4 AÑOS SIN PRINCE. MAGIA Y DESMESURA

4 años después, de su repentino fallecimiento, se han escrito y dicho muchas cosas sobre Prince. Hemos hurgado en sus cajones, entregando supuestas grabaciones memorables, biografías inconclusas y remasterizaciones por doquier. Hemos conocido sus excentricidades, su turbia e inestable relación con la industria discográfica, la nómina de novias y amantes, las causas de su muerte, el ocaso de sus últimos años y también hemos vuelto a recodar la inmensidad de su obra, que realmente es lo único o lo que más nos interesa a todos aquellos que amamos la música. Todo lo demás no es más que el decorado, a ratos extravagante, excesivo e iconoclasta, del talento descomunal y genial de un artista irrepetible, punto neurálgico del atlas musical del último medio siglo. Aunque muchos periodistas y críticos lo han tratado de hacer en estos 4 años, condensar la obra de Prince en 10 ó 15 canciones me parece una tarea muy complicada, por no decir imposible. Entiendo que los gustos individuales son los que toman las riendas de la elección. Tengamos en cuenta que entre 1999, su quinto álbum, publicado en 1982, y Lovesexy, su décimo disco, de 1988, todo debemos entenderlo como una auténtica e indiscutible obra maestra. En estos siete años asistimos a la eclosión del genio, al desparrame del talento en estado puro, en esencia, así, a bocajarro. Nadie produjo tanto y de tan alta calidad en tan poco espacio de tiempo, nadie. En estos discos encontramos su Capilla Sixtina, su Gernika, su Colmena, su Álbum Blanco, su Cien años de Soledad, su Rayuela, su Padrino, su nave espacial que llega a Saturno, yo qué sé. Tengamos en cuenta que a muchos de los que consideramos genios, en cualquiera de las disciplinas artísticas, los recordamos por una obra cumbre, por un momento concreto de explosión creativa que definió y marcó sus trayectorias. Haga un repaso y comprobará que estoy en lo cierto.

En cierto modo, sin pretenderlo, fue ese “esclavo” que se tatuó en la cara durante la batalla que emprendió contra su discográfica, y acabó estando preso de su propio talento. Porque Prince tuvo la “desgracia” de ofrecer sus obras mayores demasiado pronto, demasiado joven, algo que no le perdonó la crítica, como tampoco se lo perdonamos sus propios seguidores, y lo condenamos al ocaso y casi al olvido, sin concederle esa segunda oportunidad, que con toda probabilidad se merecía. Acostumbrados a la excelencia, quisimos encontrar en cada nuevo álbum de Prince otro Purple Rain, otro Parade u otro Sign of the times y no nos conformamos con menos. No le alabamos en vida, lo suficiente, la desmesura de sus años mágicos, la grandeza de su obra, que escribiera una de las páginas más brillantes de la historia de la música. Ni siquiera fuimos capaces de ver en él, que lo fue y de qué manera, a uno de los mejores guitarristas que hayamos visto y escuchado, así como al volcánico multiinstrumentista que rellenaba las pistas del estudio de grabación con pasmosa naturalidad. Pasado el tiempo, me doy cuenta que sus seguidores, especialmente, no quisimos aceptar que el genio era humano, con todo lo que ello implica. Indiscutiblemente, el propio Prince fue también responsable de la lejanía, incluso soledad, de los últimos años, empeñado en preservar su autoría a cualquier precio y no aceptando que los canales de difusión de la música habían cambiado.

Con el fallecimiento de Prince muchos perdimos al autor de buena parte de la banda sonora de nuestras vidas. Esas canciones que nos hipnotizaron durante la adolescencia y primera juventud, que es esa época de la vida en la que se asumen y acuñan los ídolos. Por suerte, las canciones siempre permanecen. Prince nunca fue un ídolo masivo en España, las cifras de ventas están ahí para corroborarlo, aún así algunas de sus canciones, especialmente Purple Rain, forman parten de la memoria colectiva. Como los grandes, porque es uno de los más grandes, las canciones de Prince nos acompañarán el resto de nuestras vidas. Sus más célebres solos de guitarras, eternos e imposibles, nos seguirán erizando la piel, nuestros pies se moverán al mismo ritmo que los suyos y repetiremos esos gritos tan característicos que intercalaba en sus canciones. Con Prince se fue buena parte de la magia de la música, ese elemento inconcreto e indefinible que traza la frontera entre el artista y el genio

