MOCHILAS Y PUERTAS

En esta semana de fuego y lluvia, menuda semanita bipolar hemos tenido, los centros de enseñanza, en su gran mayoría, han abierto sus puertas. Pocas noticias mejores, porque a través de esas puertas no sólo se accede a las aulas, a las pistas de deporte o a los laboratorios. A través de esas puertas se accede, muy especialmente, al futuro. Después de varios meses, han regresado las silenciosas mañanas a casa. Tan sólo vulneradas por los habituales sonidos de la calle: el del taller probando una moto, el que tapiza, el que recoge chatarra o algún grito furtivo e inesperado. Los sonidos de mis vecinos. Mi vecina sigue cantando coplas y rancheras -y sigue haciendo carne en salsa-. Aunque lo deseaba, que volvieran a sus clases, los primeros días sin mis hijos en casa se me hacen extraños, solitarios, distintos, incluso tristes. No ha llegado al nivel del año pasado, tras tantos meses de permanente convivencia. Fueron más de seis meses. Aunque solucionado el grueso de lo intendencia, los primeros días son de visitas a las papelerías, de renovar mochilas y libros, de forrarlos, sí, de forrarlos, y de todos esos asuntos implícitos a la vuelta a las clases. Siempre fui al instituto con una mochila, verde militar -de hecho, creo que esa era su verdadera procedencia-, áspera como una lija, incómoda como ella sola, nada que ver con las actuales. No recuerdo cuántos cursos me duraban aquellas mochilas de esa lona tan gruesa y ruda, casi imposible de limpiar. Si tenías la desgracia de que se te derramase la tinta de un bolígrafo, no la volvías a tener limpia nunca más. La tinta azul, en ese verde castrense, adquiría unos tintes púrpuras, que hacían más visible y llamativa la mancha.

Me asaltan estos recuerdos mientras veo como las gotas de lluvia se estampan contra los cristales y escucho a mis hijos hablar de nuevos compañeros y profesores. Aunque fingen contrariedad, no dudan en proclamar que les habría gustado que las vacaciones prosiguieran, no pueden ocultar el entusiasmo que el reencuentro con las clases les provoca. Tenía que suceder en septiembre, claro que sí, un mes mucho más renovador, novedoso y repleto de oportunidades y cambios que el sobrevalorado enero, con su hartura de mazapanes y contenedores de basura colmados de cabezas de gambas, envoltorios de mantecados y cajas vacías. Ellos, mis hijos, tan jóvenes, e imagino como la mayoría, aún no tienen conciencia de todas esas cosas en las que pensamos los mayores, que ya empezamos a ver en el tiempo como un aguafiestas y no como una suma de días en el calendario. Aún así, les toca elegir muy pronto qué quieren hacer con sus vidas, a qué se quieren dedicar, esas cosas que yo mismo me sigo preguntando cada día, y el problema es que sin respuesta la mayoría de ellos. A pesar de esa responsabilidad, que en la mayoría de los casos solventan con demostrada eficiencia -y es que nos empeñamos en dudar de nuestros jóvenes y cada día nos tapan la boca-, volver a las aulas tiene mucho de aventura, de exploración, de descubrimiento, y hasta de misterio. Un tiempo nuevo.

Esas mochilas que cargan nuestros hijos y que, afortunadamente ya no son como aquellas feísimas y toscas verdes que me tocó padecer, están cargadas de bolígrafos nuevos, libros y reglas, pero también de ilusión y de futuro. Años decisivos a los que se enfrentan, de transformación biológica y personal. Crecerán, esos estirones dejarán cortos los pantalones y camisas, y en poco tiempo se convertirán en otras personas, a veces muy diferentes, a las que son ahora. Un tiempo de vértigo, de incertidumbre, pero ilusionante al mismo tiempo. Muy jóvenes les toca elegir, elegir su camino, justo cuando están en pleno proceso de cambio. Todos hemos pasado por esto, claro que sí, pero por ello no deja de ser una etapa compleja de la vida. Por eso, debemos estar a su lado, para lo que necesiten, lo mismo que lo están sus profesores y maestros. Con ellos me despido, agradeciéndoles de nuevo todo lo que han hecho y hacen, en tiempos tan adversos, propiciando que el viaje iniciado por nuestros hijos no se detenga. No es poco, todo lo contrario: es mucho. La puerta al futuro sigue abierta.

