TATUAJE

A lo largo de mi vida, varias veces he tenido la tentación de tatuar mi cuerpo. Bastantes veces, sería más exacto. Y nunca he caído en la tentación. Todavía no sé por qué. En ocasiones me he planteado algo pequeñito, un detalle, en el antebrazo, en el tobillo, puede que en el hombro. Alguna vez me habría gustado un tatuaje de gran tamaño, pero clásico. Una amiga dice que la prueba de fuego es la primera vez, que luego coges carrerilla, para acabar buscando una zona aún virgen de tinta y aguja. Puede que la aguja sea el problema. No lo niego. Cuando era niño y acompañaba a mi madre a la Plaza Grande (antes de ser la de La Corredera que hoy todos conocemos) miraba con extrañeza, precaución y admiración, si es que es posible esa combinación, a los hombres tatuados que bebían en los bares bajo los portales. Esos tatuajes legionarios de antaño, o marineros, también carcelarios, primitivos en su definición, como si se trataran de las Cuevas de Altamira de los actuales, con mensajes tan concretos como simples. Amor de madre. Libertad. Jesús vive. Yo les imaginaba a aquellos hombres vidas intensas, rocambolescas, pero sobre todo muy dramáticas, repletas de calamidades, porque entendía aquellos tatuajes como las coordenadas de un atlas repleto de dolor, ausencias, amores no correspondidos y existencias turbulentas, en el extremo de todo. Puede que por eso, en aquel tiempo, mi relación con los tatuajes fuera muy distinta a la actual, ya que los contemplaba como certificados de carencias y penalidades. Esos marineros que lloraban a sus familias, esos legionarios que ennoviaban con la muerte asqueados de una vida tan amarga o esos ex convictos que escondían sus muñecas al paso de las mujeres, como avergonzados por su pasado. Elucubraciones del niño instalado en una familia, en un entorno, de pieles blancas, sin tatuar.

En los últimos años, tal vez el XXI se recordará como el Siglo de Oro del Tatuaje, ha dejado de ser una moda, para convertirse en algo cotidiano, casi rutinario. De hecho, estemos donde estemos, si buscamos con la mirada personas tatuadas no tardamos en encontrarlas. De hecho, en determinados ambientes, los que aún permanecemos inmaculados somos la excepción. El otro día me crucé con una chica que llevaba las caras de sus dos hijos tatuadas en la parte posterior de sus muslos, y a considerable tamaño. Mi enhorabuena al autor, porque me adelanté a propósito para comprobarlo, que paseaban de las manos de su madre, y bien que se parecían. Antes poníamos unos enormes retratos de nuestros hijos el día del bautizo o de la Primera Comunión en el salón-comedor, ante la atenta mirada del torito de terciopelo y ahora nos los tatuamos. Al igual que nos tatuamos sus nombres, el escudo del equipo de nuestros amores, motivos metafóricos, tribales o proverbios y frases orientales. Siempre me he preguntado si un chino o un japonés se tatuará una frase del Quijote o del Mio Cid, o un poema de Lorca.

Doy por hecho que la de tatuador es hoy una profesión en auge, y bien remunerada. Porque como nos sucede con todo, hay tatuadores, y tatuadores. Algunos incluso tienen, con absoluto merecimiento, la consideración de artistas, ya que por suerte hoy ya no contemplamos esos tatuajes de mi infancia, intercambio artesanal entre esos amigos de calamidades, que yo imaginaba. Sucederá justamente lo contrario si esta tendencia actual se desvanece y vuelve a estar de moda la piel inmaculada, los blanqueadores serán los que harán su gran agosto. También reconozco que uno de los motivos que me han frenado a la hora de estrenarme en el tatuaje es, por decirlo de algún modo, la vejez, el sentirme extraño en el futuro con restos del pasado. Algo que no tiene sentido, porque todos los tatuados del presente lo seguirán siendo en la vejez, por lo que la normalidad actual continuará tal cual. Miro alrededor y sigo pensando en si doy el paso o me quedo tal cual. Con las palabras y los recuerdos tatuados en la memoria.

#NÚMEROOCULTO EL HILO DE TWITTER DEL QUE TODO EL MUNDO HABLA

Suena el teléfono, #NúmeroOculto. ¿Cuánto crees que aguanta una persona bajo el agua sin respirar? Me pregunta una voz distorsionada. ¿Cuánto crees que aguanta una persona bajo el agua sin respirar?, repite… así comienza mi nuevo hilo de Twitter que, publicado el 2 de abril, acumula casi 4 millones de impresiones, y miles de Likes y RT.

