ANDALUZ, POR INDEFINICIÓN

Cuando se acerca el día de Andalucía me suelo preguntar qué es exactamente ser andaluz. Que es una pregunta aplicable a cualquier persona de cualquier parte del mundo, por otra parte. En teoría, la legalidad administrativa o judicial, nos dice que la procedencia es una cosa de geografía. Básicamente. Tú has nacido en tal o cual sitio, y de allí eres. Si has nacido en Almería, Córdoba, Sevilla o Huelva, ya lo sabes, eres andaluz, te guste o no. Pero ese razonamiento es demasiado simple, casi banal. A la mayoría de los andaluces nos gusta pensar, y creer, que lo nuestro es otra cosa, tiene caché, hasta magia, y que en cierto modo a buena parte del mundo mundial le gustaría ser andaluces, aunque hayan nacido a diez mil kilómetros de aquí. Nos gusta pensar eso, muchos están convencidos, de que ser andaluz es de lo mejor que te puede pasar en la vida. Yo no lo entiendo así, aunque en parte pueda comprenderlo, lo que sí tengo claro es que me siento muy orgulloso de ser andaluz. Aunque imagino que alguien de Alicante, Burgos, París o Estocolmo comparta el mismo sentimiento. Porque la geografía no es solo la limitación o definición terrestre, es más que una marca en el suelo o una barrera o valla que nos indica el lugar exacto de la frontera. Son olores, formas, colores, acentos, luz, sonidos, sabores, y es familia y emociones, sentimiento de pertenencia. De allá donde nos reconocemos, y nos sentimos rodeados de semejantes. Más o menos, o esencialmente. Y en estas cuestiones, tan pegadas a la piel y a las entrañas, nadie, absolutamente nadie, puede ser objetivo. Por eso, esa disputa que algunos plantean cada 28 de febrero por demostrar quién es más andaluz y andalucista me aburre enormemente, ya que la mayoría de las ocasiones termina siendo lo más parecido a una gresca futbolera en la barra de un bar.

Siempre he defendido la indefinición que es Andalucía y, por tanto, ser andaluz (que también es una indefinición). Todo lo tangible, perfectamente acotado, cerrado, catalogado y contabilizado, puede ser muy cómodo, pero también me muestra la dirección que te conduce al aburrimiento. De lo domesticado, de lo perfectamente controlado. Porque la realidad es que Andalucía es demasiado grande, en tamaño, en historia, en población, y en nada que te sitúes en un punto u otro del mapa las diferencias son más que notables. Costaría mucho encontrar el perfil exacto del andaluz. ¿Cuál es, cómo es? ¿Es más andaluz el de Cádiz, o el de Almería? ¿Y cuál es el verdadero acento, el de Jaén o del Sevilla? ¿Y nuestro plato más característico, el salmorejo, los espetos, el pescaíto frito o los piononos? ¿Quién representa mejor a los andaluces, Antonio Banderas, Gordillo, Picasso, Lorca o Rocío Jurado? ¿El Atlántico o el Mediterráneo? ¿Triana o el Albaicín? ¿La Giralda, la Mezquita o la Alhambra? Es todo, todo es Andalucía, desde su singularidad, desde su diferencia. Y esa indefinición, lejos de provocar nuestro estupor, debe generar nuestra admiración. Satisfacción. No tengo claro lo que somos, ni cómo somos, porque somos muy diferentes, y por eso indefinibles. Hermosamente indefinibles. Todo lo que es muy simple de definir con pocas palabras no suele ser extraordinario.

Celebremos la sorpresa, lo no establecido, el no canon, la diferencia en su propia esencia. Celebremos la colectividad proyectada en un mosaico de muy diferentes teselas, en nada parecidas las unas a las otras. Celebremos lo que somos, sin saber exactamente lo que somos. Esa es nuestra verdadera identidad. Construida en los siglos y en las culturas con las que hemos convivido. Construida en cientos de colores, olores y sabores. Construida en la diferencia y en la aceptación. De un modo u otro, celebremos lo que somos, y donde vivimos. Donde hemos nacido, en lo que nos hemos construido, hasta ser lo que somos. Celebrar puede que sea el verbo más común a todos los andaluces, cada día, en cada afecto, en la rutina y en las ocasiones especiales. Como es el 28 de febrero, ese día que nos representa y congrega a todos.

