SALUD MENTAL

El jugador Ricky Rubio sorprendió a muchos este verano cuando confesó que no podía acudir al Mundial de Baloncesto porque no se encontraba bien psicológicamente. Una estrella del deporte, con una exitosa carrera en la NBA, con problemas mentales. Sucedió, y fue bueno que se explicaran los motivos. Hasta no hace tanto, tal y como debe haber ocurrido con frecuencia en el pasado, no se camufló bajo una lesión muscular, una fractura, lo que sea, con tal de no llamar a las cosas por su nombre. Ese no querer llamar a las cosas por su nombre que en demasiadas ocasiones ha creado personalidades inciertas, falsas, máscaras de un idealismo superfluo. Recientemente he visto una serie de televisión llamada Ted Lasso, que aborda el mundo del fútbol y sus circunstancias. Con el aspecto de una comedia, que lo es, este producción televisiva ha abordado en sus capítulos determinados asuntos que aún siguen siendo un tabú en lo que conocemos como deporte de élite. O sea, deportistas que ganan mucho dinero y que cuentan con una gran proyección mediática y pública y que, por todo eso, deben ofrecer y aparentar comportamientos que coincidan con eso que denominan normalidad (y que es un invento creado por unos cuantos, pero que nos afecta a demasiados). Así, en Ted Lasso se abordan los celos y egos de las estrellas de fútbol, los problemas de racismo que en ocasiones padecen o la homosexualidad, que sigue siendo la gran asignatura pendiente en el deporte profesional. Por pura estadística, por sencilla lógica, deben ser muchos los jugadores del más alto nivel que son homosexuales, y que por los más diversos motivos lo ocultan. Curiosamente, esto no sucede, como tantas otras cosas, en el fútbol femenino, donde hasta sus estrellas más fulgurantes no tienen el menor problema en confesar su orientación sexual e incluso compartir imágenes con sus parejas.

Ted Lasso, que en la serie que lleva su nombre es un entrenador de la Premiere League que no tiene ni idea de fútbol, porque su única experiencia es en el rugby, padece ataques de pánico. Y en un principio, como ha sucedido siempre, lo tratan de camuflar bajo una dolencia estomacal, hasta que decide confesarlo públicamente. Y lo llamativo es que no pasa nada. Algo parecido a lo que ha sucedido con Ricky Rubio. Aunque muchos intenten lo contrario, la sociedad evoluciona, crecemos, somos más comprensivos con el prójimo. Y del mismo modo que tratamos otro tipo de dolencias que padecemos, como la gripe, el covid o una muela picada, hemos entendido que nuestra cabeza, lo que hay dentro, también puede griparse, trastocarse, fastidiarse o simplemente no funcionar como debiera. En esto, como en tantas otras cosas, los jóvenes nos adelantan en cuanto a normalidad y naturalidad, y a la mayoría de ellos no les supone ningún trauma o vergüenza reconocer que están recibiendo tratamiento psicológico o psiquiátrico. Aunque aún siguen existiendo esos padres que llevan esto como una condena, y lo consideran como un muerto que hay que esconder en lo más profundo del armario.

Tradicionalmente hemos tenido una gran facilidad para nombrar, casi siempre desde el desprecio, todo aquello que hemos contemplado como algo que estaba fuera de lo que nos han enseñado y definido como normal. Ir al loquero, tarado, loco y demás expresiones, que ojalá formen de un pasado que no vuelva jamás. Probablemente todos padecemos, ya sea de manera temporal o permanente, desequilibrios mentales, como consecuencia de esta vida que nos ha tocado, producto de infancias y juventudes traumatizadas por los más diferentes motivos o porque hemos nacido con un desajuste, del mismo modo que se puede nacer miope, con problemas de audición y demás. He de reconocer que la mental es la enfermedad que más miedo me provoca, ya que imagino que debe ser muy complicado encontrar el punto exacto sobre el que se debe actuar, y, sobre todo, cómo hacerlo. Pero todo avanza, todo evoluciona. También la psicología. En cualquier caso, mucho mejor llevarlo con la naturalidad de no sentirte un bicho raro, y poder compartirlo con quienes te importan sin temor a absurdas reacciones.