Aquí repercusión prensa https://www.flooxernow.com/viral/misterioso-hilo-twitter-que-esta-enganchando-todo-mundo_20220404624af73ade6e680001ee3dac.html

Y aquí por si quieres leer el hilo: https://twitter.com/gutisolis/status/1510162084713189376?s=20&t=phaPhfHCLff24RopQuI3og

DÍA DE LA POESÍA MUNDIAL

Para los adolescentes que se besan tras la fiesta de la primavera en cualquier parque, para los niños que juegan a pintarse la cara de colores, para los perros que ladran por los balcones su soledad, para los mayores que ejercitan su memoria en la rivera del río, para los coches que escupen por sus tubos de escape la ansiedad del atasco, para las nubes, para el sol, para el fuego, el hielo, el mercurio y la nada, para el que le sonríe en el semáforo mientras le ofrece unos pañuelos de papel, para el vecino del cuarto, el pescadero, San Pancracio y el guardia de la esquina, para los ojos en busca de un color, para la canción en busca de compositor, para la película que nunca se filmó, para mí, para ti, hay un poema escrito en el libro de los inéditos. Un poema que tal vez tomó cuerpo en el gimnasio de la imprenta o que aún sigue pululando en el siempre misterioso e inabarcable universo de los poetas. No sé si fue antes la poesía o la primavera, o que tal vez sean la misma cosa, con cuerpos diferentes. Cuerpos de olores, colores y temperatura y cuerpos de palabras, papel y emociones. En el día de la poesía mundial encontré al poeta pluriempleado a la caza de un verso de rima libre. Paseaba yo por una callejuela, no importa la geografía, importa el dato, el encuentro. Me encontré al poeta con la vista cansada y los dedos amarillos, falto de palabras, aburrido de silencio, con una mochila colgada del hombro. Entre palabra y palabra, palabras que no llegaban, el poeta extraía de su mochila las octavillas publicitarias de una pizzería con precios de saldo y pizzas de cartón que colocaba bajo los limpiaparabrisas de los automóviles con los que se topaba en su camino. Y las palabras sin llegar.

El día de la poesía mundial pasará a los anales de la historia por el regreso de la luz, como nos vaticinó en su anuncio ese emporio comercial que nos anuncia cada año la llegada de las estaciones. Aún así, el poeta pluriempleado, repartidor de octavillas los fines de semana y fiestas de guardar, guardajurado del garaje mil veces asaltado de una comunidad de vecinos de lunes a viernes, acrobático intérprete de signos en congresos y demás, seguía sin trasladar al papel la llegada de la primavera, como si la primavera no hubiera llegado a él, como si no fuera como tú y como yo. El poeta quiso ver en el silencio blanco de su incapacidad la tragedia presentida con anterioridad, la sequía de ese caudal que durante años fluyó por su interior, y que con el paso del tiempo se fue transformando en río, riachuelo, arroyo, charco, gotas, nada. Conocía de otros casos el poeta, poetas amigos y compañeros, algunos funcionarios de la poesía, incluso, oposición aprobada tras duros años en la academia poética de la rima y la libertad. Puede pasarle a cualquiera, se repetía cada mañana el poeta, después de comprobar amargamente que la sequía creativa permanecía, que las palabras permanecían en su guarida.

El día de la poesía mundial avanzaba en sus horas, era cada menos día, más pasado, alimentaba el recuerdo, cuando el poeta pluriempleado creyó intuir que dos palabras, puede que un verso, se le instalaban en el alma. Quiso convertirlas en tinta, pero la tinta no llegó al manchar el blanco del papel. Y desapareció el sol, la luz, y el día se llenó de noche con su luna en lo más alto. El poeta tomó asiento en el banco de un parque –qué importa la geografía-, comprobó las octavillas que le quedaban en la mochila y, finalmente, abrió su libreta y rodeó el bolígrafo con sus dedos. No estaba dispuesto a que el día de la poesía mundial concluyera sin regalarle un poema, aunque fuera un poema breve e insustancial, esos poemas que se venden en las rebajas de la poesía y que se compran a precios de saldo. Pensó el poeta en las mujeres que había amado, en su infancia, en los primeros amigos, en sus padres, en esa película que le consiguió arrancar las lágrimas, en aquella bicicleta que le robaron. Buscó el poeta en la despensa de su intimidad y se topó de bruces con un puzzle que el tiempo había desordenado. Cerró los ojos, agarró el bolígrafo y comenzó a escribir sobre un papel imaginario. Unos minutos después, varios versos imaginados, escuchó las carcajadas de unos muchachos que lo contemplaban desde la distancia. Lo logró en el último minuto el poeta pluriempleado: apareció la poesía.