ENERGÍA

Estoy completamente seguro de que si alguien fuera capaz de transformar toda la soberbia, malaleche, rencor y odio que nos rodea en energía, adiós a muchos de nuestros problemas energéticos. No volvería a pagar nunca más por conectar el aire acondicionado o la lavadora y no nos costaría rellenar el depósito de nuestro coche. Es más, si tal y como sucede con el autoconsumo solar, algunos de los que se abastecieran de la que pudieran generar por ellos mismos, tendrían para repartir a toda su familia e incluso al vecindario. Excedentes, habría que inventar la gran pila. Ojalá llegara ese inventor, para canalizar toda esa negatividad y convertirla en un beneficio, al servicio de todos. La verdad es que esto da juego para una distopía, que ahora se llevan mucho. Y así veríamos personas capaces de volar, de llegar hasta la Luna, propulsados por su propia energía. Ya puedo imaginar la secuencia. Eso sí, no quiero imaginar los vehículos inyectados por la concentración de la energía más negativa, como para circular a su lado, que tratarían de echarnos de la carretera en la primera curva. Yo creo en la energía, más allá de las conocidas y aportadas por la ciencia, y creo que la hay negativa y positiva, y hasta ni fu ni fa, energía neutra. Hay un refrán que habla de los toros mansos, que bien se podría emplear para referirnos a esta energía entre los polos, en tierra de nadie. Recuerdo cuando, siendo un niño, controlábamos la capacidad que le quedaban a aquellas pilas que llamábamos de petaca, acercando nuestra lengua a los extremos de cobre. Según el leñazo que nos pegase, así estaba de cargada. Hay situaciones, personas, hechos, que transmiten esta misma sensación, pero sin necesidad de acercar nuestras lenguas. También recuerdo cuando me quedé pegado, la mano más bien, a un flexo de cables pelados. Fueron unos segundos intensos y eternos, que siguen muy vivos en mi memoria, sobre todo cuando me disfrazo de chapuzas y pretendo reparar cualquier dispositivo eléctrico.

Ahora se habla mucho de energía, sobre todo cuando hemos descubierto que algunos de los materiales que la propician están a punto de caducar, porque en esta vida todo se acaba, o porque son altamente nocivos para nuestro medio ambiente. Para muchos, en las renovables encontraremos buena parte de las respuestas a un futuro incierto, con aún muchas incógnitas, y sobre todo intereses, por aclarar. Desde mi desconocimiento por todo lo relacionado con la ciencia, hablo de ignorancia en su nivel más esencial, me asombran esos procesos que son capaces de transformar las naranjas amargas, los excrementos de los animales o los desperdicios de la elaboración del aceite, en gas con la capacidad de poner en marcha los autobuses que recorren nuestras ciudades. Eso ya está pasando, no es una distopía, es una asombrosa realidad. O la perplejidad que me supone que seamos capaces de convertir los rayos de sol en la electricidad necesaria para abastecer nuestras casas, o gracias al viento, o al correr del agua, ya sea un río o mar. La ciencia, en ocasiones, tiene componentes poéticas, y hasta de una justicia sin definición concreta. Esos milagros que tanto nos cuesta entender.

Transformar, reciclar, esos verbos de los que tanto hablamos pero que tan poco conjugamos en primera persona. Ahora que ya han inventando hasta ventanas que son paneles solares, necesitaríamos una adherencia a nuestra piel para convertir en positiva toda esa energía negativa que acumulamos en nuestro interior. Me temo que aún estamos muy lejos de esta transformación que tanto nos aliviaría, y que haría de la nuestra una vida más grata, menos dura, menos jodida, más normal. Normal, qué bonita palabra. Hasta entonces (que no sé si alguna vez será posible), apostemos por esas energías, físicas y tangibles, que protegen este planeta nuestro que hemos fastidiado y machacado durante demasiado tiempo. Puede que nos contagiemos, de esa energía, positiva y limpia, y también la queramos incorporar a nuestro interior. Cuestión de fe.

INOCENTES, MI CLUB

Hoy leeremos en algún periódico que Elon Musk se va de crucero con Zuckerberg, o que Cristiano regresa al Real Madrid o que Yolanda Díaz, Irene Montero y Ayuso abren un bar de copas. Hoy, veintiocho de diciembre, celebramos el Día de los Inocentes, y, en gran medida, nos referimos a esos inocentes que somos capaces de engañar, que pican en nuestras trampas, que les tomamos el pelo con suma facilidad. Esta sociedad nuestra ha generado unos códigos estéticos y éticos un tanto malvados, y la inocencia ha dejado de ser un valor en alza. A los inocentes los despreciamos por crédulos, por lelos, por simples, y nos parecen más sensatos los incrédulos, los “largos”, los sibilinos, los cínicos, los “listos” de toda la vida. A los que todavía cuentan con la capacidad de sorpresa, a los que se creen lo que sus amigos les cuentan, a los que no tienen todas las prevenciones y sus miradas son transparentes, los catalogamos como ingenuos. Desde este punto de vista, estoy encantado de que hoy me feliciten, estoy orgulloso de picar en todas las bromas, me sigo creyendo lo que me cuentan, soy una presa fácil en este día.

