden permitir. Faltaría más. Tenemos lo que nos mrecemos, nos decimos, no comprendeo a esta gente, argumentamos, no nos extrañemos luego de lo que pase, pronosticamos. Somos así, no lo podemos evitar.
Que el 2020 fue un mal año no es el resultado de un análisis profundo y sesudo, basta con levantar la vista por encima de nuestra taza de café para contemplar el páramo que comienza a extenderse como una alfombra sin flores ni estrellas. Lo pasamos mal, sí, sanitaria, mental y materialmente y me temo que nos toca serguir pasándolo mal un tiempo. Ese es el horizonte, el resultado del batacazo, la sangre de la rodilla, que aún no se ha convertido en costra. Herida abierta. Ese tiempo pasado sigue estando muy presente de un modo y otro, de hecho este 2021 se parece, todavía, demasiado al terrible 2020. Pero cuenta con una gran diferencia, contemplamos una esperanza, una puerta, una luz al final del túnel con forma de vacuna. Eso no lo teníamos antes, no, sólo oscuridad, impotencia, incertidumbre, ignorancia. Es mucho. Porque a pesar de los tiempos y los modos, de la lentitud y de la rapidez en determinados lugares, a pesar de la manifiesta incapacidad de demasiados responsables públicos, a pesar de los negacionistas y demás inventores de conspiraciones, la vacuna habrá de marcar un antes y un después en la historia de esta imprevista pandemia. Como lo antes la han hecho otras vacunas en nuestra historia más reciente, posibilitando que la ciencia se impusiera a la enfermedad. Es una historia real, contrastada, pasó, y no hace tanto, siguen actuando en nuestro organismo, blindándonos. Por eso no es una ilusión o una utopía considerar la vacuna como nuestra gran esperanza.
Pero la esperanza, como los caminos, como los hijos y las civilizaciones, se construyen con tiempo y dedicación, con perspectiva de futuro, entregándonos. Poniendo de nuestra parte. Siendo generosos, responsables. No sé si lo mío es un optimismo excesivo o la necesidad de creer que iremos a mejor con tal de superar este presente; tengo la impresión, y también la intuición, de que nos irá mejor, que en los próximos meses habrá cambios significativos cuando la vacunación alcance a un mayor número de población. Pero no basta sólo con la vacuna, tenemos que poner de nuestra parte, ahora, ya, desde hoy, desde este preciso momento. Si la tercera ola la convertimos en tsunami los plazos se alargarán, nos costará mucho más llegar a la añorada realidad. A lo que fuimos, y que ahora tanto y tanto deseamos. Por eso, ahora nos toca.