ABURRIDOS HALLAZGOS ANODINOS

En ocasiones, anhelo el aburrimiento. Sentarme en un sofá con la pretensión de no hacer nada. Absolutamente nada. A veces es bueno no hacer nada. O dejar de hacer, que puede parecer lo mismo, pero tiene sus matices. Sin embargo, el no hacer nada me transmite nerviosismo, inquietud, a ratos ansiedad. O algo parecido a la ansiedad. Culo de mal asiento. Ahora hablamos mucho de la ansiedad, que tal vez le ha quitado la titularidad al estrés. El padre de la criatura, dicen. Hay quien argumenta que es bueno vivir con cierto estrés, no demasiado, un poquito, como ese toque picante que le damos a algunos platos. Un toque, ya sabe, para no acabar con la lengua como una alpargata. Pues eso es lo que algunos recomiendan para la vida: tensión, estrés. En su adecuada cantidad. Si esto es verdad, que no lo pongo en cuestión, también unas horas de no hacer nada, nada de nada, deben de ser recomendables. Con cuidado, como el vino, o como el estrés, según dicen, en su justa dosis. Que demasiado tiempo libre tampoco es bueno, que nos ponemos a darle vueltas a la cabeza y el que es hipocondríaco, por ejemplo, recrea mil y una enfermedades, que busca y rebusca en la Red síntomas, sanaciones, estadísticas y todo lo que se le ocurre. Hay quien no maneja bien el tiempo libre, el no hacer nada, y es mejor tenerlos entretenidos, y si es en algo productivo, mejor que mejor. Limpiar los azulejos de la cocina, por ejemplo. Creo que fue Juan Bosco, fundador de los Salesianos, quien acuñó una reflexión más que apropiada: el ocio es el padre de todos los vicios. Aunque parezca increíble, o una de mis tontadas, también hay que saber aburrirse. También. Al igual que saber dormir, que es un noble arte que cada día envidio más. O saber perder, que es salud mental.

El otro día descubrí que en la vida, no, o yo al menos no lo quiero para mí, pero que médicamente no hay nada mejor que ser “anodino”. Si te someten a una prueba, de lo que sea, del corazón, del riñón o de la garganta, cruza los dedos para que tu riñón y corazón sean en su morfología y en sus comportamientos anodinos. Sí, anodinos. El problema o la sirena se activa cuando aparece la palabra hallazgo, que no es como encontrar el tesoro en la isla. Hallazgo es que hay algo raro, que no malo, necesariamente. Porque no todo lo raro (diferente, extraño) es malo. Se puede tener un corazón más pequeño, o un hígado con forma inusual, y llevar una vida normal, o más o menos normal. También hay hallazgos que suponen un mal anticipo, un negro presagio. Más o menos como en la vida, más allá de nuestras entrañas. Hay un refrán que lo explica muy bien: no es oro todo lo que reluce. Y a veces sucede que esos hallazgos, no son tal como habíamos previsto. El ilusionismo, los espejismos, y todas esas peculiaridades que podemos encontrar en los optimistas. En los muy optimistas. Aquí uno que levanta la mano, sin pudor. Los optimistas, excesivamente optimistas, vivimos entre espejismo y espejismo, entre chasco y chasco, que sólo remontamos con un nuevo hallazgo. Lo curioso es que nunca deseamos que sean anodinos, porque más allá de la Medicina deseamos que los hallazgos sean cualquier cosa menos aburridos.

