La semana pasada anunciábamos una nueva edición de El lenguaje de las mareas y esta lo hacemos de Los amantes anónimos, apenas cuatro meses después de haber llegado a las librerías. Muchas gracias!!!!
MOCHILAS Y PUERTAS
En esta semana de fuego y lluvia, menuda semanita bipolar hemos tenido, los centros de enseñanza, en su gran mayoría, han abierto sus puertas. Pocas noticias mejores, porque a través de esas puertas no sólo se accede a las aulas, a las pistas de deporte o a los laboratorios. A través de esas puertas se accede, muy especialmente, al futuro. Después de varios meses, han regresado las silenciosas mañanas a casa. Tan sólo vulneradas por los habituales sonidos de la calle: el del taller probando una moto, el que tapiza, el que recoge chatarra o algún grito furtivo e inesperado. Los sonidos de mis vecinos. Mi vecina sigue cantando coplas y rancheras -y sigue haciendo carne en salsa-. Aunque lo deseaba, que volvieran a sus clases, los primeros días sin mis hijos en casa se me hacen extraños, solitarios, distintos, incluso tristes. No ha llegado al nivel del año pasado, tras tantos meses de permanente convivencia. Fueron más de seis meses. Aunque solucionado el grueso de lo intendencia, los primeros días son de visitas a las papelerías, de renovar mochilas y libros, de forrarlos, sí, de forrarlos, y de todos esos asuntos implícitos a la vuelta a las clases. Siempre fui al instituto con una mochila, verde militar -de hecho, creo que esa era su verdadera procedencia-, áspera como una lija, incómoda como ella sola, nada que ver con las actuales. No recuerdo cuántos cursos me duraban aquellas mochilas de esa lona tan gruesa y ruda, casi imposible de limpiar. Si tenías la desgracia de que se te derramase la tinta de un bolígrafo, no la volvías a tener limpia nunca más. La tinta azul, en ese verde castrense, adquiría unos tintes púrpuras, que hacían más visible y llamativa la mancha.
Me asaltan estos recuerdos mientras veo como las gotas de lluvia se estampan contra los cristales y escucho a mis hijos hablar de nuevos compañeros y profesores. Aunque fingen contrariedad, no dudan en proclamar que les habría gustado que las vacaciones prosiguieran, no pueden ocultar el entusiasmo que el reencuentro con las clases les provoca. Tenía que suceder en septiembre, claro que sí, un mes mucho más renovador, novedoso y repleto de oportunidades y cambios que el sobrevalorado enero, con su hartura de mazapanes y contenedores de basura colmados de cabezas de gambas, envoltorios de mantecados y cajas vacías. Ellos, mis hijos, tan jóvenes, e imagino como la mayoría, aún no tienen conciencia de todas esas cosas en las que pensamos los mayores, que ya empezamos a ver en el tiempo como un aguafiestas y no como una suma de días en el calendario. Aún así, les toca elegir muy pronto qué quieren hacer con sus vidas, a qué se quieren dedicar, esas cosas que yo mismo me sigo preguntando cada día, y el problema es que sin respuesta la mayoría de ellos. A pesar de esa responsabilidad, que en la mayoría de los casos solventan con demostrada eficiencia -y es que nos empeñamos en dudar de nuestros jóvenes y cada día nos tapan la boca-, volver a las aulas tiene mucho de aventura, de exploración, de descubrimiento, y hasta de misterio. Un tiempo nuevo.
Esas mochilas que cargan nuestros hijos y que, afortunadamente ya no son como aquellas feísimas y toscas verdes que me tocó padecer, están cargadas de bolígrafos nuevos, libros y reglas, pero también de ilusión y de futuro. Años decisivos a los que se enfrentan, de transformación biológica y personal. Crecerán, esos estirones dejarán cortos los pantalones y camisas, y en poco tiempo se convertirán en otras personas, a veces muy diferentes, a las que son ahora. Un tiempo de vértigo, de incertidumbre, pero ilusionante al mismo tiempo. Muy jóvenes les toca elegir, elegir su camino, justo cuando están en pleno proceso de cambio. Todos hemos pasado por esto, claro que sí, pero por ello no deja de ser una etapa compleja de la vida. Por eso, debemos estar a su lado, para lo que necesiten, lo mismo que lo están sus profesores y maestros. Con ellos me despido, agradeciéndoles de nuevo todo lo que han hecho y hacen, en tiempos tan adversos, propiciando que el viaje iniciado por nuestros hijos no se detenga. No es poco, todo lo contrario: es mucho. La puerta al futuro sigue abierta.