Me encanta pensar que sigo siendo un inocente, que en muchos aspectos conservo la mirada cristalina de la niñez, que cada nuevo día me puede deparar una gran y nueva sorpresa. Me encanta la inocencia como motor de la ilusión, aún es posible cambiar las cosas, somos capaces de dirigir nuestras vidas, aún queda por luchar. Y, sobre todo, me encanta esa inocencia que te dice que el nuevo año transformará en realidad todos nuestros anhelos, que eliminará todo lo negativo que pulula en nuestras vidas, que es posible recorrer el camino escogiendo la dirección y la velocidad adecuadas. Sí, puedes felicitarme abiertamente, que no me lo tomaré a mal, todo lo contrario. 

COLGADOS DE UN HILO, 21 DE NOVIEMBRE EN TODAS LAS LIBRERÍAS Y PLATAFORMAS

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SALUD MENTAL

El jugador Ricky Rubio sorprendió a muchos este verano cuando confesó que no podía acudir al Mundial de Baloncesto porque no se encontraba bien psicológicamente. Una estrella del deporte, con una exitosa carrera en la NBA, con problemas mentales. Sucedió, y fue bueno que se explicaran los motivos. Hasta no hace tanto, tal y como debe haber ocurrido con frecuencia en el pasado, no se camufló bajo una lesión muscular, una fractura, lo que sea, con tal de no llamar a las cosas por su nombre. Ese no querer llamar a las cosas por su nombre que en demasiadas ocasiones ha creado personalidades inciertas, falsas, máscaras de un idealismo superfluo. Recientemente he visto una serie de televisión llamada Ted Lasso, que aborda el mundo del fútbol y sus circunstancias. Con el aspecto de una comedia, que lo es, este producción televisiva ha abordado en sus capítulos determinados asuntos que aún siguen siendo un tabú en lo que conocemos como deporte de élite. O sea, deportistas que ganan mucho dinero y que cuentan con una gran proyección mediática y pública y que, por todo eso, deben ofrecer y aparentar comportamientos que coincidan con eso que denominan normalidad (y que es un invento creado por unos cuantos, pero que nos afecta a demasiados). Así, en Ted Lasso se abordan los celos y egos de las estrellas de fútbol, los problemas de racismo que en ocasiones padecen o la homosexualidad, que sigue siendo la gran asignatura pendiente en el deporte profesional. Por pura estadística, por sencilla lógica, deben ser muchos los jugadores del más alto nivel que son homosexuales, y que por los más diversos motivos lo ocultan. Curiosamente, esto no sucede, como tantas otras cosas, en el fútbol femenino, donde hasta sus estrellas más fulgurantes no tienen el menor problema en confesar su orientación sexual e incluso compartir imágenes con sus parejas.

Ted Lasso, que en la serie que lleva su nombre es un entrenador de la Premiere League que no tiene ni idea de fútbol, porque su única experiencia es en el rugby, padece ataques de pánico. Y en un principio, como ha sucedido siempre, lo tratan de camuflar bajo una dolencia estomacal, hasta que decide confesarlo públicamente. Y lo llamativo es que no pasa nada. Algo parecido a lo que ha sucedido con Ricky Rubio. Aunque muchos intenten lo contrario, la sociedad evoluciona, crecemos, somos más comprensivos con el prójimo. Y del mismo modo que tratamos otro tipo de dolencias que padecemos, como la gripe, el covid o una muela picada, hemos entendido que nuestra cabeza, lo que hay dentro, también puede griparse, trastocarse, fastidiarse o simplemente no funcionar como debiera. En esto, como en tantas otras cosas, los jóvenes nos adelantan en cuanto a normalidad y naturalidad, y a la mayoría de ellos no les supone ningún trauma o vergüenza reconocer que están recibiendo tratamiento psicológico o psiquiátrico. Aunque aún siguen existiendo esos padres que llevan esto como una condena, y lo consideran como un muerto que hay que esconder en lo más profundo del armario.