COLEGIOS, LAS PUERTAS DEL MAÑANA

A pesar de los septiembres de cafeteras y apreturas, en mi memoria el colegio permanece como un lugar y como un tiempo especial, privilegiado, deslumbrante en muchos momentos. Lo pasé muy bien en el colegio, muy bien, e igual de bien en mis años de Bachillerato (Unificado Polivalente) y COU. Los recuerdo como muy buenos años, vividos intensamente. Hasta quinto de EGB estudié en un colegio próximo a mi casa, en el López Diéguez, donde también estuvo varias décadas antes Pablo García Baena. Como para dudar de los beneficios de la enseñanza pública (y lo digo por el poeta, claro). En sexto comencé mi periplo en los Salesianos. Ahora me doy cuenta de que nunca he sido creyente, que jamás he sentido eso que llaman fe, pero reconozco sin pudor que todos los 31 de enero y los 24 de mayo recuerdo a Juan Bosco y a María Auxiliadora y que aún me sé, de principio a fin, el Rendidos a tus plantas. Defensor, como soy, de la enseñanza pública y de la laicidad como concepto, jamás he escondido mi pasado en los Salesianos. Es más, considero que en gran medida aquellos años han sido fundamentales en la construcción del hombre que hoy soy. Ya no sé si eso se sitúa en el deber o en el haber del colegio.

Mis amigos de aquel tiempo siguen siendo mis amigos, como si formáramos parte de una familia creada y establecida más allá de nuestras propias casas. De aquel tiempo conservo mi pasión por el cine, por la música, por la lectura, que me inculcaron como si se trataran de juegos. También mi pasión por el fútbol. Conservo imágenes, sonidos y olores que estoy completamente convencido que me acompañarán el resto de mi vida. Recupero todos estos recuerdos, regreso a mi pasado colegial mientras forro los libros de texto de mis hijos. Mi hija, afortunadamente, seguirá teniendo la asignatura de Educación para la Ciudadanía, que considero tan o más importante que memorizar las cuatro reglas y conjugar correctamente los verbos. En séptimo y octavo de EGB yo tenía una asignatura más o menos parecida: Constitución. Me gustaba, sí. Recuerdo los debates, que organizaba Rafael Cano, el profesor que se ocupaba de la materia. Como miembros de un pequeño Parlamento, exponíamos nuestras ideas, políticas, sociales o culturales, con absoluta libertad, aprendiendo a escuchar a los demás y aprendiendo, sobre todo, a respetar las ideas de los demás. Pues como la Educación para la Ciudadanía de hoy, chispa más o menos, que nadie se rasgue las vestiduras.

Forro los libros de mis hijos y recuerdo esas mañanas de septiembre de legañas y manchas de cacao, de remolinos y rebecas, de volver al colegio con ojos de sueño y felicidad en el gesto. También recuerdo los partidillos en el recreo, los primeros flirteos en el escalón del Realejo, los bocadillos de mortadela italiana. Ya ha pasado el tiempo, y los recuerdos de mis años en el colegio, en López Diéguez primero, en los Salesianos, posteriormente, se conservan intactos. Fueron muy buenos años, plenamente vividos. Felices. Me encantaría que mis hijos, pasados los años, conservaran recuerdos similares a los míos, al menos en intensidad emocional, a pesar de la pandemia. Les han tocado nuevos tiempos, diferentes, raros, extraños y complicados; espero que mejores, cuando todo esto pase. En cualquier caso, tengo muy claro que las puertas de los colegios de hoy, como los de ayer, son las puertas del futuro. Que vuelvan a estar abiertas supone mantener intacta la esperanza en un mañana mejor.