EL CHIRINGUITO
Si tuviéramos que establecer un día mundial o internacional, aunque solo fuese nacional o andaluz, del chiringuito, tendría lugar HOY, 15 de agosto, el festivo entre festivos, el padre, hijo y abuelo de todos los festivos. Eso es así. Y basta con acercarse a cualquiera de los que pueblan nuestro litoral, para comprobarlo. Prepare los codos, la cartera y la paciencia para celebrar la ocasión como se merece, que puede ser un ratito bueno entre todos los ratitos buenos del año, a pesar de las estrechuras. Y es que ese momento en el que te enfundas la camiseta o camisa (floreada, que jamás te atreverías a ponerte un lunes de noviembre), recorres la playa esquivando tumbonas, sombrillas, castillos de arena y cuerpos asalmonados hasta por fin llegar al chiringuito, donde con un gesto similar al de Magallanes en el preciso instante de partir desde Sanlúcar de Barrameda en dirección a las Islas de las Especias, examinas la concurrencia, en busca de ese amigo, cuñado o similar con el que tomarte una cervecita fresquita y lo encuentras, sí, al fondo, bien colocado, en su mesa alta, con su camisa floreada, también, él que es de castellanos marrones y pinzas de lunes a viernes, sientes en tu interior algo parecido a la victoria, a la burbujeante celebración de un gol en el minuto 93, ya sea con VAR o por la escuadra. Inigualable momento, raíz o premisa indispensable de lo que queda por delante, que en un día como éste, Día Mundial del Chiringuito, cuenta con una máxima que nunca falla: la improvisación, y sálvese quien pueda.Al chiringuitero profesional, la RAE debe admitir esta palabra a la mayor brevedad, ni el laboratorio del FBI en su sede central de Baltimore podría encontrar un grano de arena o un resto de salitre en su cuerpo o ropa. El profesional no pisa la playa, aunque le guste verla desde la distancia, acodado en la barra. Conoce al dueño/encargado del establecimiento de quince veranos seguidos o tiene la habilidad de parecer que lo conoce de todo ese tiempo (aunque lo acabe de conocer). Para eso, nada mejor que la táctica de la vitrina del pescado, asomarte con poderío, como si tuvieras la intención de encargar ese pargo de doce kilos que arrincona a los lenguados, y decirle al dueño/encargado: buen género, a cómo sale eso, y a continuación mueve la cabeza con gesto de conformidad, sin confirmar o negar la posible adquisición. Y cuando está en su mesa alta, o planchando barra de aluminio, el chiringuitero profesional formula la gran pregunta al camarero que lo atiende: ¿cuál está más fría, botella o tirador? Las dos igual. Ponme una que me duela la garganta. Y así, sin quererlo, en una buena jornada chiringuitera no hay nada previsto, van llegando amigos, amigas, cuñados, suegros, la abuela con la silla plegable y una legión de niños pidiendo un refresquito. Si os lo tomáis ahora, en la comida toca agua, amenaza uno de los chiringuiteros, aunque ellos ya lleven seis consumiciones, como poco. Entre estas disputas, grandes decisiones: ¿aceitunas o altramuces?, los fichajes del verano, varias rondas, inciertos viajes planeados y recuerdos recuperados, con las bocas calentitas ya, el encargado/dueño del establecimiento te avisa que ya tienes la mesa lista. Pongamos que hablamos de las cuatro y media de la tarde, en el mejor de los casos.Dieciocho, sin contar a Juanito, que tiene tres años y duerme en el carrito. Fuera de carta, nada, que nos la clavan, dice alguien, pues yo le metía a unrodaballo, eso no merece la pena para los que estamos, reniega otro, tres de ensaladilla, dos de tomates aliñados, unas sardinas y lomitos para los niños, yo no me voy a comer un lomito, protesta Carmen, con la vista puesta en las gambas que porta un camarero. Arroz para cuatro nada más, que luego se queda, avisa la abuela. En el remate, el chiringuitero profesional exige su chupito con esa gracia que solo él contempla y que más de uno califica como chulería, y luego organiza un brindis que decora con una de sus frases impostadas. Mientras, los más pequeños no cesan de abrir la puerta del congelador, a la caza de un helado. Guiña el ojo y hace como que firma sobre un papel invisible, el chiringuitero más curtido pide la cuenta. Miradas de asombro, alguna de rencor, ya te lo dije, pagamos por familia, claro, y yo que no traigo niños pago lo mismo, alguien murmura. Pues yo lo veo hasta barato, que si quitamos los helados, las tartas, los cafés, los batidos, las patatas fritas y los refrescos no es tanto, explica con ese desparpajo suyo el chiringuitero de mayor edad. Y hasta la siguiente. Feliz Día Mundial del Chiringuito.