Tradicionalmente hemos tenido una gran facilidad para nombrar, casi siempre desde el desprecio, todo aquello que hemos contemplado como algo que estaba fuera de lo que nos han enseñado y definido como normal. Ir al loquero, tarado, loco y demás expresiones, que ojalá formen de un pasado que no vuelva jamás. Probablemente todos padecemos, ya sea de manera temporal o permanente, desequilibrios mentales, como consecuencia de esta vida que nos ha tocado, producto de infancias y juventudes traumatizadas por los más diferentes motivos o porque hemos nacido con un desajuste, del mismo modo que se puede nacer miope, con problemas de audición y demás. He de reconocer que la mental es la enfermedad que más miedo me provoca, ya que imagino que debe ser muy complicado encontrar el punto exacto sobre el que se debe actuar, y, sobre todo, cómo hacerlo. Pero todo avanza, todo evoluciona. También la psicología. En cualquier caso, mucho mejor llevarlo con la naturalidad de no sentirte un bicho raro, y poder compartirlo con quienes te importan sin temor a absurdas reacciones.

LA LECTURA, ESA PUERTA

Puedo recordar, perfectamente, el verano de El nombre de la rosa, que catapultó a Eco a los altares de la literatura “para todos” tras toda una vida entregada a la investigación y docencia. Como poco, hubo un par de noches de contemplar la llegada del nuevo día, con la novela del italiano entre las manos. Recuerdo el verano Kafka, perfectamente. Quince, tal vez dieciséis años. Como si se tratara de un alimento indispensable para mantenerme con vida, devoré varios de sus títulos en muy poco espacio de tiempo. La metamorfosis, América, El castillo… No hace tanto, el verano Stieg Larsson, que guarda un cierto parecido con el nombrado Kafka, ya que sólo disfrutamos de la obra del sueco una vez falleció. Antes de hacerlo, dejó a buen recaudo la fabulosa trilogía Millennium. Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist, ese pareja que ya forma parte del imaginario negro más esencial. O el verano Paul Auster, donde ese hombre en busca de su padre, de su infancia, de su pasado, recorría las calles de Nueva York a mi lado. Y yo lo podía ver y sentir todo. O el verano que me entregué a Hemingway, para recorrer la España más esencial y primaria, la que el norteamericano tanto disfrutaba, y que reflejó en Muerte en la tarde, El verano peligroso, Por quién doblan las campanas o Fiesta. Sin duda, estos veranos de libros y lecturas comenzaron en la Biblioteca Provincial, donde hoy se ubica la Delegación de Cultura de la Junta de Andalucía, en Córdoba. Sí, ahí empezó todo. Pero había un alto en el camino. En la calle Almonas (Gutiérrez de los Ríos), al principio, en la esquina de una callejita que se abría a la izquierda, había un portalón en el que se intercambiaban tebeos y novelas del Oeste por muy poco dinero. Mortadelo y Filemón, o Anacleto, o la Rúe del Percebe, tuvieron mucha culpa, no me cabe duda. La infancia, ese tiempo para fijar la marca, la coordenada, la dirección.

Tal y como le sucede a la música, que cada verano cuenta con una canción con la que se identifica, somos muchos los que más tiempo le dedicamos a la lectura en este periodo. Y en ocasiones, muchas, es la realidad, hemos dado con esa novela, poemario o autor que hemos incorporado en nuestro interior. Lo recordamos pasado el tiempo, por la electricidad, por la necesidad de retomar la lectura, por todo lo que significó. Y significa, en cierto modo. Momento ideal para que los más jóvenes se encuentren y disfruten con la lectura, que en multitud de ocasiones puede tratarse de un elemento esencial que determinará buena parte de los rasgos y habilidades que desarrollarán a lo largo de sus vidas. La lectura es ocio, entretenimiento, conocer, sí, es todo eso, pero también es mucho más. En gran medida, es una forma de vida, de entenderla, de saborearla. Más plena, más rica. Muchos veranos como el actual son muy importantes, determinantes, para las nuevas generaciones de lectores, porque se produce ese flechazo que es el combustible de una relación estable y permanente. Sucede, sí, por suerte.

En los últimos días, he tenido la oportunidad de conocer y de involucrarme en el proyecto internacional de cooperación Village Book Builders, que se apoya en la lectura como elemento de atracción para niños y niñas de diferentes zonas deprimidas o en riesgo de exclusión del mundo. Hace unos días tuve la oportunidad de encontrarme (virtualmente) con chavales de Ixhuatlán y Cuchapa en México, que ya comienzan a disfrutar de las bibliotecas aportadas por la entidad. Cuando no se tiene nada, o se tiene muy poco, la lectura, un libro, es mucho más de lo que imaginamos. Porque no es sólo escapar, mentalmente, de la dura realidad y conocer nuevos mundos y sus personajes. Leer también es un camino, una dirección a seguir, una manera de ser y entender la vida, desde la libertad, el conocimiento y la educación. La infancia, ese tiempo para fijar la marca, la coordenada, la dirección. No creo que haya mejor hoja de ruta, cuando la oscuridad se cierne. Lecturas que marcan una vida, pero también una vida marcada por la lectura. Que es posible.

