VERANO

Llega el momento de recoger lo sembrado, de evaluar lo estudiado, o no. Los chavales reciben sus notas de junio, las notas finales, las notas entre todas las notas, con expresión variopinta. Las ruedas de las mochilas reciben su merecido descanso, después de meses de charcos, hojas secas, chicles y empujones. Las avenidas despiden a esos autobuses jaleosos de asientos maltratados, de cánticos que escapan por las ventanillas. La rutina escolar dice adiós hasta septiembre. Septiembre que es el verdadero mes iniciático, el mes uno, el mes que marca el nuevo año, la nueva Liga, el nuevo curso, la nueva colección –dos por el precio de uno, todos los madelmanes-, con el permiso de enero, que seguirá engañándose en su falsa gloria, en su liderazgo del calendario, en su resaca de turrones y cavas nunca saboreados. Y justo cuando acaba el curso, la noche de San Juan, el fuego que celebra la llegada del verano, aunque el verano del termómetro ya llevemos unas semanas padeciéndolo, y cada año olvidemos la temperatura del pasado y nos centremos en el nuevo calor del presente, que siempre es más calor. El invierno refresca, afortunadamente, nuestra memoria.

Contemplando la salida del colegio de unos chavales me fue imposible no retroceder en el tiempo y regresar a los veranos del chaval que fui durante años, y que intento, por todos los medios, que siga estando vivo, o al menos dormido, en mi interior. Recuerdo que lo primero que hacía nada más comenzar el verano era agarrar un calendario y contar los días libres que iba a tener. Pero los días libres reales, los fines de semana y los festivos no los contaba, necesitaba saber cuántos días de verdad, de verdad de la buena, iba a estar sin ir al colegio. Y no lo hacía por programación o anticipación, lo hacía por puro placer, por disfrutar de un sentimiento que aún hoy me es imposible clasificar. Largos veranos en una Córdoba más árida, más callada, más lenta, una Córdoba sin Festival de la Guitarra, sin Eutopía, sin Noche Blanca del Flamenco; una Córdoba pelada y mondada. Mis veranos se centraban, casi exclusivamente, entre mis visitas a la Biblioteca, algún que otro y esporádico chapuzón en la piscina de la calle Zarco y las noches en los cines de verano, especialmente el Olimpia, que era, supuestamente, el cine de mi barrio. Curiosamente, los que vivíamos en la calle Buen Suceso y alrededores éramos, por calificarlo de algún modo, “chicos sin barrio”. En la frontera entre San Agustín, San Lorenzo y el Realejo, demasiado cerca y demasiado lejos, al mismo tiempo, de todos ellos. Caprichos del callejero.

Con toda probabilidad, aquellos veranos silenciosos y calurosos de mi infancia en aquella Córdoba inmovilista han influido decisivamente en la construcción de la persona que soy hoy, y muy especialmente en mi faceta como narrador. Me fascinaba entrar en la biblioteca, buscar un nuevo título de Tintín, El Príncipe Valiente o Astérix, que devoraba en esas largas siestas de ventilador y canciones dedicadas, a Pedrito por su cumpleaños, de Radio Córdoba. Jamás incumplí el plazo de entrega, ya que a la mañana siguiente, puntual a mi cita, renovaba el libro. Y si primero fueron los tebeos, más tarde llegaron Salgari, Hammet y Kafka. Y por la noche me aguardaba el cine de verano, en donde vi cien veces todas las películas del legendario Bruce Lee, y demás imitadores, así como las del picarón Álvaro Vitali o Esteso/Pajares, sí, pero también Ben HurLo que el viento se llevó o Psicosis. Y luego en mi casa, rodeado de hermanos que hablaban de cosas que a mí se me escapaban, mientras comía altramuces o pipas frente al ventilador, pensaba en los días que aún le quedaban a ese verano, que yo nunca sentí como árido, caluroso o silencioso