EL PODER DE LA MÚSICA
¿Qué puede hacer una canción, además de entretenernos durante un rato? ¿Puede conseguir que las cosas cambien? ¿Acabar con el racismo, la violencia, la homofobia, las guerras, las desigualdades, puede hacerlo eso una canción? ¿Qué es una canción entre tanta barbarie, qué supone, qué poder tiene? ¿Tiene algún poder la música? ¿Terapéutico, emocional, cultural, social, político, sensorial? Creo que tengo claras todas las respuestas a todas estas preguntas, pero no sé si me merece la pena responderlas y, sobre todo, argumentarlas. Lo vuelvo a repetir: la música es la compañía más estable de cuantas he tenido en mi vida. Por uno u otro motivo, el resto de compañías, ya fueran humanas, culturales o sociales, nunca han sido las mismas. Murieron, desaparecieron, se perdieron, se fueron, qué sé yo. Pero la música siempre ha estado ahí, a mi lado, siempre. Y gracias a ella he superado muy malos momentos, he aprendido, me he emocionado, he vibrado, he conseguido dejar de pensar en aquello que me estaba erosionando por dentro. Hay canciones, y da igual las veces que las haya escuchado, que me siguen emocionando como la primera vez. Canciones que consiguen que se me salten las lágrimas, que son un latigazo a mis emociones, un apretón a mi corazón. No puede hablar de la música sin repetir la palabra emoción. Emoción. Me gusta que sea así. Adoro que sea así. Y que también me suceda con un poema, con una película, con un cuadro, con una puesta de sol o con una novela. Cuando sucede, porque a veces sucede, es una sensación muy complicada de transcribir mediante palabras. Hablamos de emociones, que juegan en otra liga, más allá de las palabras.
Me ha empujado a escribir este artículo This is Pop, la estupenda serie documental de ocho episodios que trata de contar, como su propio nombre indica, la evolución del Pop desde su creación. No es tarea fácil, ya que primero deberíamos definir qué es el Pop, y que con frecuencia hemos convertido en un contenedor de aquello que no encasillamos en el resto de los géneros, o que no es lo suficientemente puro como para hacerlo. Aunque el documental no profundiza excesivamente en los temas que aborda, sí hay que reconocerle y elogiar su pedagogía y capacidad de síntesis, convirtiéndose en una propuesta perfecta para personas no iniciadas. Yo lo he disfrutado mucho viéndolo con mi hija, 13 años, y contemplando sus caras cuando ha visto actuaciones de Jefferson Aireplane o de los primeros ABBA o conociendo la rivalidad que mantuvieron Blur y Oasis en la década de los 90. Cuenta con episodios muy atractivos y clarificadores, como el dedicado a los suecos y su importancia en la difusión del Pop más comercial, en lo que son unos auténticos reyes, o analizando la frontera por la que transita el Country en los últimos años, en permanente abrazo con el Pop, en sus expresiones más recientes. Muy divertido, por ejemplo, el capítulo dedicado a esa cosa llamada Auto-Tune, y que Cher con su Believe universalizó para dicha de los desafinados, así como muy emotivo el recuerdo del mítico edificio Brill, que tantas y tantas canciones y bandas albergó durante sus años de vigencia.
¿Qué puede conseguir una canción?, es lo que se pregunta este documental en su capítulo siete, y que también es su título. Y trata de responder recuperando esas canciones que, en su momento, supusieron un elemento de cambio o de construcción social. Canciones contra el racismo, la homofobia o el machismo, canciones por la paz. Por la paz. Se me ha quedado grabado el gesto de incredulidad, y de horror, de mi hija al ver la secuencia en la que golpean a un hombre que porta la bandera arco iris. Eso ya no pasa, me dijo. Sí pasa, por desgracia, mira lo que le ha pasado a Samuel, le respondí. Una canción no puede acabar con el racismo, con el machismo o con la homofobia. Una canción no puede conseguir la paz. No. Pero sí puede que pensemos en ello, que nos formulemos preguntas, que dudemos, que busquemos respuestas. Además de todo lo que nos ofrece. Una vida más rica, menos aburrida, más emocionante. No es poco.
VERANO
Llega el momento de recoger lo sembrado, de evaluar lo estudiado, o no. Los chavales reciben sus notas de junio, las notas finales, las notas entre todas las notas, con expresión variopinta. Las ruedas de las mochilas reciben su merecido descanso, después de meses de charcos, hojas secas, chicles y empujones. Las avenidas despiden a esos autobuses jaleosos de asientos maltratados, de cánticos que escapan por las ventanillas. La rutina escolar dice adiós hasta septiembre. Septiembre que es el verdadero mes iniciático, el mes uno, el mes que marca el nuevo año, la nueva Liga, el nuevo curso, la nueva colección –dos por el precio de uno, todos los madelmanes-, con el permiso de enero, que seguirá engañándose en su falsa gloria, en su liderazgo del calendario, en su resaca de turrones y cavas nunca saboreados. Y justo cuando acaba el curso, la noche de San Juan, el fuego que celebra la llegada del verano, aunque el verano del termómetro ya llevemos unas semanas padeciéndolo, y cada año olvidemos la temperatura del pasado y nos centremos en el nuevo calor del presente, que siempre es más calor. El invierno refresca, afortunadamente, nuestra memoria.