Divago entre el aburrimiento y los hallazgos por tal vez no querer reconocer que buena parte de la vida es anodina. Plana. Rutinaria. Automática. Mecánica. Simple. Un día tras otro y vuelva a la casilla de salida, sin pasar, si es posible, por la del pozo. Y puede que eso sea lo que nos procura mayor tranquilidad y estabilidad, también certeza. Ese “todo es como debería ser” que es el litio y la gasolina que adquirimos en el surtidor de los días. Vivir de hallazgos, entre ellos, pretender que sean el plato principal que nos almorzamos cada mediodía forma más parte del error, antesala de la frustración. Al final, después de pensarlo un rato, la cuestión es saber aburrirse, o saber no hacer nada sin aburrirse, para ser anodino de forma premeditada y así no pensar en los hallazgos, o no pensar solamente en los hallazgos. La teoría comienzo a tenerla clara, ya sólo me queda encontrar un hueco para aburrirme y ponerla en práctica. A este paso, ya veremos, cuando me lo permite el hallazgo de turno.

GARBANZOS EN REMOJO (LECCIÓN DE REALIDAD)

Cada vez que pongo los garbanzos en remojo recuerdo aquella canción de Serrat que dice eso de “a menudo los hijos se nos parecen”, y es que por un instante creo que es mi madre la que está a mi lado. Recupero, repito, respeto, plagio esos menús de mi infancia que ahora mi familia disfruta, con sensaciones muy similares. Lo solía comentar mi madre, de una olla de garbanzos salen varias comidas, si la sabes aprovechar. Sopas, aliños, ropavieja, croquetas (siempre alguna falsa), pringá, rancho… Y eso es algo que han entendido millones de familias, de varias generaciones. Dieta mediterránea en vena, mucho antes de que se inventara el concepto. Masterchef más allá de la gastronomía, e incluyamos aspectos tan esenciales como la economía, la sociología, incluso la antropología, regado todo con mucho amor, antes de que el concurso se convirtiera en estrella de eso que se conoce como prime time. Las mañanas que despierto y me encuentro con los garbanzos en remojo en la cocina la realidad, la auténtica, la más de verdad, esa que es imposible de maquillar ni por el filtro más potente, se cuela en mis ojos. Esa es la vida, tal cual, sin slim fit ni rayos uva, la del frío y el calor en la piel, la de las emociones que nos erizan y manejan, a su antojo, como marionetas. Raíz, sangre y años. Y no sólo porque vuelva a encontrarme con mi mi pasado, con mi infancia y con todos los míos, generaciones atrás, también por recuperar una forma de entender la vida, más allá de la gastronomía, la economía y la memoria. Hablamos de dedicación, de familia, de entrega, de sentirse dentro de algo, más poderoso que tú mismo. A veces nos representamos en los gestos, y en la mayoría de las ocasiones vivimos a golpe de ligerezas, tanto en la pose como en el plato, además de en los sentimientos. Y no todos los días un filete a la plancha y una ensalada de paquete, como tampoco todos los días seis memes de besos y corazones. A veces, o casi siempre, hay que besar, con los labios húmedos.

En los últimos años he empezado a recuperar muchos platos de mi infancia. Y eso también incluye a toda esa portentosa carta que cambia según las festividades y las temperaturas. Del salmorejo a las gachas, del arroz con costillas a la eterna carne con tomate, sin olvidarnos de las torrijas, gazpachos varios, nubes de coliflor o potajes de diversas combinaciones, cuando encarten. También he regresado a los mercados, a los de siempre. Embutidos recién cortados y envueltos en papel de cera, tarros de altramuces, ver como el carnicero filetea lo solicitado, hierbabuena recién cortada, pescado traído de la lonja unas pocas horas antes. Durante años malinterpreté esa comodidad mal entendida que ha fabricado esta sociedad que un día conocimos como la del bienestar. La comodidad no es tardar media hora en aparcar, chocar contra diez carros más y poder elegir un refresco con sabor a cereza. Tampoco la calidad. Ni mucho menos la economía -pruebe a comparar el precio de los embutidos en un supermercado o en un charcutería, y se sorprenderá-. En mi caso, además, hay un componente emocional que no escondo. Vuelvo a ser ese niño agarrado de la mano de su madre en el laberinto de puestos, olores y voces, en el mercado de la Corredera.