El final del verano

Final del verano y comienzo del curso

Suena a imagen de Verano azul congelada en el tiempo, la lluvia torrencial cayendo sobre el paseo marítimo, la terrible despedida de los amantes juveniles, los amigos, las excursiones en bici –BH-, los juegos en la arena, los revolcones de las olas, el olor de las sardinas a la brasa. También suena a canción triste y amarga, cuatro acordes y un estribillo facilón, que no requiere de muchas palabras. Y yo también le encuentro aroma de película sesentera protagonizada por Natalie Wood, radiantemente joven, espléndida, entre los brazos de un Redford sin arrugas, rubio como la cerveza.

La poética de rima libre de nuestras pequeñas tragedias, la imposición de la rutina, el canto mudo del regreso indeseado y esperado al mismo tiempo, la soledad del viajero que no llega a ninguna parte. Siete kilos de metáforas o de lo que usted quiera, pero las toallas de la playa ya están en el tendedero y las costuras de las maletas comienzan a restablecer su tensión habitual. Liposuccionadas hasta dentro de unos meses. Con o sin vacaciones, hayamos viajado o no, el final del verano tiene un componente tristón, de fiesta que se acaba, de resaca sin Aspirina, de beso que se fue demasiado rápido, apenas sentimos su roce. Porque septiembre, el final del verano o de las vacaciones, que con frecuencia lo concentramos en la misma cosa, ha conseguido algo que el calendario lleva intentando 2019 años: la sensación de que un tiempo se acaba y comienza uno nuevo. Porque no es diciembre, no, con sus uvas y sus campanadas, y con el hortera no vestido de la Pedroche, ni con sus rebajas posteriores y sus propósitos y enmiendas. No tiene enero, tampoco, ese poder, por mucho que el calendario se empeñe, año tras año. Piense en todo lo que comienza en cada septiembre, repase mentalmente o haga una lista.

Final del verano

En septiembre abren, de nuevo, las puertas de los colegios, en todos los ciclos formativos, que siempre consideraré como una inmensa y feliz noticia, por todo lo que supone: rectas autopistas hacia el futuro. Comienzan todas las ligas deportivas imaginables, sobre todo la de fútbol –en Primera División-, claro, que es la reina madre de todas las ligas, lo queramos o no. Ya hemos tenido nuestros momentos de gloria y de sofoco, y nuestros piques tabernarios, y que no falten. En septiembre, además, si todo esto no fuera ya lo suficientemente importante, ponen a la venta todos los coleccionables imaginados –que no imaginarios-. En el imaginario, ahora así, en este septiembre de coleccionables podríamos encontrar El avión de Sánchez, las dos primeras piezas al precio de una, El puzle de Casado, 3.678 entregas –con suerte lo acaba en 2346-, El mapa de Rivera, con un archipiélago llamado Arrimadas, El chalé de Iglesias, con piscina y jacuzzi, o La colección de armas de Abascal, de un revólver a un tanque. Pero sigo, en septiembre, lo primero que te encuentras en el buzón es la publicidad de un gimnasio, muy baratito, y muy cerca de tu casa, ya no hay excusa. Y cuando regresas al trabajo, también en septiembre, algunos de tus compañeros mastican con nervio y desesperación un chicle de nicotina, dispuestos a dejar para siempre el tabaco.

Septiembre, como sus coleccionables, o como la Liga, tiene mucho de comienzo, de arranque, de tiempo nuevo, de aventura, en cierto modo, o tal vez nos inventemos todo esto para sobrellevar mejor eso que definimos como volver a la rutina.

Y eso que la rutina, o lo cotidiano, tiene su parte positiva, es esa pomada que no podemos dejar de untarnos si queremos que la frente no se nos llene de granos. La repudiamos y la necesitamos con la misma intensidad. El final del verano, por tanto, puede ser una canción lacrimógena, una copla malhumorada, un rock voltaico o una balada sin estribillo definido, a expensas de lo que acontezca. La cuestión fundamental, lo realmente importante, es seguir cantando, con mayor o menor virtuosismo, aunque no nos sepamos la letra y el de la guitarra se vaya por los Cerros de Úbeda. Cantar, sí, hasta que llegue un nuevo verano, que también vendrá con su correspondiente final. Como todos.