Contemplando la salida del colegio de unos chavales me fue imposible no retroceder en el tiempo y regresar a los veranos del chaval que fui durante años, y que intento, por todos los medios, que siga estando vivo, o al menos dormido, en mi interior. Recuerdo que lo primero que hacía nada más comenzar el verano era agarrar un calendario y contar los días libres que iba a tener. Pero los días libres reales, los fines de semana y los festivos no los contaba, necesitaba saber cuántos días de verdad, de verdad de la buena, iba a estar sin ir al colegio. Y no lo hacía por programación o anticipación, lo hacía por puro placer, por disfrutar de un sentimiento que aún hoy me es imposible clasificar. Largos veranos en una Córdoba más árida, más callada, más lenta, una Córdoba sin Festival de la Guitarra, sin Eutopía, sin Noche Blanca del Flamenco; una Córdoba pelada y mondada. Mis veranos se centraban, casi exclusivamente, entre mis visitas a la Biblioteca, algún que otro y esporádico chapuzón en la piscina de la calle Zarco y las noches en los cines de verano, especialmente el Olimpia, que era, supuestamente, el cine de mi barrio. Curiosamente, los que vivíamos en la calle Buen Suceso y alrededores éramos, por calificarlo de algún modo, “chicos sin barrio”. En la frontera entre San Agustín, San Lorenzo y el Realejo, demasiado cerca y demasiado lejos, al mismo tiempo, de todos ellos. Caprichos del callejero.
Con toda probabilidad, aquellos veranos silenciosos y calurosos de mi infancia en aquella Córdoba inmovilista han influido decisivamente en la construcción de la persona que soy hoy, y muy especialmente en mi faceta como narrador. Me fascinaba entrar en la biblioteca, buscar un nuevo título de Tintín, El Príncipe Valiente o Astérix, que devoraba en esas largas siestas de ventilador y canciones dedicadas, a Pedrito por su cumpleaños, de Radio Córdoba. Jamás incumplí el plazo de entrega, ya que a la mañana siguiente, puntual a mi cita, renovaba el libro. Y si primero fueron los tebeos, más tarde llegaron Salgari, Hammet y Kafka. Y por la noche me aguardaba el cine de verano, en donde vi cien veces todas las películas del legendario Bruce Lee, y demás imitadores, así como las del picarón Álvaro Vitali o Esteso/Pajares, sí, pero también Ben Hur, Lo que el viento se llevó o Psicosis. Y luego en mi casa, rodeado de hermanos que hablaban de cosas que a mí se me escapaban, mientras comía altramuces o pipas frente al ventilador, pensaba en los días que aún le quedaban a ese verano, que yo nunca sentí como árido, caluroso o silencioso
ÉRASE UNA VEZ MAYO
¿Nos da algo para la Cruz de Mayo?, le preguntábamos al nuevo posible benefactor con el que nos encontrábamos, como si la Cruz tuviera necesidades alimenticias o de cualquier otro tipo. Comenzamos con cajas de cartón, las vacías de las botellas de leche Colecor eran las más preciadas. Recias, robustas, crujientes, y muy resistentes. Eran unas botellas de litro y medio de un plástico semitransparente que luego también tenían su utilidad. Bien recortado el cuello de la botella, con su correspondiente globo, era un tirador fabuloso. Eso sí, lo que se dice apuntar, era más que complicado apuntar. Recuerdo tardes de verano desayunando una botella de Colecor, muy fría, junto a un plato de rosquillas. En ese tiempo en el que la lactosa era una ciencia ficción y la leche se consideraba como el gran alimento. Mientras más, mejor. Las Cruces de Mayo con las cajas de cartón, y decoradas con gitanillas y geranios de las macetas de mi madre. La de sofocones que le di, todo el año cuidando sus flores para que yo se las guillotinase en un plis. Y pasamos a la Cruz minipaso, en aquellos años en los que los costaleros conformaban una especie de mitología, y hasta íbamos a verlos a ensayar, como si se trataran de guerreros legendarios que practicaban con sus espadas. En la Cruz minipaso había que dividir las ganancias, ya que como poco éramos dos los que la “cargábamos”, pero también es verdad que las ganancias eran mayores, especialmente al principio. Cosas de la novedad. En muy poco tiempo, tan poco y tan rápido que me es imposible precisar, comencé a disfrutar las Cruces de Mayo desde otra perspectiva: con los codos apoyados en las barras de aluminio. Pimientos fritos, flamenquines y un poquito de salmorejo, que no falte. Durante 3 décadas viví entre San Agustín, San Lorenzo y el Realejo, en la calle Buen Suceso, imposible que las Cruces no formaran parte de mi calendario, en cualquiera de sus modalidades y situaciones.