COMPRAR SIN EMOCIÓN

Lo tenía completamente decidido. Tras varios días de búsqueda, visitando cientos de páginas, al fin encontré la ganga entre las gangas, el amplificador deseado, y casi a la mitad de precio. No la mitad, pero un 40% menos, seguro, por ahí andaba la cosa. Plateado, solo tres potenciómetros, con todas las conexiones habidas y por haber, 100 w. de potencia, una burrada, que jamás nadie llegará a disfrutar en los pisitos de pinypon que gastamos, salvo que lo instale en un hangar. Sin dudarlo, lo metí en la cesta. Ya solo quedaba el último y definitivo paso, pagar. Antes de hacerlo, como de costumbre, algo que ya he convertido en un ritual en mis compras digitales, lectura de los comentarios vertidos por anteriores compradores. Es una maravilla, funciona perfecto, los cacharritos se conectan a la primera, no he podido ponerlo a más de la mitad del volumen (NORMAL), menuda ganga, el mejor ampli relación precio calidad, y así durante 15 ó 20 comentarios hasta que llegue a Andrés (da igual el nombre): Todo bien, sí, ya es el segundo que compro, porque el primero se quedó mudo para siempre dos meses después de agotarse la garantía, suena genial, pero para nada suena mejor que mi viejo X (da igual la marca) de 37 años, eso sí que era un amplificador. Y en ese preciso momento, nada más leer ese comentario, dirigí la mirada hacia a mi anciano ampli X, 33 años tiene ya mi amigo, coloqué un disco de Prince en el plato (que ya no es el original), subí considerablemente el volumen, no pude pasar de la mitad (NORMAL), y durante unos minutos me quedé como hipnotizado, embelesado, como si otra vez tuviera 17 años y hubiera acabado de instalar mi nuevo y flamante equipo de música, que estrené, también, con una canción de Prince, When doves cry.

Lo confieso una vez más: la compañía más estable que he tenido en mi vida es la música. Me acompaña desde que recuerdo. No me imagino sin música al lado. Tampoco me imagino sin libros o películas. Nunca he sentido predilección por los coches o por las motos, jamás le pedí un Vespino o una Variant a mis padres, tampoco una Motoreta, no sueño con ir a un restaurante con estrellas Michelín (pero Paco, me encantaría conocer Noor), la ropa de marca es un concepto de no termino de entender y que no encaja en mi vida, pero eso sí, discos, películas o libros, cuantos más mejor, siempre serán pocos. Por eso, para mí tener un buen reproductor de música se convirtió, desde muy joven, en una especie de obsesión. Durante meses, en aquel tiempo sin Internet, de información lenta y pesada, las comparativas se hacían a pie, yendo de una tienda a otra, me entregué a la búsqueda del equipo de música, hasta que por fin lo encontré. Negro, repleto de luces, cinco piezas independientes y ¡con mando a distancia! Faltaba el último y gran escollo, el precio: 175.000 pesetas, una auténtica fortuna en 1986. De hecho, hoy en día un equipo de música con ese precio sigue siendo caro. Negocié con mi padre un préstamo que le iría pagando mensualmente, debo de reconocer que me perdonó bastantes cuotas, yo me ocupé de la entrada, 20.000 pesetas.

Me sería muy difícil describir todas las emociones que desfilaron por mi interior cuando escuché mi equipo de sonido por primera vez, cuando mis amigos venían a casa y compartíamos discos o en mil situaciones más. Todo eso pasó por mi cabeza el otro día, como un fogonazo. Y una pregunta fue creciendo: ¿realmente necesito un nuevo amplificador? Me bastó intentar subir de nuevo el volumen más de la mitad y no conseguirlo (NORMAL). En los blackfridays, en los cybermondays y demás días de ventas al por mayor nos hemos entregado al consumo por el consumo, a la posesión por la posesión, excluyendo cualquier componente que nos proporcione la más pequeña de las emociones. Compramos deportivas a las que no les gastaremos las suelas, televisores que ni sabremos nunca cómo se manejan en su totalidad o relojes deportivos de los que nos cansaremos cuando entendamos que es más cómodo leer los WhatApps directamente en el móvil y que tampoco es tan interesante saber las horas que hemos dormido. Y nos desprenderemos de ellos, porque no han significado nada en nuestras vidas. Porque lo fácil, lo que no nos ha costado mucho esfuerzo porque no lo hemos deseado realmente, no merece la pena.