LO QUE LA MUERTE (NO) ESCONDE

Puede que fuera su escudo, su trinchera, su máscara. Durante años, muchos, fue la sonrisa del cine español. Una sonrisa sincera, inocente, cándida incluso, la mayoría de las ocasiones. Una sonrisa a juego con sus ojos, luminosos, oceánicos e inquietos. Verónica Forqué, hija de su padre, nombre imprescindible en la historia del cine español, de los 80 y 90, fundamentalmente. Uno de esos rostros que convertimos en familiares, como si fuera una más en la mesa camilla, y es que su popularidad fue mucha, ligada habitualmente a títulos de gran aceptación entre el público. El público, ese ente que ni el mismísimo Lorca fue capaz de descifrar. Lo tuvo todo, lo fue todo, trabajó con los mejores directores y compañeros de reparto, escogió sus papeles, desfiló por la alfombra roja de los Goya, tal vez sin ser consciente de lo que era: una estrella del cine y de la televisión. Pero un buen día, dejamos de invitarla a nuestro sofá de la audiencia, eliminamos ese hueco que le teníamos reservado, para ofrecérselo a otra actriz, con otro nombre, Penélope, Maribel o Leonor. Porque las mujeres, también en el cine, sí, también, lo tienen más difícil que los hombres y su tiempo caduca antes. No su talento -que siempre permaneció intacto-, su físico, sus curvas, las “patas de gallo”, las canas, todo eso que en los hombres, en muchos casos, es elegante madurez, y que en las mujeres es decadencia, “se les pasó el arroz”, “está colgona” o cualquiera de las muchas “lindezas” que les dedicamos. El teléfono deja de sonar, que es uno de los peores males que pueden padecer quienes se dedican a la interpretación, porque eso significa no sólo ostracismo, también dejar de ganar de dinero, o tener que aceptar lo que sea, porque los recibos de la hipoteca, de la comunidad, de la electricidad y de mil cosas más siguen llegando, estés o no en el candelero.

Supongo, no sé de las cuentas económicas de Verónica Forqué. Pero puede que no se tratara sólo de dinero, y también de sentirse de nuevo reconocida, querida, popular, por el gran público. Y sigo con las suposiciones. Que la televisión se ha convertido en los últimos años en un artefacto que está más cercano al mercadeo que a la divulgación no hace falta que yo lo diga, es la realidad. Que antepone miseria y horror a belleza y conocimiento, es evidente (y basta asomarse a la programación de cualquier cadena). Y que esto sucede porque hay un “público” que así lo quiere, bien cierto es, y dos más dos siempre son cuatro. Aún siendo cierto, y siendo conscientes de todo esto, esa televisión continúa, y continuará. Y no sabremos nunca si ha incidido en la muerte de Verónica Forqué, a pesar de todos los “especialistas” en la materia que han aparecido en los últimos días. Los mismos que “predijeron” la crisis económica o la pandemia, los mismos que tienen un máster en erupción de volcanes y energías renovables, ahora, también, faltaría más, son especialistas en enfermedades mentales. Lo único cierto es que Verónica Forqué murió cuando decidió poner fin a su vida. Todo lo demás, lo podemos intuir, inventar, sospechar o creer, pero nunca sabremos toda la verdad.

Hablamos de enfermedad mental cuando quien se quita la vida es una persona pública, si es nuestro hermano, amigo o pareja lo llevamos como un estigma, que preferimos callar, y hasta ocultar. Lo mismo que ocultamos que nuestros hijos o nosotros mismos tenemos cita con el psicólogo o el psiquiatra, vaya que alguien nos empiece a ver como unos locos, unos tarados o unos idos de la cabeza. Y es que, tal y como sucede con la discapacidad -esos subnormales, tullidos y lisiados de siempre-, las palabras marcan la primera barrera, el primer insulto, con las personas que padecen una enfermedad mental. Qué poca importancia les solemos dar a las palabras, y cuántas vidas se han llevado por delante. No verbalizar la enfermedad, no mostrarla a la luz, no reconocer que el suicidio es una de las causas por las que fallecen más personas en nuestro país es y seguirá siendo lo peor que podemos hacer por las personas que padecen una enfermedad mental. Y que no son pocas, precisamente, muchas más de las que creemos o imaginamos porque la mayoría siguen escenificando una sonrisa permanente, como Verónica Forqué, la sonrisa del cine español, aunque su interior sea un páramo, desolación. Todo eso que la muerte (no) esconde.