Y lo mismo me sucede con los Patios, que siempre he considerado como la expresión más auténtica y genuina de cuantas tenemos en Córdoba. Si algo nos define y diferencia son los Patios, no me cabe duda. Porque ferias, hay muchas, al igual que catas, y las Cruces también se pueden disfrutar en otros lugares, como en Granada, por ejemplo. Pero para ver y conocer los Patios hay que venir a Córdoba. Si rebusco en la memoria del niño que fui puedo recordar los Patios antes de que tuvieran colas, horarios y aplicaciones, cuando eran microcosmos que conformaban la Córdoba más esencial. Recuerdo ir a casas de amigos donde los vecinos esperaban en el patio su turno para ir al servicio compartido. Recuerdo patios por los que atrechábamos para ir de una calle a otra. Recuerdo patios en los que se comían caracoles a media tarde, entre jazmines y buganvillas. Recuerdo patios con perros somnolientos y canarios de colores cantando en sus jaulas. Recuerdo patios en los que el concepto de familia era muy diverso, porque además de la propia tenías la que formabas con tus vecinos. Los Patios, en Córdoba, suponen lo que fuimos y que, en gran medida, seguimos siendo. Y por eso es de agradecer el esfuerzo que realiza todos los años este periódico, para que su ya célebre Guía de Los Patios siga siendo una realidad que todos podemos disfrutar.
Se me acaba el espacio y todavía me queda mucho mayo que recordar. El de la Cata, por ejemplo, o el de las ferias, porque en mi infancia y juventud yo disfruté dos por igual, la de la Salud y la del colegio, en los Salesianos. Aquellas casas del terror construidas con pupitres, que son casi los antecedentes de los escape room actuales, o la tómbola en el pórtico, o las primera fiestas y ese momento en el que sonaba Spandau Ballet y soñabas con que la chica que te gustaba dijera sí cuando la invitabas a bailar. Aunque incómoda, la Feria en Los Patos tenía su encanto, y sus peligros. En El Arenal nos adaptamos al más de lo mismo, con todas sus comodidades y demás ventajas, pero yo nunca la disfruté tanto como la anterior. Porque mayo, nuestro mayo, tiene mucho de adaptaciones y de peligros, y también de recuerdos, que ojalá pronto escapen de la memoria para volver a ser una realidad.
LEER, VIVIR, AMAR #DíaDelLibro
Me ha llevado un tiempo escoger el orden en el que aparecen las tres palabras del título, porque todas las variaciones me gustaban, todas tenían su justificación y todas me representaban. No creo que haya acertado con el título escogido, o tal vez todos los posibles títulos fueran acertados, que también cabe esa posibilidad. Y es que combinar, en mi caso, y seguro que en el caso de muchísimas más personas, leer con vivir y con amar es muy fácil, ya que los tres verbos se conjugan y se desenvuelven, con soltura, en la misma frase. Cada vez que escribo sobre leer, la lectura y los libros, a mi cabeza llegan un sinfín de palabras y expresiones amplia y repetidamente empleadas que, por eso, no dejan de ser ciertas. Por ejemplo, seguro que le suena: quien lee, vive más. Sí, es muy recurrente, pero es que no puede ser más cierta. Gracias a los libros he recorrido las entrañas de los palacios más abrumadores de París en el XIX, me he colado bajo la piel de un asesino en serie, o he soñado con una nueva vida, con otro padre que no era mi padre, en el Nueva York de los 60. He recorrido las tumultuosas calles de El Cairo, Lima o Pekín, he sentido el peso de una espada en mi mano y he descubierto en un mapa dónde se encuentra el tesoro, en aquella hermosa e inaccesible isla. Y todo eso, y mucho más, no lo he leído simplemente, lo he vivido, dentro de mi cabeza, sí, pero con una veracidad tal que no supe diferenciarla de la realidad. En esos momentos, mientras lo leía, era real. Otra frase que se utiliza mucho por estas fechas, especialmente, en torno al Día del Libro, el próximo 23 de abril, es aquello de que la lectura, los libros, nos hacen más libres. Tan simple como cierto. Todos los libros, hasta el peor que podamos leer, esconde una enseñanza, de mayor o menor envergadura, pero enseñanza. Mientras más leemos, más conocimientos adquirimos, y no sólo eso, hablemos de amplitud de miras, de nuevas perspectivas, que los libros nos ofrecen. Sí, porque nos enseñan a contemplar el mundo con otros ojos.
Y ahora voy con una de mis favoritas: quien te regala un libro, no sólo te quiere, también te estima. No sé quién es el creador, pero desde que la escuché por primera vez se me ha quedado y cada vez que puedo la repito. Regalar un libro, y no me refiero a comprar uno de la pila más alta, requiere su tiempo y esfuerzo, porque pretendes que sea consecuente, ajustado, con la personalidad del regalado. O porque pretendes que sienta lo mismo que tú sentiste al leerlo. O porque en ocasiones nos volvemos “futboleros” con determinadas cuestiones, como son los libros, y esa novela que hemos leído es la mejor del mundo mundial y necesitamos aliados en nuestra causa. O por mil motivos más, da igual. Regalar un libro tiene mucho de elegancia, de inteligencia, pero también de admiración por la otra persona. Le debo mucho a los libros, tengo claro que sin la lectura sería otra persona, y doy por hecho que peor, en todos los sentidos. Más neutra, más simple (que no sencilla), más previsible, más gris. Menos yo, o algo parecido.