En tiempos de comida ultraprocesada, refrigerada, congelada y remasterizada; en tiempos de franquicias, Glovo, take away, macrogranjas y cebolla caramelizada a espuertas, los garbanzos en remojo son la resistencia, el cable a tierra, el conector con la identidad que aún conservamos, a veces demasiado escondida, pero que seguimos llevando en el tuétano. Son la verdad. El aliento y el latido. El sabor, sin más. Si te paras a pensarlo, todo el proceso, que debes comenzar la noche de antes, tiene mucho de ritual, a modo de Rosario gastronómico. Tal vez sea una oración civil, una creencia en lo nuestro, en los nuestros, auténtica, sin maquillaje ni filtros. Es como volver a comprar un regalo sin tirar de Internet o escribir de nuevo una carta, de puño y letra, de esas que necesitan sello y sobre y un buzón para enviarla. Mucho lo dejamos de hacer por el pretexto de la comodidad y de la economía, sin darnos cuenta todo lo que nos dejamos atrás. Y que en la mayoría de las ocasiones somos nosotros mismos.

LA SABIDURÍA DEL PERDEDOR

Cada vez lo tengo más claro: el éxito (o lo que reconocemos como tal) enseña muy poco, y sus efectos, tras el furor del momento, pueden ser más nocivos y negativos de lo que imaginamos. Sé que es un topicazo mayúsculo, de los muy gordos, pero es que no hay mejor maestro que el fracaso. Una enseñanza de vida y de resistencia, que tal vez sean la misma cosa. Porque cada día, o la mayoría de ellos, es una nueva derrota. Y asumirlos, aceptarlos, adaptarnos, sobrevivir sin morir en el intento, es el resultado de esa enseñanza. La vida, tal cual, galería de fracasos, escuela de robinsones, manual de instrucciones (con demasiada letra pequeña) para nadadores en aguas revueltas. Saber perder, es saber ganar, y en esto he estado pensando esta semana tras el lío que se montó en el resucitado Festival de Benidorm. Vayamos por partes. Que sí, que lo del jurado es de las cosas más extrañas que hemos visto en televisión. ¿Jurado demoscópico? Bromas, no, por favor. Y que los votos de los espectadores sólo valgan un 25% es, como poco, ningunear la opinión que debería ser más importante: la del público. Y no entremos ya en lo de meter un austriaco y a un islandés en un jurado que debía decidir el artista que representaba a España en Eurovisión. ¿Habrá españoles en los jurados de Islandia, Austria o Noruega que decidan sus representantes en el festival de marras? La respuesta es obvia. Hasta ahí estamos de acuerdo, casi no se puede discutir, pero tengamos mesura, tomemos distancia, y pongamos los pies en la tierra. Me habría encantado que ganaran las tetas de Rigoberta Bandini, de la que soy seguidor desde mucho antes que anunciara cervezas o se presentara a los festivales eurovisivos. No lo escondo. O Varry Brava, con ese himno homenaje a la Carrá, no lo oculto. O que me hacía gracia, y poco más, la canción de Tanxugueiras, sí, es verdad. Y no me olvido de Xeinn, del que pocos han hablado, y que para mi gusto defendía la canción más netamente eurovisiva de cuantas escuchamos.

Dicho esto, y como antes señalaba, recuperemos la mesura, y tengamos en cuenta que se trata del Festival de Benidorm, de Eurovisión, que no hablamos de centros de salud, de vacunas que salvan vidas o de tasas de desempleo. No. Vamos a relajarnos. No busquemos complicaciones y más ríos revueltos, que ya tenemos bastantes. Que me hubiera gustado que hubiéramos enviado una canción con letra feminista, o inclusiva, progresista, con valores, y no la que hemos enviado, también lo reconozco. Tengamos en cuenta, y espero que nadie se lleve un chasco, que la historia de la música de los últimos setenta años, hablamos de rock y pop, cuenta con un gran número de canciones que aclamamos como obras maestras y cuyas letras es mejor no traducir, si nos referimos a autores en habla inglesa, por lo general. Y le hablo de Bowie, Prince o los Beatles, no traduzca algunas de sus grandes creaciones si no quiere llevarse un chasco descomunal. Yo no voy a comprar nunca un disco de Chanel, ni creo que tenga opciones de ganar el Festival Eurovisión, pero es justo reconocer que ofreció una buena interpretación, que se movió bien en el escenario y que la canción es pegadiza. Y es que de eso se trata.