UNIVERSO ROSALÍA

Es muy español ese refrán que dice aquello que nadie es profeta en su tierra. Afortunadamente, no siempre se cumple. Con lo nuestro, con los nuestros, tenemos una querencia por la crítica fácil, por el desprestigio, por no querer ver las cualidades que, en múltiples ocasiones, sí ven los de fuera. Con los de fuera, curiosamente, no tenemos tanto reparo a la hora de proclamar nuestros elogios, no sé sin por un afán proteccionista, acogedor o sencillamente por desconocimiento. Este no querer aceptar el talento de los nuestros, porque no se trata de otra cosa, se da especialmente en el ámbito creativo. Y así rechazamos a tal actor porque es de la tendencia política que no votamos, a tal pintora porque no entendemos sus cuadros -aunque esté reconocida mundialmente-, o a tal novelista porque escribió, por ejemplo, un tuit que no nos gustó. En el ámbito musical, este recelo aumenta, ya que desde siempre hemos entendido que la música de verdad, la buena, se canta en inglés, y que todo lo demás es, sencillamente, agradable e insípido exotismo. Aunque algunos de los nuestros llenen estadios y sean auténticas estrellas más allá de nuestras fronteras. El caso de Rosalía es aún más extremo, ya que se atreve a no ofrecer un producto monocolor, filtrada su apuesta por multitud de tendencias, estilos y hasta culturas. Rosalía ha estado estas últimas semanas presentando su más reciente trabajo, Motomami, en distintas ciudades de nuestro país, en grandes espacios. Han sido muchas las críticas positivas, elogiosas, sí, abundantes, pero tampoco han faltado las negativas, muchas de ellas basadas en la incomprensión, y cuando no en los gustos personales, del crítico de turno.

Desde sus comienzos, Rosalía ha sido objeto de debate. Con sus primeros trabajos, Los ángeles y El mal querer, el debate se centró en su relación con el Flamenco, si era o no lo era lo que ofrecía. Si tenemos en cuenta el origen del Flamenco, que nace de la fusión, del encuentro, del diálogo incluso, entre muy diferentes expresiones, como pueden ser los cantos eclesiásticos, el ir y venir de comerciantes a las ferias del ganado o a las romerías, así como su vinculación con determinados oficios, algunos de ellos marcados por su soledad, y que encontraron en el cante un compás con el que suavizar la monotonía, no es descabellado entender a Rosalía, especialmente en sus dos primeros discos, como una artista flamenca. Hasta que se estableció el canon, que en demasiadas ocasiones es más una opresora faja que una puerta a la evolución, el Flamenco se caracterizó por ser un arte impuro, contaminado, abierto a todas las tendencias que se iba encontrando en el camino. Si El Planeta o Franconetti hubieran convivido con el reguetón, el rap, el pop o la música electrónica tal vez hubieran interpretado el Flamenco de otro modo, bien distinto, a como lo hicieron. En el nuevo trabajo de Rosalía, Motomami, aunque más alejada, el Flamenco sigue estando presente, y de nuevo impuro, contaminado, dialogante con otras expresiones musicales de este tiempo.

No he tenido la oportunidad de ver a Rosalía en directo en su nueva gira, sólo he podido contemplar algunas imágenes que me han impactado por su belleza, potencia y contemporaneidad. Sigo disfrutando mucho con Motomami, que es uno de los ejercicios creativos musicales más interesantes de que cuantos he escuchado en los últimos tiempos. El de una artista libre, consecuente con el momento que le ha tocado vivir, que no duda en asomarse a todos los espejos que componen la escena musical actual. En Rosalía conviven el barrio y la mansión, la choni y lo cool, el pasado y lo que vendrá, la transgresión y el respeto, la brújula y el caos. Poseedora de un discurso propio, que puedes compartir o no, lo que más me seduce de Rosalía es que no tiene fronteras, que las difumina, que no quiere contentar a nadie, y que se siente muy cómoda siendo ella misma. Tiene un discurso propio, y eso no es fácil. Una artista de hoy en constante búsqueda y evolución, que no cesa de ondear la bandera de la curiosidad, en una expedición permanente por encontrar nuevas coordenadas. Una artista diferente, con todo lo que supone, como el de tener que pagar el precio de la incomprensión. Mientras siga aceptando ese reto, seguiremos disfrutando de su único y particular universo.