Motivos más que suficientes, y otros muchos que requerirían de más y más espacio, para celebrar el Día del Libro como se merece. Entrando en las librerías, a las más cercanas, mejor, buscando en los anaqueles, comprando, sí, comprando, que sin dinero no habría ni editoriales, ni librerías, ni escritores ni libros. Tengamos en cuenta que el gran objetivo del 23 de abril, además de recuperar y prestigiar fechas simbólicas, es el de que los lectores y los libros se encuentren, que por lo menos haya ese primer encuentro. Lo siguiente, el gran reto, es que los libros formen parte de nuestras vidas, que los naturalicemos como unos elementos más, rutinarios, cercanos y necesarios, de nuestras existencias. Ese es verdaderamente el gran reto. En este tiempo de vacunas, tenemos en las librerías las más eficaces contra la ignorancia, el aburrimiento y el pensamiento único. No tienen efectos secundarios y puedes administrarte las dosis que consideres, que su consumo abusivo, y hasta su adicción, está considerado como muy beneficioso. Yo, por si las moscas, trato de vacunarme a diario. Leer, vivir, amar.
LA NOCHE DE TODOS LOS SUEÑOS
Cada noche duermo peor, o cada vez son más las noches que duermo mal, parecen frases gemelas, pero esconden sus diferencias. Como los gemelos, o los mellizos, que siempre dudo en el término. Esas pecas, esa nariz más gruesa, esas orejas de soplillo. Siempre hay una diferencia, leve o gruesa, pero diferencia. Lo del dormir mal, poco también lo englobo en el mal, debe ser una cosa de los años, de cumplirlos, y tal vez por eso no lo llevamos tan mal -perdón por tanto mal-. Perdemos la tersura, la elasticidad y el sueño, qué cosas, con el paso de los años. Menos mal que no perdemos las ganas (en ganas cabe todo, o casi). Cada nueva vela que añadimos a la tarta, unos minutos menos de sueño. Y aunque en el global te acostumbras, en la noche, cuando sucede, lo entiendes como algo nuevo. Mirar la pantalla del móvil y descubrir que son las cuatro y veinte de la madrugada. Esa es una de mis horas fetiches, que he padecido en mis noches de los últimos meses. Ha sido tan frecuente, tan reiterado, que cuando el reloj ha sobrepasado el umbral de las seis lo he sentido y celebrado como un auténtico éxito, como una anomalía. Es como un insomnio invertido, porque caigo redondo en la cama, desfallecido, apenas unos minutos tardo en dormirme. Y en soñar. Porque en los últimos meses, tal vez coincida con el inicio de esta mierda de pandemierda, he vuelto a soñar. Pero a soñar como lo hacía en la infancia: larguísimos sueños, repletos de aventuras, surrealismo burbujeante, abstracción de colores exagerados y situaciones imposibles, que puedo recordar perfectamente cuando despierto. Puedo contarlos cada mañana, como el que cuenta la última farra, viaje o conquista.
Debería dedicar todas las mañanas unos minutos a anotar en una libreta el sueño de la última noche. Un diario de sueños. No de ilusiones, o esperanzas. No, de sueños, sueños verdaderos. Los que llegan cuando cierras los ojos y tu mente es un caballo sin montura ni jinete en una interminable pradera. Tal vez los sueños representen el punto más cercano en el que nos llegamos a encontrar de la verdadera libertad. Cuando era niño, si despertaba tras haber transcurrido la noche en un sueño placentero, volvía a cerrar los ojos y deliberadamente proseguía con el sueño. Como si se tratara de una película, filmaba en mi interior la segunda parte, la secuela, y durante unos minutos creía que el sueño había regresado. Muchas veces fueron como un western actual, pero sin sangre, sin muertos, sin tragedia, aventuras para todos los públicos, que llegaban a conseguir que me despertara cansado, como si en realidad hubiera saltado y corrido como lo había hecho antes, en mis sueños. Todos tenemos sueños que no podemos contar, que no nos gustan. Esa sensación angustiosa de despertar y durante unos minutos dudar de lo que es real y no. Y te preguntas si fuiste capaz de tal y cual cosa, o si realmente te pasó eso que soñaste. Y buscamos significados a esos malos sueños como el que se busca un bulto en el cuerpo, necesitado de explicarse.