Si para ganar hay que machacar al adversario, prefiero mil veces perder, me parece más sano. Y hasta más ético y moral. Soy del batallón de los perdedores. También es cierto que se puede montar un jurado con más lógica, menos raro, es cierto, y ojalá lo hagan. Pero, ¿y lo mucho que nos hemos reído con los comentarios en Twitter o con los memes que nos han llegado? No malgastemos nuestras fuerzas en batallas que dirimen asuntos tan poco trascendentales, tan de esa manera, que es Eurovisión, repito, no más. Y lo más curioso es que las que deberían estar más afectadas, y cabreadas, las artistas, Rigoberta y Tanxugueiras especialmente, son las que han mostrado mejor talante y buen rollo, felicitando con naturalidad a Chanel, y deseándole el mayor de los éxitos en la cita eurovisiva. Saber perder, la lección que todos deberíamos aprender. Y conjugar con mesura el reflexivo de indignar. Y que no falte nunca caldo en la nevera, que eso sí que es un problema de verdad.

VACUNA, PALABRA DEL AÑO

Otros años no me he identificado con la palabra del año, pero la de 2021, VACUNA, debo de reconocer que no puede ser más acertada. Ni más merecida. Este año que se acaba y que despedimos con un empujón, animándole a que no vuelva nunca jamás. No queremos saber más de ti. Este año que inspirará el título de tantas y tantas novelas: El año que no fue; El año del confinamiento; El año sin año; Mascarillas y gel; Gel de mi vida; La mascarilla que me amó; Todos somos uno; El año que nos convirtió en invisibles. Son demasiadas las opciones como para seguir añadiendo posibilidades, en este girar la tuerca en la que se ha convertido nuestra vida. Queremos recuperar eso, precisamente, nuestra vida. Pero yo, al menos, quiero recuperar la que tuve, la que se fue, la que ahora es la gran prohibición. Y sueño con ver de nuevo repletas las pistas de los festivales, las calles en los días festivos y de rebajas y las barras de las bares. Y también necesito volver al cine como siempre, sin bandas blancas y rojas en los asientos, y abrazar a mis amigos en las presentaciones de libros, en las lecturas, en todo eso que hicimos durante toda nuestra vida con la más absoluta normalidad. Sin temor. Sí, quiero recuperar esa vida. En estos meses, larguísimos, hemos pasado por numerosas etapas, que los sociólogos, antropólogos e historiadores analizarán y calificarán con el paso del tiempo. La fase del pánico, de la ignorancia, de la imprudencia, de la excesiva prudencia, del pesimismo, del hartazgo, la fase de duelo, que ha sido la más dura, la fase paranoica, yo qué sé, la fase del aislamiento, de la soledad. O la fase del caos, del desconcierto, la del “y esto qué es ahora”, que es la actual. Menuda ola, menudo maremoto.

Por suerte, la vacuna funciona, los efectos secundarios son muy graves, serios o molestos y supone el principio del fin. A pesar de las teorías de algunos, que no entiendo y que no puedo calificar como respetables porque carecen de rigor científico, si en el Siglo XX se produjo tal incremento poblacional fue porque, paulatinamente, las vacunas han sido de acceso universal, para la mayoría de los habitantes de nuestro planeta. Algunas enfermedades prácticamente han desaparecido porque nos hemos vacunado y las hemos combatido de este modo. Son evidencias que se pueden contrastar muy fácilmente. Apenas tardará unos minutos. Cada cierto tiempo, cada siglo aproximadamente, una enfermedad se ha cruzado en nuestro camino, y en la mayoría de las ocasiones la hemos podido doblegar a pesar de su crueldad inicial. Y eso es lo que estamos haciendo, y esta sexta ola es la mejor demostración, viendo los datos de fallecimientos y de ingresos en UCI. Pues claro que vacuna es la palabra de 2021, y ojalá la de 2022 más que una palabra, sea una expresión: “SE ACABÓ”.