DORMIR

En el Sur, cuando el termómetro se pone valiente, y hasta vacilón, faltón como está ahora, lo de el sueño de una noche de verano, que propuso Shakespeare, se queda muy impreciso, cuando no erróneo. Hablemos con propiedad, el desvelo de una noche de verano sería un título mucho más apropiado, y hasta se me vienen a la cabeza unos cuantos más que me guardaré por respeto a los lectores. Aunque las máximas son las grandes estrellas de los titulares, lo llamativo, la temperatura comienza a ser una preocupación, y hasta una pesadilla, cuando las mínimas son las que ascienden, como está sucediendo en los últimos días. Porque seamos sinceros, ahora que no nos escucha nadie, a nosotros no nos preocupan, tampoco nos impresionan o alteran, los 38 ó 40 grados de las tres de la tarde, lo que realmente nos afecta, y de qué manera, los 30 grados a las 12 de la noche o los 26 a las cinco de la mañana, la temperatura que martillea eso que llamamos el umbral del sueño. En estas larguísimas noches recuerdo otras noches del pasado, sobre todo de mi infancia, en la casa familiar. Los cuatro hermanos nos congregábamos en el pequeño dormitorio de mi hermana, donde juntábamos dos colchones sobre el suelo, cerca del balcón, para mejor sobrellevar la noche. Pero hasta dormirnos, escuchábamos aquellos tenebrosos y a veces escalofriantes programas del doctor Jiménez del Oso o los de Pumares, y comíamos pipas y altramuces, y nos rociábamos con un pulverizador que rellenábamos con agua fría. Puedo recordar perfectamente aquellas noches, con salamanquesas recorriendo la cal de la fachada, con olor a jazmines y a tabaco de algún vecino, que fumaba nervioso; noches en las que aprovechábamos la luz cercana y tenue de la farola para jugar a las cartas o para leer un libro, un TBO, una revista, lo que fuera. En cierto modo, si lo pienso, le debo mucho a esas noches sin sueño, que tal vez fueron peldaños en la escalera de mis inquietudes. Todo suma, en cualquier caso.

Lo repito con frecuencia y no me cuesta reconocerlo, envidio desde la envidia más insana e ingrata a todas esas personas que son capaces de estar metidas en la cama, los fines de semana, hasta el mediodía, como el que no quiere la cosa. Y esa envidia se torna profunda admiración, también hablemos de fascinación o de incredulidad, cuando son capaces de hacerlo ahora, en verano. Mi reconocimiento, y mi ruego: compartan esa mágica receta, ese don, ese qué sé yo que me es imposible asumir, y mucho menos entender. A veces me detengo unos segundos a contemplar, desde la admiración -insisto-, como mis hijos duermen, que sí cuentan con ese don, no heredado de mí, obviamente. Relajados, repanchingados, disfrutando de una sensación que tal vez no perciben y que yo anhelo. Salgo a la calle y los comentarios se suceden, la mala noche pasada es la gran protagonista, y cada cual cuenta su rosario de calamidades, cómo ha sobrellevado las horas, los grados, el sudor, todas esas cosas. Desde las diferentes disciplinas artísticas, se han tratado de hacer recreaciones excesivamente complacientes del calor, relacionándolo con algo sensual, incluso erótico, y yo la verdad es que cada vez le encuentro menos encanto, si es que alguna vez se lo vi. Ese calor, casi místico, será el de Florida o el de Sidney, aquí, en el Sur, cuando se desata no tiene nada de agradable, y no se merece ni un verso ni media canción, salvo que sea de protesta.

Hemos vuelto a leer esta misma semana los consejos de los especialistas para dormir bien, o medianamente bien, cuando el calor nos azota. Siete horas como mínimo, recomiendan, y yo busco ese tiempo en mi memoria y no lo encuentro. Desconectar los aparatos electrónicos unos cuantos minutos antes de irse a la cama, que las pantallas azules nos desvelan, estar calmados y el dormitorio ventilado y fresco, entre 22 y 24 grados. La teoría, toda, me la sé, y hasta esos trucos legendarios, como meter la mano en un cubo con agua, y hasta dormir en el suelo -y sentir como tu cuerpo se encaja de nuevo cuando te das la vuelta-, somos especialistas, pero cuando el calor llega, como la pasada semana, dormir es la utopía, el anhelo, el gran deseo. Y echamos de menos esos otros meses que despreciamos cuando tocan. Nunca estamos contentos, o todo es relativo, o siempre hay un lado malo. Cosas del no dormir.