En ocasiones he utilizado los sueños como material narrativo. Sí, hay capítulos, escenas, que las he soñado previamente. Puede que eso sea jugar con ventaja. Y normalmente mis personajes son soñadores, y normalmente cuento lo que sueñan. Igual que como vestimos, lo que comemos o lo que consumimos culturalmente, lo que soñamos también nos define. Por eso tal vez los sueños deben entenderse como autoficción, aunque yo prefiero que no, que se nos está yendo de las manos, y a este paso hablaremos de metaautoficción en poco tiempo. Y no todas las vidas son interesantes de contar, compartir. Y no son tan especiales como nosotros creemos, aunque nuestra soberbia o ego nos digan lo contrario. Los sueños sí son otra cosa, están hechos de otro material, no sé si más resistente, volátil o inexplicable. Da igual, siguen siendo la magia que aparece cuando cierras los ojos y tu mente te ofrece todo eso que la realidad te niega. La noche de todos los sueños posibles, como presagio o terapia, como un camino sin árcenes, que conducen a esa cima que nunca llegamos a conquistar.
MÁS POESÍA
Llega la primavera y celebramos el Día de la Poesía, que muchos consideran como algo ñoño, cursi y hasta desfasado. No sé por qué, pero desconfiamos y hasta nos burlamos de los días en los que se celebran cosas positivas, cosas bonitas. Emplee el adjetivo bonito sin pudor, que no pasa nada, nadie le multará, ni le sancionará y con frecuencia representará con bastante exactitud un acontecimiento, realidad o cosa concreta. Es bonito que le dediquemos un día a la poesía, y que las redes se llenen de poemas y más poemas, y que recuperemos algún autor que nos emocione y lo compartamos. Es bonito, sí. Yo procuro leer poesía todos los días, todas las noches antes de dormirme. A veces lo hago como terapia, sobre todo cuando acaban esos días feos y duros y amargos y jodidos en los que te quedas sin fuerza. En esos días, puñeteros días, un poema puede ser una hebra de esplendor, un momento de calma, de ocupar tu mente con algo que no tiene la textura del fango, y eso es mucho. Muchísimo. Uno de esos días, eso es impagable. Por eso yo celebro el Día de la Poesía con todos sus perejiles, a boca llena, con alegría y devoción, porque es un ámbito importante de mi vida. En la poesía he encontrado muchas preguntas, pero también he encontrado muchas respuestas. Me ha enseñado a contemplar y ver el mundo, y sus pobladores, con otros ojos. Renovados, limpios. La primera imagen no es la certera, tampoco la segunda o la tercera, hay que saber mirar dentro, más allá de las pieles, los prejuicios, los pudores y los conceptos. En la esencia. Porque la poesía desnuda lo verdadero, lo muestra, como un tesoro delicado y luminoso, que nos deslumbra entre las manos.
Las turbulencias de Dylan Thomas, el fulgor estelar de Cernuda, la real pulcritud de García Casado, la sensibilidad íntima de Julia Uceda, la exactitud de Carver, la normalidad de Ángel González, la solemnidad de Aleixandre, el largo aliento de Claudio Rodríguez, la sinceridad de María Victoria Atencia, la belleza total de García Baena, la sabiduría de Wisława Szymborska, el descaro de Gil de Biedma, la calidez de Braulio Ortiz Poole, la cotidianidad de Juanjo Téllez, la emoción de Pérez Azaústre, la duda de Eduardo García, la luz de Nacho Montoto, la trasgresión de Bukowski, la transparencia de Gloria Fuertes, el ingenio de Manuel Vilas, la permeabilidad de Raquel Lanseros, la iluminación de Fernández Mallo o la mirada de Eliot. Y podría citar más poetas, que con sus poemas, con su talento, me han acompañado en la mayoría de mis días, ofreciendo un instante al margen de la realidad, o transformando la realidad. No sé si está demostrado científicamente, si es que alguien se ha interesado por el asunto, pero no me extrañaría que la poesía tuviera un componente terapeútico, sanador, reparador como poco. O embriagador, que también lo necesitamos, de vez en cuando. Yo, desde luego, no concibo la vida sin poesía, del mismo modo que tampoco la concibo sin música o cine, sin arte. Sería otra cosa, más fea, más aburrida, sosa hasta la ausencia de sabor, perfectamente definible en su pequeñez. Y las cosas que son fáciles de definir no me interesan.
Más poesía, claro que sí, hoy, mañana y siempre, y por eso celebro su día desde la alegría, la emoción y el agradecimiento. Les debo a los poetas mucha belleza, mucha emoción, mucha luz, esas deudas que tenemos la obligación de contraer porque consiguen que nuestras vidas sean mejores, más bonitas. No renuncie, pronúnciela: bonita, qué palabra más bonita. En el Día de la Poesía, que es también el de la primavera, por su llegada, siempre me acuerdo de aquellas fiestas juveniles, aquellas fiestas improvisadas, repletas de parques, jardines, luces y hormonas, repletas de primeras veces, que siempre permanecen en nuestro interior. Días dichosos de ese tiempo en el que nos estábamos construyendo, repletos de una poesía de verso libre, entre lo salvaje, lo esencial, lo infantil y lo arrebatador. La poesía tiene de todo eso: nos conecta con lo esencial, con lo que se esconde bajo el disfraz de los años.