LO QUE LA MUERTE (NO) ESCONDE

Puede que fuera su escudo, su trinchera, su máscara. Durante años, muchos, fue la sonrisa del cine español. Una sonrisa sincera, inocente, cándida incluso, la mayoría de las ocasiones. Una sonrisa a juego con sus ojos, luminosos, oceánicos e inquietos. Verónica Forqué, hija de su padre, nombre imprescindible en la historia del cine español, de los 80 y 90, fundamentalmente. Uno de esos rostros que convertimos en familiares, como si fuera una más en la mesa camilla, y es que su popularidad fue mucha, ligada habitualmente a títulos de gran aceptación entre el público. El público, ese ente que ni el mismísimo Lorca fue capaz de descifrar. Lo tuvo todo, lo fue todo, trabajó con los mejores directores y compañeros de reparto, escogió sus papeles, desfiló por la alfombra roja de los Goya, tal vez sin ser consciente de lo que era: una estrella del cine y de la televisión. Pero un buen día, dejamos de invitarla a nuestro sofá de la audiencia, eliminamos ese hueco que le teníamos reservado, para ofrecérselo a otra actriz, con otro nombre, Penélope, Maribel o Leonor. Porque las mujeres, también en el cine, sí, también, lo tienen más difícil que los hombres y su tiempo caduca antes. No su talento -que siempre permaneció intacto-, su físico, sus curvas, las “patas de gallo”, las canas, todo eso que en los hombres, en muchos casos, es elegante madurez, y que en las mujeres es decadencia, “se les pasó el arroz”, “está colgona” o cualquiera de las muchas “lindezas” que les dedicamos. El teléfono deja de sonar, que es uno de los peores males que pueden padecer quienes se dedican a la interpretación, porque eso significa no sólo ostracismo, también dejar de ganar de dinero, o tener que aceptar lo que sea, porque los recibos de la hipoteca, de la comunidad, de la electricidad y de mil cosas más siguen llegando, estés o no en el candelero.

Supongo, no sé de las cuentas económicas de Verónica Forqué. Pero puede que no se tratara sólo de dinero, y también de sentirse de nuevo reconocida, querida, popular, por el gran público. Y sigo con las suposiciones. Que la televisión se ha convertido en los últimos años en un artefacto que está más cercano al mercadeo que a la divulgación no hace falta que yo lo diga, es la realidad. Que antepone miseria y horror a belleza y conocimiento, es evidente (y basta asomarse a la programación de cualquier cadena). Y que esto sucede porque hay un “público” que así lo quiere, bien cierto es, y dos más dos siempre son cuatro. Aún siendo cierto, y siendo conscientes de todo esto, esa televisión continúa, y continuará. Y no sabremos nunca si ha incidido en la muerte de Verónica Forqué, a pesar de todos los “especialistas” en la materia que han aparecido en los últimos días. Los mismos que “predijeron” la crisis económica o la pandemia, los mismos que tienen un máster en erupción de volcanes y energías renovables, ahora, también, faltaría más, son especialistas en enfermedades mentales. Lo único cierto es que Verónica Forqué murió cuando decidió poner fin a su vida. Todo lo demás, lo podemos intuir, inventar, sospechar o creer, pero nunca sabremos toda la verdad.

Hablamos de enfermedad mental cuando quien se quita la vida es una persona pública, si es nuestro hermano, amigo o pareja lo llevamos como un estigma, que preferimos callar, y hasta ocultar. Lo mismo que ocultamos que nuestros hijos o nosotros mismos tenemos cita con el psicólogo o el psiquiatra, vaya que alguien nos empiece a ver como unos locos, unos tarados o unos idos de la cabeza. Y es que, tal y como sucede con la discapacidad -esos subnormales, tullidos y lisiados de siempre-, las palabras marcan la primera barrera, el primer insulto, con las personas que padecen una enfermedad mental. Qué poca importancia les solemos dar a las palabras, y cuántas vidas se han llevado por delante. No verbalizar la enfermedad, no mostrarla a la luz, no reconocer que el suicidio es una de las causas por las que fallecen más personas en nuestro país es y seguirá siendo lo peor que podemos hacer por las personas que padecen una enfermedad mental. Y que no son pocas, precisamente, muchas más de las que creemos o imaginamos porque la mayoría siguen escenificando una sonrisa permanente, como Verónica Forqué, la sonrisa del cine español, aunque su interior sea un páramo, desolación. Todo eso que la muerte (no) esconde.

LOS POPULARES DEL MAGIK. MI PRIMERA NOVELA JUVENIL

Puede que te sorprenda esto que tanta ilusión me hace: el miércoles 17 de noviembre llega a las librerías mi primera novela juvenil: LOS POPULARES DEL MAGIK. Dirigida a chaval@s a partir de 12 años, cuenta con ilustraciones y portada de la gran Pam López, a la que seguro conoces por Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes, y la publica una editorial tan prestigiosa en este sector como es Algar Editorial. Nervioso y feliz por este cambio de registro, que espero te guste!!