El final del verano

Final del verano y comienzo del curso

Suena a imagen de Verano azul congelada en el tiempo, la lluvia torrencial cayendo sobre el paseo marítimo, la terrible despedida de los amantes juveniles, los amigos, las excursiones en bici –BH-, los juegos en la arena, los revolcones de las olas, el olor de las sardinas a la brasa. También suena a canción triste y amarga, cuatro acordes y un estribillo facilón, que no requiere de muchas palabras. Y yo también le encuentro aroma de película sesentera protagonizada por Natalie Wood, radiantemente joven, espléndida, entre los brazos de un Redford sin arrugas, rubio como la cerveza.

La poética de rima libre de nuestras pequeñas tragedias, la imposición de la rutina, el canto mudo del regreso indeseado y esperado al mismo tiempo, la soledad del viajero que no llega a ninguna parte. Siete kilos de metáforas o de lo que usted quiera, pero las toallas de la playa ya están en el tendedero y las costuras de las maletas comienzan a restablecer su tensión habitual. Liposuccionadas hasta dentro de unos meses. Con o sin vacaciones, hayamos viajado o no, el final del verano tiene un componente tristón, de fiesta que se acaba, de resaca sin Aspirina, de beso que se fue demasiado rápido, apenas sentimos su roce. Porque septiembre, el final del verano o de las vacaciones, que con frecuencia lo concentramos en la misma cosa, ha conseguido algo que el calendario lleva intentando 2019 años: la sensación de que un tiempo se acaba y comienza uno nuevo. Porque no es diciembre, no, con sus uvas y sus campanadas, y con el hortera no vestido de la Pedroche, ni con sus rebajas posteriores y sus propósitos y enmiendas. No tiene enero, tampoco, ese poder, por mucho que el calendario se empeñe, año tras año. Piense en todo lo que comienza en cada septiembre, repase mentalmente o haga una lista.

Final del verano

En septiembre abren, de nuevo, las puertas de los colegios, en todos los ciclos formativos, que siempre consideraré como una inmensa y feliz noticia, por todo lo que supone: rectas autopistas hacia el futuro. Comienzan todas las ligas deportivas imaginables, sobre todo la de fútbol –en Primera División-, claro, que es la reina madre de todas las ligas, lo queramos o no. Ya hemos tenido nuestros momentos de gloria y de sofoco, y nuestros piques tabernarios, y que no falten. En septiembre, además, si todo esto no fuera ya lo suficientemente importante, ponen a la venta todos los coleccionables imaginados –que no imaginarios-. En el imaginario, ahora así, en este septiembre de coleccionables podríamos encontrar El avión de Sánchez, las dos primeras piezas al precio de una, El puzle de Casado, 3.678 entregas –con suerte lo acaba en 2346-, El mapa de Rivera, con un archipiélago llamado Arrimadas, El chalé de Iglesias, con piscina y jacuzzi, o La colección de armas de Abascal, de un revólver a un tanque. Pero sigo, en septiembre, lo primero que te encuentras en el buzón es la publicidad de un gimnasio, muy baratito, y muy cerca de tu casa, ya no hay excusa. Y cuando regresas al trabajo, también en septiembre, algunos de tus compañeros mastican con nervio y desesperación un chicle de nicotina, dispuestos a dejar para siempre el tabaco.

Septiembre, como sus coleccionables, o como la Liga, tiene mucho de comienzo, de arranque, de tiempo nuevo, de aventura, en cierto modo, o tal vez nos inventemos todo esto para sobrellevar mejor eso que definimos como volver a la rutina.

Y eso que la rutina, o lo cotidiano, tiene su parte positiva, es esa pomada que no podemos dejar de untarnos si queremos que la frente no se nos llene de granos. La repudiamos y la necesitamos con la misma intensidad. El final del verano, por tanto, puede ser una canción lacrimógena, una copla malhumorada, un rock voltaico o una balada sin estribillo definido, a expensas de lo que acontezca. La cuestión fundamental, lo realmente importante, es seguir cantando, con mayor o menor virtuosismo, aunque no nos sepamos la letra y el de la guitarra se vaya por los Cerros de Úbeda. Cantar, sí, hasta que llegue un nuevo verano, que también vendrá con su correspondiente final. Como todos.