LEER: UN VIAJE ALUCINANTE
El viaje comenzó al otro lado del espejo, una voz aguda y familiar me dijo: ven, ven. A continuación, no atendí la advertencia de Sancho y mi cuerpo rodó maltrecho después de que los brazos de los gigantes se transformaran en aspas de molino. Don Quijote cayó a mi lado, orgulloso y enrabietado, sin poder creer lo que contemplaba; reímos cuando nuestros ojos se cruzaron. Junto a Luciano me colé en las fiestas del París más lujoso y exquisito, el París de las grandes ilusiones perdidas. Brindamos de madrugada, sedujimos a las mujeres más hermosas y tuvimos que escondernos de los maridos intoxicados por los celos, dispuestos a todo con tal de mantener a salvo su honor. Don Camilo me invitó a sentarme a su lado, en la mesa con tablero de mármol, cerca de la barra. Un café y un suizo, le indicó al camarero con aspecto de carcelero. Los hampones de los versos, los novelistas escuálidos y los gacetilleros de media pluma narraban sus épicas gestas inventadas, sus relaciones imposibles y sus glorias por venir. Ya de madrugada, cuando quise abandonar el establecimiento, el camarero con aspecto de carcelero me agarró de un brazo y me condujo hasta la trastienda: ve pagando ya, y sin dar un ruido, me dijo. Miré hacia la mesa y don Camilo había desaparecido como por arte de magia. Me gustaría pesar un sueño, me dijo Paul; quisiera pesar las palabras, dije yo. Yo he pesado el humo, que pesa lo mismo que el silencio de las palabras, respondió. Afuera, Nueva York se desperezaba con violencia de taxis que forman arterias amarillas y rascacielos que se enfrentan al cielo y a la gravedad. Las ventanas abiertas de Manhattan, justo enfrente, nos guiñaban. Chaves Nogales me contó cómo era Belmonte por dentro y me condujo a su propio exilio, y sentí su misma añoranza. He conocido las islas más recónditas del Pacífico, he cazado osos polares, me he perdido en el interior de una pirámide, unos peligrosos terroristas secuestraron el avión en el que viajaba rumbo a Bangkok, he compartido mis tardes con Teresa y cinco horas con Mario, he bailado en salones de mil espejos, he vendido vitaminas a domicilio, podría pasear por Barcelona como si fuera mi propia ciudad, sé que Las Afueras son ese punto del Mapa sin determinar y he escuchado el corazón del trapecista antes de saltar al vacío gracias a las emociones, a las vidas, a las historias, que he encontrado en los libros.Como Alicia, crucé la imaginaria frontera del espejo, e inicié este alucinante viaje en el que se ha convertido mi vida gracias a la Literatura. La envidia, la necesidad de inventar/mostrar mi propio mundo, la alargada sombra de los autores más admirados, tomaron mi mano un buen día y me trasladaron al paraíso de las ideas escondidas. Un paraíso alucinante y desordenado, un festín de formas y sombras, un baile sin máscaras, una canción que se te cuela y que ya jamás puedes dejar de tararear. La Literatura es un veneno muy contagioso; una forma de entender la vida que puede llegar a ser esclavista, adictiva y malvada, pero que, sin embargo, te reporta momentos de gran felicidad. Tal y como me ha sucedido con los personajes creados por mis autores preferidos, he sentido el vacío de la despedida, el ahogo del adiós, cuando he vislumbrado que estaba a punto de concluir una novela. He llegado a mantener una relación estable e íntima, de varios meses, de años, con mis personajes, los he criado y recreado, los he tratado de dirigir desde el teclado, pero ellos siempre adquieren autonomía propia, se emancipan y conquistan la isla de las ideas escondidas. Personajes que han sido mis amigos, mis confidentes, mis consejeros; amigos vestidos de palabras de los que me ha costado despedirme. A algunos de ellos he engañado, y les he prometido resurrecciones futuras que jamás llegarán. La Literatura, desde cualquier lado del espejo, desde dentro o desde el cielo, siempre es un viaje alucinante, incierto y maravilloso. Entregamos el billete de ida, pero, muy pronto, perdemos el de vuelta por ese agujero del bolsillo que no queremos coser. Inmerso en el viaje, te asomas alucinado a la ventanilla y ves las ciudades pasar, los ríos, las nubes, las montañas, las vidas que llegas a sentir como propias. La Literatura, a un lado u otro del espejo, es un viaje imprevisible por un río de corriente alterna, un río que te domina y guía, que te acompaña, y que desemboca en ese gran corazón donde laten todas las palabras, todas las historias, todas las emociones.