LOS QUE SIGUEN ESTANDO

En bolsas de supermercado lleva varias gasas y bayetas, un estropajo y un par de botellas de agua. La escalera de tres peldaños ya está en el maletero, junto a la rueda de repuesto. Mientras tomaba un café en la cocina llegó su hijo de la fiesta de Halloween, el disfraz de vampiro evidenciaba el trote de la noche. Muy temprano, a eso de las siete, se introdujo en su vehículo y condujo hasta el pueblo en el que nacieron sus padres, a más de cien kilómetros, en la frontera de los límites provinciales. Esa misma carretera que recorrió cientos de veces en el autobús de línea, desde la infancia hasta no hace tanto. El reloj marca las nueve de la mañana, se detiene junto a la floristería que hay tras el cementerio. La semana pasada encargó tres docenas de claveles. Desde aquel frío noviembre de 2001 que se quedó sin flores, previsora, quince días antes llama a Julia, la propietaria, hija de la Julia de siempre. Dentro del cementerio, una breve parada ante el nicho de los abuelos, para comprobar que sus tías siguen cumpliendo con lo acordado. El mármol de la lápida está empañado por el polvo, blanquecino, una telaraña ha comenzado a crecer en una esquina. Con la ayuda de la escalera, retira los floreros de plástico y comienza a limpiar con esmero la piedra, tal si se tratara de un espacio reservado a seres vivos. La mecánica actividad no impide que por su cabeza desfilen imágenes del pasado, de su infancia, vestida de domingo, con enormes lazos en la cabeza, ríe entre sus padres, entre los que siguen estando. Se puede llamar Luisa, Carmen o Jesús. Como cada arranque de noviembre, con cada vez menos sabor a gachas, recordamos a nuestros difuntos, a los que ya no están, les entregamos parte de nuestro tiempo y de nuestras habilidades. Los visitamos, nos acordamos de ellos, porque de alguna manera siguen estando muy presentes entre nosotros.

Durante decenas de domingos y demás festividades he visitado a mis difuntos en el cementerio. El hacerlo ha forjado en mi interior el decidido convencimiento de que la incineración es la expresión más neutra y menos esclavista, más limpia, de la muerte; mi elección para cuando hayan de elegir los demás por mí. Sin embargo, comprendo perfectamente, porque los he sentido muy cerca, a todos aquellos que necesitan encontrarse con sus difuntos, visitarlos en un lugar concreto en el que mostrarle su dolor y sus recuerdos. Hay quien convierte el nicho o panteón del ser querido en una especie de nueva casa, y la cuida con esmero, procura que el tiempo y sus cosas se noten lo menos posible. Encala los alrededores, mantiene con brillo el mármol, no permite que las flores se marchiten, como si se tratara de una evolución de aquellos egipcios del pasado que se enterraban con alimentos y recuerdos de sus familiares, con el convencimiento de que la muerte no era más que el inicio de un largo viaje hacia una nueva vida. Es cierto que en nuestro país existe lo que podríamos definir como un culto a la muerte, y que lo expresamos en los cementerios, colocando flores en la cuneta de una carretera o convirtiendo un entierro en una manifestación de duelo comunitario. La muerte genera en nuestro interior emociones muy diferentes, y todas las expresiones externas son igual de respetables, ya sean por respeto a la tradición o por convicción propia.

Si uno se detiene un instante a pensarlo, las visitas a los cementerios no dejan de ser un reencuentro con nuestros difuntos, y, por tanto, con nuestros recuerdos. La necesidad de saber que nuestros seres queridos están ahí, en un nicho o bajo tierra, que existe un punto concreto en el que poder llorarlos. Y es que todos, de un modo u otro, necesitamos conocer el destino de nuestras raíces. Como todos los años por estas mismas fechas, acudimos a los cementerios, y puede que tras este gesto se esconda una acción mecánica, un cumplimiento con la tradición o, también, una necesidad por activar el recuerdo y mantener en nuestra vida de hoy capítulos y personas fundamentales de nuestro pasado. En este reencuentro con nuestros difuntos se esconde el no querer enterrarlos definitivamente, el necesitar sentirlos a nuestro lado. Aunque pretendamos lo contrario, lo seguirán estando, porque mucho de ellos sigue vivo en nosotros.